Lo que acompaña al amor es la inocencia. Habitualmente no la conocemos. Siempre se confunde con falta de madurez o de conocimientos. Cuando, al contrario, se requiere una gran madurez y una inmensa lucidez para ser inocente.
Lo más fácil es ser astuto. Cualquiera defiende sus seguridades mezquinas y ataca a quien las hace peligrar. Cualquiera monta en cólera por defender una emoción, una idea, una cosa, o una persona cosificada. Es un impulso casi inconsciente, compuesto por tendencias animales o inmaduras, sin integrar ni comprender. De esos impulsos no trascendidos, de esa mente enferma, surgen cantidad de relaciones humanas a las que, por la costumbre de encontrarnos con ellas, hemos considerado normales. No lo son. No es normal el amor posesivo, no lo es la envidia o el rencor. ¿Y el sentirse ofendido? No es normal tampoco. Lo natural es no poder envidiar, no poder ofenderse. Lo natural es no compararse con nadie. Y sin comparación no brotan ninguna de esas anomalías. Sería natural que nunca intentáramos poseer a nadie bajo la disculpa del amor, porque los seres humanos no son cosas, no se pueden retener.
Lo que llamamos amor, apoyado como está en estas ideas erróneas, cae por su propio peso, por el peso aburrido de lo falso, cuando llega la lucidez, cuando irrumpe lo propio de nuestra verdadera naturaleza, lo natural.
No vemos nuestro pensamiento, no vemos cómo funciona nuestra mente. Si lo viéramos no podríamos ya seguir viviendo a partir de sus consignas. ¿Sabemos qué es lo que se trae entre manos el pensamiento? ¿Hemos descubierto sus contradicciones inevitables, sus relaciones sin sentido? Y el amor tal como lo vivimos es en gran medida producto del pensamiento. Pienso qué persona me conviene, pienso lo que obtendré amándola. Y siempre hay un negocio pensado en el dar y en el recibir.
El pensar, algo que valoramos tanto que hemos dejado en sus manos la responsabilidad de nuestra vida, es algo diferente de lo que creemos. Si lo conociéramos, no le daríamos la importancia que le estamos dando como dirigente de nuestras relaciones afectivas. Es como si pusiéramos nuestra seguridad económica en manos de un loco manifiesto, ¿quién haría tal cosa? Sin embargo, dejamos la dirección de nuestra vida al pensamiento. No habremos caído en la cuenta de que no es lúcido, que es mera repetición de fórmulas acuñadas a la sombra de la luz. El pensar sólo sabe repetir el pasado. ¿Lo hemos descubierto ya?
Algunos se aferran con entusiasmo y hasta con fanatismo a las tradiciones, para paliar los efectos del llamado progreso. Pero las tradiciones han sufrido de la misma manera que él. Mantener una tradición es buscar apoyo en lo que está ya muerto. La verdad no se encuentra en ningún texto antiguo, no se puede archivar en manuscritos de pergamino ni en ordenadores. Ningún pensamiento la puede repetir. No se puede mantener en la memoria la verdad ni siquiera por unos segundos, cuánto menos por siglos. La verdad es hija de la lucidez y en el tiempo nace y muere instantánea. No pertenece al tiempo. Es algo vivo. La lucidez es así, un resplandor de luz que no conoce la temporalidad. Y en un estado lúcido hay amor.
Como todo esto parecerá algo intangible a los sentidos o al pensamiento sensorial y conceptual, no nos esforcemos en entenderlo de la manera habitual, comparándolo con lo conocido. La lucidez sólo se da cuando no hay compartimentos separados. Cuando alguna emoción, como el miedo o el conflicto del deseo, oscurece la lucidez, dividimos la realidad, nos separamos y en esa separación anidan toda clase de sufrimientos, de luchas, desarmonía, injusticia y competiciones. Eso es lo opuesto a la luz de la verdad que unifica. Y el mismo estado de unidad que la lucidez crea, es ya una vivencia de amor.
Nada habrá que añadir entonces, ninguna situación externa. Al amor no hay que buscarle algo más, no necesita compañía. Es completo en sí mismo. ¿Podremos comprenderlo? ¿Sabemos lo que es amor impersonal, sin separación de personas? El que luego se exprese de una manera u otra dependerá de la personalidad y las circunstancias de cada uno de nosotros. A partir de un estado verdadero, el amor se expresa desde la pureza mental, desde la lucidez, sin las secuelas de la dependencia, el miedo a perder el objeto o persona objetivada que amo, la desesperación del abandono, las inquietudes múltiples de los celos, el rencor y tantas cosas que, según nuestra experiencia, suelen acompañar al amor humano. Nada tiene eso que ver con un estado de amor lúcido, que se da en la unidad y no en la separación psicológica conocida.
