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Los patios de mi colegio



José Luis Pérez Torralba

19/07/2024

Como la roca, que una violenta tempestad no pudo romper, es disuelta y descompuesta por un humilde y dulce arroyo, la mente y el corazón de un niño no se ganan con reproches, castigos, malas caras y actitudes agrias, sino con una sonrisa acogedora, unas manos amigas y un corazón abierto.



Foto de note thanun en Unsplash
Foto de note thanun en Unsplash
Llegó el mes de septiembre y comenzó el curso escolar. Era el primer día de clase para los alumnos. Los maestros ya llevábamos más de una semana en el colegio planificando el nuevo curso. A quien crea que el comienzo de un nuevo curso es algo dulce y suave para el profesorado, le diré que es lo más parecido a caerse en pleno invierno en un estanque de agua helada.
 
Si para un maestro sin cargos es estresante el nuevo curso por tener que elaborar en apenas 10 días la programación didáctica y por alcanzar acuerdos en las reuniones de los equipos de profesorado en los que participa, imaginaos para un cargo directivo. El trabajo planificado en casa en los días de vacaciones debe plasmarse ahora en aspectos concretos, en datos y hechos: recibir al nuevo profesorado y entrevistarlo para intuir su perfil pedagógico y ubicarlo en el puesto idóneo según sus cualidades; organizar los nuevos equipos de trabajo pidiendo voluntarios según preferencias y designando obligatorios para los puestos no ocupados voluntariamente; ubicar a cada maestro en su puesto laboral y a cada alumno en su nuevo grupo; dirigir y animar las reuniones de los diferentes equipos dejando claras las competencias de cada uno y los campos en los que actuar; poner al día al profesorado informando de la nueva legislación publicada durante el verano; confeccionar horarios con criterios pedagógicos; presentar los nuevos programas a desarrollar a lo largo del curso; pelear con el Servicio de Inspección por aquel maestro que aún no han nombrado, por las obras que comenzaron en verano y no están acabadas todavía, por la apertura de la nueva aula prometida de la  cuál no llega la autorización; presentarse a las diferentes instituciones locales; recibir a todo tipo de comerciales de empresas de abastecimiento; elaborar presupuestos y realizar las compras del material didáctico necesario… y un sinfín de tareas más que urge realizar cuanto antes para asegurar también cuanto antes un normal funcionamiento del colegio.

Foto de Daiga Ellaby en Unsplash
Foto de Daiga Ellaby en Unsplash

Comienza un nuevo curso

Aquel día, el primero que los alumnos venían a clase, salí al patio donde debíamos recibirlos a la hora de entrar. Los lugares donde tenía que situarse cada grupo estaban señalados y cada maestro tutor estaba ya en el sitio adecuado esperando a sus alumnos. El conserje estaba aleccionado acerca de cuándo abrir la puerta y cómo dejar entrar a las familias. Las clases estaban preparadas y limpias para recibir a sus nuevos inquilinos. Una niña, como de cuarto curso, se acercó a mí. Ella me conocía, porque todo el mundo conoce al Director, pero yo apenas recordaba haberla visto el curso anterior correteando por el patio, pues mis alumnos eran los de los cursos superiores. La niña, con sonrisa en los labios y brillo en los ojos, señaló el gran patio de recreo y me dijo: “¡Qué bonito has dejado el colegio!”. Yo, sin entender del todo, respondí: “Claro que sí”. Y la niña se fue como había llegado, sonriente y dando pequeños y bailarines saltitos. Miré a mi alrededor extrañado, pues salvo los rincones en los que se suelen acumular papeles, que había limpiado el Ayuntamiento durante el verano, y la pintura nueva que dibujaba los contornos de las pistas deportivas, todo seguía igual que el pasado curso.
 
Y de pronto caí. La niña con sus palabras me estaba diciendo que había regresado de nuevo al colegio y estaba feliz por ello. Su felicidad le hacía ver más hermoso y reluciente que antes lo que objetivamente no había cambiado durante los meses de verano. En su mente infantil me hizo responsable, como Director, de las supuestas mejoras que la alegraban y con confianza compartió conmigo el placer de ese momento. La niña estaba feliz por haber vuelto a su segundo hogar. Se sentía libre y acogida. Revoloteaba contenta por lo que era “su” espacio y parte de su vida desde hacía algunos años, en sintonía, porque para ella el patio y el colegio eran lo familiar, lo seguro, el lugar donde pasaba muchas horas con queridos compañeros y queridas amigas, aprendiendo lo que los maestros le mostraban cada día…

