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Mi adiós a las aulas



José Luis Pérez Torralba

02/06/2024

Cualquier proyecto importante que desarrollemos en nuestra vida tiene dos momentos clave: el de entrar en él rebosantes de ilusión y energía, y el de salir de él con la satisfacción de haber puesto “toda la carne en el asador” y la perspectiva de una nueva etapa abierta hacia el futuro. En la vida hay que “saber entrar” y también “saber salir”.



Foto de Taylor Flowe en Unsplash
Foto de Taylor Flowe en Unsplash
Queridos amigos, admiro el trabajo de los arqueólogos. Aparte de la habilidad con que localizan yacimientos y de la sabiduría que demuestran al recomponer historias y deducir hechos a partir de unos restos sin vida (y sin significado para los que somos profanos en la materia), admiro la meticulosidad y la paciencia con la que trabajan. Yo los he visto sentados en la arena, con la rasqueta, el cepillo y el pincel, separando las valiosas piezas de la tierra, protegidos por la sombrilla en terrenos resecos las duras horas de verano y también resguardados con sus impermeables los días del mal tiempo. Y trabajan siempre desde la superficie hacia las profundidades, extrayendo primero lo más reciente en el tiempo y en la historia.
 
Permitidme que, en esta sección dedicada a la educación, yo también actúe así, rescatando antes lo más reciente en el tiempo y compartiéndolo con vosotros con la esperanza de que sirva para vuestras vidas.
 
Me remonto, pues, en este momento al día en que oficialmente dejé la enseñanza después de 41 cursos académicos a mis espaldas. ¡Benditos cursos académicos! Mi agradecimiento desde aquí a Dios y a la Vida por ese regalo tan maravilloso que ha durado 41 años. Prolongué la fecha de mi jubilación tres cursos más de lo que legalmente me correspondía, porque llevaba más de 15 años dedicándome a tareas educativas de coordinación y dirección, sin apenas contacto con las aulas. Quise terminar mi vida docente retomando al cien por cien el pulso del aula, codo a codo con compañeros que trabajaran como yo con un grupo de chicas y chicos, viviendo de cerca las preocupaciones de mis alumnos, llenando sus mentes y sus corazones de la ciencia y la experiencia aprendidas a lo largo del tiempo, impregnándome de los sueños e ilusiones que los jóvenes de 11, 12 y 13 años tenían en sus almas.
 
Y en este contexto llegó el día de mi jubilación: “Jubilación en tres actos”. Y cada uno de los tres con sus correspondientes sorpresas, agradecimientos y emociones. Emociones contenidas en los primeros momentos y desbordadas, más tarde, en risas, abrazos y lágrimas. Instantes cortos en el tiempo pero que dejaron una marca imborrable en mi corazón.

Acto I

Son las 9 de la mañana. Como cada día salgo de la sala de profesores a buscar a mi grupo de alumnas y alumnos que esperan en el patio el momento de entrar conmigo en clase. Son chicas y chicos de sexto de primaria. He pasado con ellos un buen curso, no porque hayan sido buenos estudiantes (que algunos ha habido), sino porque han sido buenos alumnos, respetuosos, sinceros, cariñosos como los niños saben ser, receptivos a mis explicaciones y a mis orientaciones, entrañables en los momentos distendidos, críticos cuando la situación lo requería, colaboradores cuando han visto la necesidad… Llegamos a la puerta de la clase y, como si de un plan organizado se tratase, tres o cuatro de ellos se colocan en medio y me impiden el paso. Con sonrisa infantil me dicen que no puedo pasar. Todos ellos sí entran. La confianza que me han dado me hace despreocuparme, me doy un par de vueltas por el pasillo, paso a la clase contigua y saludo, revoloteo junto a la puerta y, por fin, ésta se abre. Por ella asoma una cabecita que me dice “ya puedes pasar”. Y entro.
 
Me es imposible plasmar aquí lo que en esos momentos sentí. 17 sonrisas y 34 ojos chispeantes me reciben con tintes de complicidad, con el nerviosismo que da el desear que la sorpresa preparada haga feliz a quien va destinada. Y tras las cabecitas de mis alumnos se dibuja ante mí un cuadro festivo: la clase adornada con globos, la pizarra ocupada con un enorme mural de tiza improvisado, con corazones, dibujos y frases enternecedoras. Las sillas están dispuestas en círculo, como para celebrar una asamblea. Sobre mi mesa hay un “pincho” USB con canciones festivas espera ser conectado al equipo de audio. Junto a él, pequeños regalos envueltos, la mayoría de ellos, con el sello propio de manos infantiles, rubricados con palabras salidas del corazón, regalos valiosísimos no por el objeto que en sí haya dentro, sino por el peso del cariño y del amor con que están preparados. Una cartulina se extiende con mensajes cariñosos dibujados y escritos: “gracias por aguantar nuestros gritos, llantos, peleas y risas…”, “nunca te olvidaremos”, “en mi corazón tienes un hueco”, “los mejores maestros enseñan desde el corazón, no desde los libros”. Tras esta primera impresión, llega el momento de las risas, la satisfacción, el agradecimiento, de la distensión que produce la llegada de lo esperado después de una larga planificación, el intercambio de impresiones entre ellos y yo, la vivencia de nuevo de situaciones compartidas a lo largo de los meses, los abrazos, los comentarios de uno y de otro contando recuerdos que a lo largo del curso se acumularon: “Profe, cuando eras director nos llevaban a tu despacho si hacíamos algo malo, y nos dabas mucho respeto, pero ahora hemos visto que eres una persona normal”.