Pilar Trancón
Basado en el libro “La libertad y el Amor” de Consuelo Martín.
Ediciones Obelisco
Lo más fácil es ser astuto. Cualquiera defiende sus seguridades mezquinas y ataca a quien las hace peligrar. Cualquiera monta en cólera por defender una emoción, una idea, una cosa, o una persona cosificada. Es un impulso casi inconsciente, compuesto por tendencias animales o inmaduras, sin integrar ni comprender. De esos impulsos no trascendidos, de esa mente enferma, surgen cantidad de relaciones humanas a las que, por la costumbre de encontrarnos con ellas, hemos considerado normales. No lo son. No es normal el amor posesivo, no lo es la envidia o el rencor. ¿Y el sentirse ofendido? No es normal tampoco. Lo natural es no poder envidiar, no poder ofenderse. Lo natural es no compararse con nadie. Y sin comparación no brotan ninguna de esas anomalías. Sería natural que nunca intentáramos poseer a nadie bajo la disculpa del amor, porque los seres humanos no son cosas, no se pueden retener.
Lo que llamamos amor, apoyado como está en estas ideas erróneas, cae por su propio peso, por el peso aburrido de lo falso, cuando llega la lucidez, cuando irrumpe lo propio de nuestra verdadera naturaleza, lo natural.
No vemos nuestro pensamiento, no vemos cómo funciona nuestra mente. Si lo viéramos no podríamos ya seguir viviendo a partir de sus consignas. ¿Sabemos qué es lo que se trae entre manos el pensamiento? ¿Hemos descubierto sus contradicciones inevitables, sus relaciones sin sentido? Y el amor tal como lo vivimos es en gran medida producto del pensamiento. Pienso qué persona me conviene, pienso lo que obtendré amándola. Y siempre hay un negocio pensado en el dar y en el recibir.
El pensar, algo que valoramos tanto que hemos dejado en sus manos la responsabilidad de nuestra vida, es algo diferente de lo que creemos. Si lo conociéramos, no le daríamos la importancia que le estamos dando como dirigente de nuestras relaciones afectivas. Es como si pusiéramos nuestra seguridad económica en manos de un loco manifiesto, ¿quién haría tal cosa? Sin embargo, dejamos la dirección de nuestra vida al pensamiento. No habremos caído en la cuenta de que no es lúcido, que es mera repetición de fórmulas acuñadas a la sombra de la luz. El pensar sólo sabe repetir el pasado. ¿Lo hemos descubierto ya?
Algunos se aferran con entusiasmo y hasta con fanatismo a las tradiciones, para paliar los efectos del llamado progreso. Pero las tradiciones han sufrido de la misma manera que él. Mantener una tradición es buscar apoyo en lo que está ya muerto. La verdad no se encuentra en ningún texto antiguo, no se puede archivar en manuscritos de pergamino ni en ordenadores. Ningún pensamiento la puede repetir. No se puede mantener en la memoria la verdad ni siquiera por unos segundos, cuánto menos por siglos. La verdad es hija de la lucidez y en el tiempo nace y muere instantánea. No pertenece al tiempo. Es algo vivo. La lucidez es así, un resplandor de luz que no conoce la temporalidad. Y en un estado lúcido hay amor.
Como todo esto parecerá algo intangible a los sentidos o al pensamiento sensorial y conceptual, no nos esforcemos en entenderlo de la manera habitual, comparándolo con lo conocido. La lucidez sólo se da cuando no hay compartimentos separados. Cuando alguna emoción, como el miedo o el conflicto del deseo, oscurece la lucidez, dividimos la realidad, nos separamos y en esa separación anidan toda clase de sufrimientos, de luchas, desarmonía, injusticia y competiciones. Eso es lo opuesto a la luz de la verdad que unifica. Y el mismo estado de unidad que la lucidez crea, es ya una vivencia de amor.
Nada habrá que añadir entonces, ninguna situación externa. Al amor no hay que buscarle algo más, no necesita compañía. Es completo en sí mismo. ¿Podremos comprenderlo? ¿Sabemos lo que es amor impersonal, sin separación de personas? El que luego se exprese de una manera u otra dependerá de la personalidad y las circunstancias de cada uno de nosotros. A partir de un estado verdadero, el amor se expresa desde la pureza mental, desde la lucidez, sin las secuelas de la dependencia, el miedo a perder el objeto o persona objetivada que amo, la desesperación del abandono, las inquietudes múltiples de los celos, el rencor y tantas cosas que, según nuestra experiencia, suelen acompañar al amor humano. Nada tiene eso que ver con un estado de amor lúcido, que se da en la unidad y no en la separación psicológica conocida.
Pilar Trancón
Basado en el libro “La libertad y el Amor” de Consuelo Martín.
Ediciones Obelisco