Foto de Jairo Gonzalez en Unsplash
Foto de Jairo Gonzalez en Unsplash

Hacemos la escuela entre todos

Benditos los maestros y maestras que hacen sentir a los niños esa alegría inocente y confiada en la escuela. Porque un niño que llega por la mañana a su clase y se siente feliz, deja abierta la puerta de su mente a lo que los mayores, en quienes confía, quieran enseñarle. Ese niño es barro tierno en el que los maestros dejamos nuestra huella, ya sea un fino y delicado dibujo o una torpe y burda mancha. Los niños son dúctiles, están abiertos a lo que los mayores queramos trasmitirles y, cuando son felices, su vulnerabilidad se multiplica. Yo he pasado muchas veces a las aulas de mis compañeros en momentos en los que estaban dando clase, y en la mayoría de ellas se respiraba una atmósfera de paz, un ambiente relajado, un calor de sintonía humana. Los niños sonreían al verme entrar y reían ante cualquier ocurrencia chistosa que se les decía. Si en algún momento alguien se metía contra su tutor lo defendían a capa y espada. En los campeonatos deportivos de la localidad, vitoreaban con orgullo los nombres de su colegio y de su clase. He oído también a menudo en los debates de mis clases con alumnos mayores expresiones como estas: “pues yo esto no se lo digo a mis padres ni loca”, “yo me lo paso mejor en el cole que en mi casa”, “me da pena que lleguen las vacaciones porque ya no veré tanto a mis amigos”, “¡profe, tus clases molan!”, “yo el año pasado tuve una maestra que me cambió la vida, ¡qué pena que se haya ido a otro colegio!” …
 
Benditos niños y niñas, chicos y chicas, muchachos y muchachas lanzados a la vida, que al pasar por nuestras manos nos hacen ver la enorme grandeza de nuestra tarea. Alumnos y alumnas que caminan entre nosotros como por un pasillo que les lleva hacia un esperanzador futuro, y, mientras lo recorren, nos hacen pensar en la gran responsabilidad que tenemos de dirigir ese pasillo hacia lugares adecuados. Ellos nos miran cada día y nos hablan con sus ojos. En su mirada, más que en sus palabras, nos comunican su cansancio, su torpeza, su ilusión, su esperanza, sus momentos de tristeza por un disgusto en casa, su alegría desbordante cuando consiguen la meta propuesta, su necesidad de apoyo ante las dudas, sus preguntas ante los problemas que les piden soluciones… Y a esa mirada no cabe responder sino con una sonrisa, con un abrazo, con un gesto de asombro, con una palabra de ánimo, con unos oídos y unas manos abiertas… y, no pocas veces, con unas lágrimas retenidas.

Hacer crecer la sabiduría de la mente y el amor del corazón

Son miles de niños y niñas que se acercan pidiendo… y miles de maestros y maestras que han sabido y saben hacer del trabajo de cada día un encuentro de corazones, que dan lo mejor de ellos para que sus alumnos crezcan en la sabiduría de su mente y en el amor de su corazón, maestros y maestras que aprovechan los buenos momentos creados, los minutos de ternura humana, para proponer ideales, sembrar fortaleza y constancia, valorar cualidades, crear actitudes… con el convencimiento de que, por ese camino, sus alumnos crecen, se desarrollan, se revitaliza su vida, se fortalecen sus aprendizajes, se crean fuertes personalidades y se dibujan los bocetos de la humanidad del futuro.
 
Al día siguiente de lo que he contado, al comienzo del segundo día del curso escolar, dejé que alumnos y maestros entraran en sus clases. Esperé unos minutos para comprobar que no surgía ningún imprevisto que tuviese que resolver. Entré en los despachos y pedí a mis compañeros de Equipo Directivo que se ocuparan unos momentos del teléfono, de la ventanilla de Secretaría, de preparar la tarea burocrática… Cuando me vi solo, salí al patio. Estaba fresco a primera hora de la mañana. Lo recorrí todo a paso de paseo, mirando cada detalle con ojos nuevos y caí en la cuenta de que, efectivamente, el patio estaba más bonito que cuando lo dejamos en junio. Las hojas de los rosales, el cemento de las pistas, la arena y los columpios de los pequeños, las canastas de baloncesto, los carteles que indicaban los diferentes módulos de los edificios… parecían los mismos, pero yo vi que no lo eran, porque, en mi largo y pausado recorrido, pude aspirar y sentir los efluvios que desprendían las muchas personas que pasaban por allí cada día, dejando todo impregnado de una sutil atmósfera de amor.




              



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