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Mi amigo el viejo olmo



Luis Arribas Mercado

19/09/2019

Cuando me situé debajo de sus ramas pude apreciar lo imponente de su cuerpo. Su tronco, enorme, se erguía como un baluarte frente a las inclemencias de los tiempos, de los siglos, y sus ramas, como fornidos brazos se alzaban al cielo y a los cuatro vientos como señalando los miles de caminos por donde discurre la vida. Sin embargo, el viejo olmo ya no saludaba cada mañana al sol, ni agitaba sus hojas saludando a las estrellas cada anochecer; al viejo olmo hacía tiempo que la vida le había abandonado ¿o acaso había sido él quien había abandonado a la vida?



Durante muchos años, bajo su abundante y fresca sombra se habían celebrado los concilios y reuniones que toda comunidad con sentido de la relación humana y de la solidaridad solía realizar cada vez que una problemática afectaba a su pueblo e incluso a los pueblos de los alrededores. Entonces los hombres no tenían televisión, ni aparatos de radio, ni periódicos que les dijeran lo que en el mundo estaba sucediendo; tan sólo el boca-oído, con toda la desvirtuación que ello conllevaba, era el noticiario de esas gentes. La meteorología era una asignatura que aprendían de pequeños de la mano de sus progenitores, y era el viento, las nubes o incluso el sonido de las hojas de los árboles los que indicaban el tiempo que iba a hacer. Sí, las hojas de los árboles, porque los árboles nos hablan a través del movimiento de sus hojas, tan sólo es necesario prestar atención y abrir los canales de traducción de ese ancestral lenguaje para "oír" lo que nos quieren decir, y si además de poner los oídos del alma abrazamos a los árboles, entonces no sólo “oiremos" sino que también sentiremos sus emociones, sus sentimientos, lo que nos aman y lo que les gustaría comprender por qué actuamos con la naturaleza como lo hacemos.
 
El viejo y seco olmo había nacido para cumplir su misión de consejero. Situado al lado de una antigua ermita y del cementerio del pueblo, había sido el inspirador y conciliador de cuantas cuitas se habían presentado entre los hombres a lo largo de los siglos. Entonces los problemas de tierras y de aguas se solucionaban hablando, bajo la sombra de árboles como este olmo, que a fuerza de inspirar a los hombres había sintonizado tanto con su alma que cuando se fueron del lugar abandonando casas y campos, él también tuvo que partir en busca de nuevos lugares donde su experiencia “humana" fuese de alguna utilidad.
 
De sus ramas ya no brotaban hojas cada primavera, ni los pájaros anidaban entre ellas buscando protección y abrigo. Cuando me acerqué a él y puse mi mano sobre su ajado tronco, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, porque ese tronco aún conservaba impresa la historia que le había tenido por testigo. Acerqué mi oído y abrí el alma a emociones atávicas guardadas en el fondo de mi memoria, cuando los hombres aún éramos un utópico proyecto que anidaba en los oscuros recovecos del código genético impreso en los primitivos núcleos celulares de la Naturaleza. Y sentí en lo más profundo de mi ser el calor de un viejo amigo, de ese sabio consejero al que llamamos cuando las cosas parecen que no nos van tan bien. El alma del viejo olmo, sabio entre los sabios, me dijo que a pesar de que las cosas parezcan irremediables nunca lo son del todo, que la vida siempre se impone, que el sol siempre trae luz y calor y que los señores de la noche sólo pueden hacernos daño si les abrimos las puertas de nuestra mente.
 
También me habló del ser humano, de cómo a pesar de los siglos transcurridos seguimos reaccionando igual ante las mismas cosas, sobre todo cuando creemos que está en juego lo que consideramos nuestro. Que nada es de nadie y que la prueba más evidente es que a la hora de la muerte, y como dijo el poeta, nos vamos tal como vinimos, desnudos. Que ni la Tierra, ni ninguno de los seres que la pueblan, han tenido nunca dueño a pesar de que los seres humanos hayamos creado leyes y documentos que así lo afirmen. Que la mejor acción que puede realizar una persona es la de enseñar al que no sabe para que se le abran las puertas al mundo del conocimiento. Que la inteligencia del ser humano no es más que un pálido reflejo de la que posee la Naturaleza y que la soberbia de creerse superior es la consecuencia de la ceguera de quien ve la luz por vez primera, de quien proviene de la oscuridad de la ignorancia y piensa que el mundo gira alrededor de él.
 
Cuando me despedí de mi amigo, el sabio y viejo olmo, sentí que una parte de mí se quedaba con él, a pesar de que ya no estaba allí, de que su esencia probablemente se encontraría armonizando otros lugares, otros pueblos que tal vez se encontraran en el mismo punto en que se encontraban los pueblos de España allá por el 1600 ó el 1700. Pero también yo me llevé algo de él: una cierta clase de energía en forma de poderoso empuje que, desde el fondo de sus secas raíces, me conectó con lo que de común tenemos todos los seres vivos: nuestra vocación de evolucionar. Una energía que impulsa a los seres que pueblan este universo más allá de la muerte física, porque más allá de un cuerpo seco y muerto hay una inteligencia, un espíritu que anima, que impulsa a descubrir lo que verdaderamente somos: seres espirituales que eventualmente tenemos experiencias humanas.




              



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