Pero aún teniendo en cuenta todos esos condicionantes ambientales que nos afectan, sigo creyendo que en nuestras manos está la posibilidad de elección y que nos encontramos en la vida muchas oportunidades y circunstancias que nos obligan a replantearnos la dirección que estamos siguiendo, tal vez por inercia, tal vez por comodidad, tal vez por dar demasiado espacio a la rutina o tal vez por ir durante más tiempo del aconsejable del brazo del miedo.
Esos hitos a veces aparecen como pequeñas posibilidades de cambio, giros inimaginables en la trayectoria que antes se nos antojaba clara y definida, bifurcaciones y sendas que se abren invitándonos a tomar consciencia de dónde estamos, de lo que estamos haciendo y también hacia dónde vamos.
Reconozco en mi biografía esos hitos salpicando aquí y allá el paisaje como si de amapolas rojas y desafiantes en un verde campo de trigo se tratara y esa fantástica sensación de que “puedo elegir” es algo que sigue ensanchándome los pulmones como una bocanada de aire fresco y vivificante.
Esos hitos a veces aparecen como pequeñas posibilidades de cambio, giros inimaginables en la trayectoria que antes se nos antojaba clara y definida, bifurcaciones y sendas que se abren invitándonos a tomar consciencia de dónde estamos, de lo que estamos haciendo y también hacia dónde vamos.
Reconozco en mi biografía esos hitos salpicando aquí y allá el paisaje como si de amapolas rojas y desafiantes en un verde campo de trigo se tratara y esa fantástica sensación de que “puedo elegir” es algo que sigue ensanchándome los pulmones como una bocanada de aire fresco y vivificante.
Cuando llega el momento de emprender el Gran Viaje
Pero hoy me gustaría compartir con vosotros una reflexión sobre algo que he vivido en los últimos años: la pérdida de un ser querido, el viaje definitivo, la marcha de este plano hacia los territorios espirituales sin más equipaje que uno mismo. Venimos a este mundo desnudos y a lo largo de la vida nos vamos cubriendo con distintos ropajes que en el viaje final hemos de abandonar para volver a la esencia de la desnudez del Ser.
En los últimos dos años he vivido varias de esas despedidas y eso me ha hecho darme cuenta de que esa ley inexorable de la elección también funciona cuando marchamos de este plano físico.
Igual que creo que cada uno elige su manera de vivir, en la misma medida creo que cada uno elige su manera de marcharse, quizá también el momento preciso.
Algunos llegan al momento de la partida convencidos de que ya han leído el último renglón del libreto que habían elegido representar en esta obra de manifestación de una de las múltiples realidades posibles. Se van dulcemente, despidiéndose de todo lo de aquí para encontrarse con lo de allí. Se sueltan como una barquilla que no estaba bien amarrada y se desliza el nudo del cabo empezando a navegar, arrastrada apenas por una ligera corriente o una suave brisa. Su marcha es dulce y suave, deja envueltos en una ternura infinita a los que se quedan.
Cuando miras a esas personas a los ojos encuentras en sus pupilas el brillo de lo que vislumbran del otro lado, son como chispazos de luz que encienden una mirada apagada por la enfermedad o la medicación; miran aquí a su alrededor, pero ya tienen los ojos llenos de lo de allí. A veces se sobresaltan cuando regresan a este plano, como los niños recién nacidos, seguramente porque les cuesta identificar como “real” lo que aquí están viendo cuando están pasando más tiempo en el otro plano. A veces miran a los que estamos a su lado y tardan unos segundos en reconocernos, hasta que sus pupilas se limpian de las imágenes de los que acuden a recibirles en el otro plano. Viven una suerte de ensoñación que a cada paso se hace más “tangible” para ellos.
La despedida de estas personas es como una velita cuya llama se va extinguiendo cuando ya no hay más cera o más aceite que consumir… se apagan, sin más cuando llega su momento, cuando sienten que ya han dejado todo en orden y perciben en su interior la llamada de pertenencia a otro lugar, el reclamo de otras energías que les invitan a abandonar lo que hasta entonces conformaba su vida, su realidad, su mundo.
En los últimos dos años he vivido varias de esas despedidas y eso me ha hecho darme cuenta de que esa ley inexorable de la elección también funciona cuando marchamos de este plano físico.
Igual que creo que cada uno elige su manera de vivir, en la misma medida creo que cada uno elige su manera de marcharse, quizá también el momento preciso.