Acto II

Las clases han terminado. Mis compañeros recogen sus aulas, colocan los últimos papeles de sus mesas, guardan los libros en los cajones… y marchan a sus casas a cambiarse de ropa. Vamos a comer a un restaurante. Se supone que yo no sé nada, pero intuyo mucho. Raquel, mi mujer, maestra también en el mismo colegio que yo, me lleva a su aula y me hace cambiarme de ropa. Me pongo la que ha traído a escondidas en el maletero del coche. Me monta en él, hace que cierre los ojos y, como en las películas, al entrar en el comedor del restaurante, veo a mis compañeras y compañeros esperándome en corro con sonrisa entrañable y expectación ante el encuentro. Lo que viene a continuación es un tropel de emociones: cara de sorpresa, satisfacción, sentimientos de júbilo y agradecimiento, nerviosismo ante las palabras que me piden que diga, cierto rubor por verme el centro de la celebración… Advierto que en el grupo hay compañeros y compañeras de antiguos cursos que ya no están en el colegio, pero han venido hoy. ¡Me siento querido!
 
A lo largo de la comida el ambiente es acogedor y distendido, la sensación de tranquilidad recorre las mesas y la alegría se dibuja en las risas y en las miradas. Hasta el momento he mantenido la calma. Pero a la hora de los postres, las luces se atenúan, el equipo de música se conecta y en una pantalla colocada al fondo de la sala empiezan a desfilar, entre música y relato de voz en off, imágenes de mi persona a lo largo de los años de maestro. Lo han preparado poco a poco entre todos, a escondidas, como quien prepara una jugarreta, aportando cada uno lo que guardaba en sus archivos, y el compañero más ducho en tecnología de la imagen, ha montado la película. Como colofón de todo, se proyectan pequeños videos de unos y otros dándome la enhorabuena y deseándome felicidad en el merecido descanso que ese día comienza. Y yo, con entereza hasta ese momento, me deshago en lágrimas y emoción al ver en la pantalla, como final, las imágenes de mis hijos y de mis alumnos felicitándome también.

Acto III

Es sábado. Raquel y yo nos vestimos más o menos elegantes para ir a comer a un restaurante de Toledo. Ella me invitará para celebrar en privado mi jubilación. Me venda los ojos y, guiado por ella como lazarillo amable y servicial, bajamos del coche y recorremos los pasillos del restaurante hasta llegar al comedor. Al abrir los ojos se dibuja ante mí una estampa de ensueño: una pequeña sala, con una gran mesa montada para la comida preside el centro; alrededor, composiciones decorativas alusivas a la vida de la escuela (una pizarra, libros, una esfera terrestre, escuadras y cartabones…). Y entre la emoción de la sorpresa y la tenue luz que invade todo, veo a toda mi familia cercana esperándome para disfrutar juntos de esta festiva comida. Otra vez felicitaciones, palabras de agradecimiento, abrazos, comentarios anecdóticos, intercambio de regalos, … ¡fusión de corazones!
 
Hoy, con la serenidad que da el paso del tiempo, revivo esos días no tanto como reconocimiento hacia mi persona y mi trabajo en la escuela, sino como un gran regalo de cariño de cada uno de los que allí estuvieron… Fue como si se compusiera de pronto un enorme puzle del que a lo largo de los años se hubieran ido diseñando las piezas, con arte y esfuerzo, con dedicación, con confianza en que un día encajarían en un marco proyectado previamente y mostrarían un bello paisaje dibujado. Y la visión del puzle terminado trajo la satisfacción de un trabajo hecho y un deber cumplido. Y junto a mi puzle, otros tantos y tantos puzles, maravillosos y especiales, de tantos y tantos docentes que a lo largo del espacio y del tiempo, se han ido componiendo para contribuir entre todos a la construcción de un mundo mejor basado en la educación ética de las personas. Rememoro muchos momentos vividos y veo los logros de los que como maestro he disfrutado. Pero también veo los errores cometidos como borrones indeseables en los escritos del cuaderno de docencia diario. Y a pesar de estos errores, los escritos se leen, su sentido se entiende, sus frases son coherentes, sus párrafos transmiten significado, sus letras presumen de cierta elegancia y quien lo contempla no puede evitar decir que lo he escrito por vocación, desde el convencimiento, con pasión y esfuerzo casi diario, teñido de ilusión, con actitud ética, apoyado en una sólida base de valores, regado cada día con el calor del corazón, poniendo en el punto de mira a los alumnos que se me han encomendado, a los profesionales con los que me he relacionado y a la energía renovadora y vivificante que la palabra “educación” lleva en ella impresa.
 
Gracias a todos por los buenos momentos de aquellos días.




              



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