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El poder del cariño



José Luis Pérez Torralba

15/09/2024

Cada día de nuestra vida nos encontramos con retos que nos miran a la cara, dificultades en nuestras relaciones, problemas en nuestro trabajo, ideas que no acertamos cómo llevar a cabo… Ante ello caben dos actitudes fundamentales: acobardarse viendo en los retos un muro infranqueable, o enfrentarse a ellos desmenuzándolos, buscando soluciones, adivinando alternativas… para, por fin, conseguir resolverlos.



Foto de Alexandr Podvalny en Unsplash
Foto de Alexandr Podvalny en Unsplash
Se llamaba…, se llama, …digamos que se llama Sandra. Era una alumna de sexto en mi último curso como maestro tutor. Poco después dejaría la docencia. Ella tenía trece años. La preadolescencia asomaba a raudales en su cuerpo, en sus actitudes, en sus preocupaciones, en todo aquello que hacía o decía. Yo la había visto por los pasillos del colegio el curso anterior, andando nerviosa, hablando con uno y con otro, con risa contagiosa, con mirada intranquila, moviendo en torno a ella ese aire que recuerda a un torbellino porque nada deja parar a su alrededor. No la conocía de nada más y su imagen me hacía pensar siempre: “¡Uf! ¡Que no me toque el curso que viene!”. Y el siguiente curso “me tocó”.
 
Allí estaba el primer día de clase, sentada entre sus amigas, esperando las palabras de saludo de su nuevo tutor, callada, expectante, tanteando el terreno, midiendo las distancias. Y allí estaba yo también, su nuevo tutor, también expectante, tanteando el terreno y midiendo las distancias.
 
Poco a poco nos fuimos conociendo. Sandra era una de esas personas que, a pesar de todo, caen bien. Tras su cortina de tormenta tropical se asomaba un alma justa y bondadosa. A Sandra le gustaba hablar, hablaba por los codos, a tiempo y a destiempo, y lo justificaba siempre con estas palabras: “Profe, no me regañes, es que yo soy así”. Ella era así: espontánea, participativa, dicharachera… Valoraba las amistades sinceras. Le dolían las injusticias y siempre que veía algo inapropiado en clase, abanderaba una enardecida protesta y proponía soluciones para equilibrar la situación. Era critica con mis indicaciones y las pasaba todas por el tamiz de su adecuado, o no, entendimiento. Luchadora incansable contra el machismo que veía en alguno de sus compañeros. A Sandra le gustaba la música, el baile, el juego, le gustaban las conversaciones atrevidas. Sandra derramaba corazón por donde pasaba. ¡Y Sandra… no era una buena estudiante!
 
Yo había leído su expediente, veía sus exámenes, miraba sus cuadernos de trabajo y le hacía el seguimiento de sus intervenciones en clase… ¡A Sandra no le gustaba estudiar! Para mí, Sandra era un encanto con quien poder dialogar y comentar hechos y anécdotas, pero, como maestro, cada mañana que la veía en clase era un reto, y cada día que faltaba, un alivio. Tenía especial dificultad en memorizar, en escribir correctamente, en el cálculo y en el razonamiento matemático. Había sido valorada por el Equipo de Orientación sin encontrar en ella ninguna disfunción cognitiva ni problema emocional. Yo intentaba para motivarla variadas estratagemas, desde regalarle algún punto en las pruebas escritas para que no se desanimara, hasta quedarme con ella en los recreos para repasar ejercicios, sin olvidar mi ayuda para ordenar sus cuadernos y a hacer más entendibles sus apuntes y esquemas. Pero apenas daba resultado. No estaba interesada en ello y sus nervios le jugaban malas pasadas. Las propuestas de trabajo que seguía con entusiasmo eran escasas. Rara vez la veía concentrada en su tarea y no era infrecuente que anduviera con la mirada de un lado a otro de la clase para terminar diciendo: “profe, a mí esto no me sale”, “es que debo de ser tonta, porque no entiendo nada”, “jo, no sé para qué estudio, ¡siempre suspendo!”, “pues no, es que este tema no me gusta nada”, “vaya tontería, ¿y de esto tenemos que hacer examen?”
 
El final del curso se acercaba. Las pruebas escritas suponían mucho para los alumnos, aunque no tanto para los maestros, puesto que ya conocíamos el rendimiento de cada uno y teníamos decididas la mayoría de las calificaciones. Yo repartí un examen a la clase para que los alumnos se fijaran en sus errores, para comentar las dificultades que encontraron, para puntualizar la solución de alguna de las preguntas, para resolver dudas… El examen de Sandra no tenía buena calificación. Ella lo vio y, sin mirar el contenido que había escrito, empezó a protestar por la nota que yo le había puesto. Para tranquilizarla le pedí que saliera de clase y, ya en el pasillo, tuvimos la siguiente conversación.
 
  • Sandra, no tienes razón en ponerte como te has puesto. ¿Te has dado cuenta de lo que has escrito en el examen?
  • Pero profe, es que nunca me salen bien.
  • ¿Tú crees que trabajas lo suficiente?
(silencio, cabeza gacha)
  • Mira, Sandra. ¿Sabes lo que pienso? Que eres una chica guay, que tus compañeros te quieren, que tus amigas te valoran, que yo he visto en clase cómo decías cosas maravillosas y cómo todos te daban la razón, que me lo paso genial contigo. Pienso que vales mucho, pero que no te estás cuidando a ti misma y que no estas dejando que salga fuera todo lo bueno que tú tienes. Estoy convencido de que el día que tú te pongas en serio, todo esto saldrá adelante.
 
Sandra rompió a llorar. Cuando le pregunté qué le pasaba, entre sollozos contesto:
 
  • Profe, toda la vida los profesores me han estado regañando cuando no hacía las cosas bien. Tú, sin embargo, no nos regañas… bueno, nos regañas lo que nos tienes que regañar. Cuando me has sacado de clase yo creí que me ibas a regañar por la mala nota que he sacado, pero sin embargo me has dicho cosas muy bonitas que nadie me había dicho. Por eso lloro.
 
Tras esto, yo no pude decir más. Las palabras se me atrancaron en la garganta. Le di un abrazo y volvimos los dos a la clase.
Sandra no aprobó el curso, le quedaron suspensas algunas materias del currículo, pero aquel día aprobó con sobresaliente otra materia más importante: descubrió que ella era valiosa, su autoestima creció, sintió que el cariño es transformador y vivió la esperanza como nunca la había vivido.




              



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