Algunos llegan al momento de la partida convencidos de que ya han leído el último renglón del libreto que habían elegido representar en esta obra de manifestación de una de las múltiples realidades posibles. Se van dulcemente, despidiéndose de todo lo de aquí para encontrarse con lo de allí. Se sueltan como una barquilla que no estaba bien amarrada y se desliza el nudo del cabo empezando a navegar, arrastrada apenas por una ligera corriente o una suave brisa. Su marcha es dulce y suave, deja envueltos en una ternura infinita a los que se quedan.
Cuando miras a esas personas a los ojos encuentras en sus pupilas el brillo de lo que vislumbran del otro lado, son como chispazos de luz que encienden una mirada apagada por la enfermedad o la medicación; miran aquí a su alrededor, pero ya tienen los ojos llenos de lo de allí. A veces se sobresaltan cuando regresan a este plano, como los niños recién nacidos, seguramente porque les cuesta identificar como “real” lo que aquí están viendo cuando están pasando más tiempo en el otro plano. A veces miran a los que estamos a su lado y tardan unos segundos en reconocernos, hasta que sus pupilas se limpian de las imágenes de los que acuden a recibirles en el otro plano. Viven una suerte de ensoñación que a cada paso se hace más “tangible” para ellos.
La despedida de estas personas es como una velita cuya llama se va extinguiendo cuando ya no hay más cera o más aceite que consumir… se apagan, sin más cuando llega su momento, cuando sienten que ya han dejado todo en orden y perciben en su interior la llamada de pertenencia a otro lugar, el reclamo de otras energías que les invitan a abandonar lo que hasta entonces conformaba su vida, su realidad, su mundo.
El regreso al verdadero HOGAR
Mi padre se fue así. En los últimos años de su vida había recuperado la inocencia de un niño, la espontaneidad de un joven atrevido, el sentido del humor de quien no está sujeto al yugo pesado de las responsabilidades que uno se crea con la ayuda de los que le rodean. Era divertido estar con él. Su cara cambió cuando dejó de interpretar el papel de desempeñaba en su trabajo y que le hacía ser una persona exigente y dura consigo mismo y con los demás; desapareció el ceño fruncido y apareció esa sonrisa pícara y esos ojos inquietos y curiosos buscando siempre alicientes, estímulos nuevos; sus ojos reían tanto como su boca y aunque a veces no era bien comprendido por los demás porque consideraban que aquel comportamiento no era propio de una persona de su edad, lo cierto es que los que le queríamos de verdad, sus hijos y sus nietos, gozamos aquellos años de la distensión y la frescura que emanaban de él. Su vida se había circunscrito a trabajar, trabajar y trabajar para superar las difíciles circunstancias en las que se desenvolvía la familia y era ahora cuando realmente empezaba a disfrutar de la vida de otra forma, cuando se atrevía a cantar, cuando tenía tiempo para hacer rimas, para recitar las poesías que había aprendido de niño en el colegio; era ahora cuando estaba más suelto, más relajado… cuando era realmente más él, libre de los condicionantes que le oprimieron durante toda su vida poniéndole estrechos corsés que le impidieron manifestarse en estas facetas que ahora, al final de sus días, se volvían incontenibles.
Y así marchó, como un barquito de papel que soltamos en la corriente del río y se aleja suavemente de nosotros. Nos dimos cuenta de que quería emprender el viaje, aunque no lo verbalizara. Su deseo era que toda la familia junta pasara aquellas Navidades. Por distintas circunstancias hacía algunos años que no estábamos todos, pero ese año conseguimos reunirnos todos, su mujer, sus hijos y sus nietos. Aquel brindis por la alegría del encuentro y por la salud tenía un sabor agridulce, se habían cumplido todas sus expectativas; mi madre estaba allí, sentada a su lado en su silla de ruedas, pero la tenía al lado y tocaba su mano con frecuencia mirándola con el mismo arrobamiento que cuando tenía 18 años en aquella foto en la pradera de la ermita cuando empezaban sus proyectos a despuntar. Llevaba meses diciendo “yo solo quiero volver a estar con vuestra madre” …
Los largos periodos de hospitalización de mi madre le hacían añorarla cada día. Decía muy orgulloso que no se habían separado nunca, salvo en una ocasión en que de su empresa le trasladaron a Egipto por unos meses. Fue una dura prueba para ambos, recuerdo que mi madre se hizo una foto con mi hermano y conmigo al lado, ella de riguroso negro y que todo el mundo decía que parecía una viuda con sus dos hijos… Mi padre, por su parte, cayó enfermo aquejado de un extraño virus y se pasó en el hospital de Alejandría una buena parte del tiempo a que le habían destinado. Así vivieron ese tiempo de separación. El único en toda su vida de pareja.
Estaban juntos y en los ojos de mi padre se empezaba a dibujar la despedida. Y partió un día, extendió sus alas y voló para surcar otros cielos, para recibir la energía de otros soles y el afecto de su familia espiritual.
Y aquí quedó mi madre. Aparentemente sus enfermedades eran más graves que las de mi padre, pero su ánimo era distinto, su programa también y, por supuesto, su manera de vivirlo. Una mujer con muchos miedos, grandes y pequeños, profundos y superficiales, lógicos y absurdos… Los tenía de todos los colores.
En los últimos años estuvimos haciendo con ella un detallado y minucioso repaso a su biografía. Recordaba detalles y vivencias de cuando era muy pequeña, los años de la guerra escondidos, viviendo en el pinar que estaba próximo al pueblo escapando de la muerte que soltaban los bombarderos en el asedio que sufrieron, la necesidad de sobrevivir a un entorno hostil, su trabajo como niña de los recados llevando los avisos de telégrafos por todo el pueblo, sus zapatillas desgastadas, la punzada del hambre en el estómago, los remiendos de su madre que hacía milagros confeccionando abrigos de las recias mantas que teñía de negro para ocultar los cuadros y que les permitían superar el rigor de los inviernos en los páramos de Castilla, la lucha, la inseguridad… ¿Nacieron allí sus miedos? Posiblemente muchos de ellos y estos arrastraron a otros y a otros y con el paso de los años esos miedos se convirtieron en los zapatos con los que caminaba por la vida y aparecieron dos bastones en los que se apoyaba: la desconfianza y la inseguridad.
Sacar los recuerdos, limpiarlos y volver a guardarlos fue una ardua tarea que nos llevó varios años Todos colaborábamos en el empeño porque nos habíamos propuesto que mi madre se fuese para el otro lado cuando llegara su momento, pero “ligera de equipaje”, soltando todas las cargas que pudiera, liberando energías retenidas, bloqueos e incomprensiones del pasado que se habían quedado enredadas entre los pliegues de su mente poco acostumbrada a abrirse a los demás para compartir sus pensamientos.
Y así marchó, como un barquito de papel que soltamos en la corriente del río y se aleja suavemente de nosotros. Nos dimos cuenta de que quería emprender el viaje, aunque no lo verbalizara. Su deseo era que toda la familia junta pasara aquellas Navidades. Por distintas circunstancias hacía algunos años que no estábamos todos, pero ese año conseguimos reunirnos todos, su mujer, sus hijos y sus nietos. Aquel brindis por la alegría del encuentro y por la salud tenía un sabor agridulce, se habían cumplido todas sus expectativas; mi madre estaba allí, sentada a su lado en su silla de ruedas, pero la tenía al lado y tocaba su mano con frecuencia mirándola con el mismo arrobamiento que cuando tenía 18 años en aquella foto en la pradera de la ermita cuando empezaban sus proyectos a despuntar. Llevaba meses diciendo “yo solo quiero volver a estar con vuestra madre” …
Los largos periodos de hospitalización de mi madre le hacían añorarla cada día. Decía muy orgulloso que no se habían separado nunca, salvo en una ocasión en que de su empresa le trasladaron a Egipto por unos meses. Fue una dura prueba para ambos, recuerdo que mi madre se hizo una foto con mi hermano y conmigo al lado, ella de riguroso negro y que todo el mundo decía que parecía una viuda con sus dos hijos… Mi padre, por su parte, cayó enfermo aquejado de un extraño virus y se pasó en el hospital de Alejandría una buena parte del tiempo a que le habían destinado. Así vivieron ese tiempo de separación. El único en toda su vida de pareja.
Estaban juntos y en los ojos de mi padre se empezaba a dibujar la despedida. Y partió un día, extendió sus alas y voló para surcar otros cielos, para recibir la energía de otros soles y el afecto de su familia espiritual.
Y aquí quedó mi madre. Aparentemente sus enfermedades eran más graves que las de mi padre, pero su ánimo era distinto, su programa también y, por supuesto, su manera de vivirlo. Una mujer con muchos miedos, grandes y pequeños, profundos y superficiales, lógicos y absurdos… Los tenía de todos los colores.
En los últimos años estuvimos haciendo con ella un detallado y minucioso repaso a su biografía. Recordaba detalles y vivencias de cuando era muy pequeña, los años de la guerra escondidos, viviendo en el pinar que estaba próximo al pueblo escapando de la muerte que soltaban los bombarderos en el asedio que sufrieron, la necesidad de sobrevivir a un entorno hostil, su trabajo como niña de los recados llevando los avisos de telégrafos por todo el pueblo, sus zapatillas desgastadas, la punzada del hambre en el estómago, los remiendos de su madre que hacía milagros confeccionando abrigos de las recias mantas que teñía de negro para ocultar los cuadros y que les permitían superar el rigor de los inviernos en los páramos de Castilla, la lucha, la inseguridad… ¿Nacieron allí sus miedos? Posiblemente muchos de ellos y estos arrastraron a otros y a otros y con el paso de los años esos miedos se convirtieron en los zapatos con los que caminaba por la vida y aparecieron dos bastones en los que se apoyaba: la desconfianza y la inseguridad.
Sacar los recuerdos, limpiarlos y volver a guardarlos fue una ardua tarea que nos llevó varios años Todos colaborábamos en el empeño porque nos habíamos propuesto que mi madre se fuese para el otro lado cuando llegara su momento, pero “ligera de equipaje”, soltando todas las cargas que pudiera, liberando energías retenidas, bloqueos e incomprensiones del pasado que se habían quedado enredadas entre los pliegues de su mente poco acostumbrada a abrirse a los demás para compartir sus pensamientos.
Un tema tabú o una luz de esperanza
Así como mi padre nos dejaba hablar del “otro plano” con total normalidad y sin ningún prejuicio, mi madre no quería ni que lo mencionáramos. A él le daba seguridad que le contáramos como si de un cuento se tratara lo que podría encontrase al otro lado, pero a ella le aterrorizaba pensarlo y se negaba a escucharnos. Nosotros respetábamos su deseo, era ella la que tenía que elegir, la única que debía hacerlo.
El miedo a la muerte es el gran miedo, el mayor de todos, el “miedo original” del que todos participamos, lo más ancestral de nuestra personalidad. El resto de los miedos que surgen provienen de ese primigenio, están alimentados por él.
Ella se marchó mientras dormía. El día anterior había dicho en una frase lacónica y sin más explicaciones: “Tengo miedo”. Yo le pregunté qué le daba miedo y cómo la podía ayudar, pero no me contestó, era el miedo grande, el mayor de todos y para ese no había respuesta. Prefirió marcharse sin darse cuenta, entregarse al sueño para despertar en el otro lado. Posiblemente, creería que estaba soñando, que todos nosotros éramos actores de su sueño y que algún día despertaría.
¿Cuánto tiempo durará ese sueño? ¿Qué será mejor darte cuenta de que estás dejando este plano o mantenerte en la inconsciencia? ¿Recibir dosis progresivas de las bombas de morfina que te van adormeciendo o sentir el apoyo de los seres queridos que marcharon antes que tú y que vienen a darte la bienvenida?
Nuestra máxima libertad reside en la utilización de nuestro libre albedrío para tomar decisiones y esa facultad permanece con nosotros hasta el momento de partir. Tal vez ahora, que vemos la muerte como algo lejano, sea un buen momento para elegir la forma en que deseamos marchar, sin dramatismos, simplemente podemos pensar que estamos diseñando el futuro y que nosotros podemos elegir cómo vivir y cómo morir.
El miedo a la muerte es el gran miedo, el mayor de todos, el “miedo original” del que todos participamos, lo más ancestral de nuestra personalidad. El resto de los miedos que surgen provienen de ese primigenio, están alimentados por él.
Ella se marchó mientras dormía. El día anterior había dicho en una frase lacónica y sin más explicaciones: “Tengo miedo”. Yo le pregunté qué le daba miedo y cómo la podía ayudar, pero no me contestó, era el miedo grande, el mayor de todos y para ese no había respuesta. Prefirió marcharse sin darse cuenta, entregarse al sueño para despertar en el otro lado. Posiblemente, creería que estaba soñando, que todos nosotros éramos actores de su sueño y que algún día despertaría.
¿Cuánto tiempo durará ese sueño? ¿Qué será mejor darte cuenta de que estás dejando este plano o mantenerte en la inconsciencia? ¿Recibir dosis progresivas de las bombas de morfina que te van adormeciendo o sentir el apoyo de los seres queridos que marcharon antes que tú y que vienen a darte la bienvenida?
Nuestra máxima libertad reside en la utilización de nuestro libre albedrío para tomar decisiones y esa facultad permanece con nosotros hasta el momento de partir. Tal vez ahora, que vemos la muerte como algo lejano, sea un buen momento para elegir la forma en que deseamos marchar, sin dramatismos, simplemente podemos pensar que estamos diseñando el futuro y que nosotros podemos elegir cómo vivir y cómo morir.