En aquella época los vecinos se conocían y se relacionaban, eran amigos que estaban dispuestos a echarte una mano cuando lo necesitabas, algo que en aquellos años era bastante frecuente, sobre todo en algunas zonas de España después de la Guerra Civil.
Los vecinos de entonces se juntaban en la puerta de la casa en las cálidas noches del verano y allí, «al fresco», se contaban sus inquietudes, sus problemas, sus alegrías y todo lo que pudiera ser interesante, menos hablar de política o religión, que eran temas tabúes en la época franquista. Los niños nos acostábamos tarde porque estábamos de vacaciones y teníamos permiso de nuestros padres para corretear por unas calles casi sin tráfico rodado. Y cuando llegaban las Navidades, los vecinos se reunían en la casa de alguno de ellos para tomarse una copita de anís o de coñac acompañada de un turrón, un mazapán o un polvorón.
Actualmente, es bastante difícil encontrar ese tipo de vecindario, sobre todo en las zonas y asentamientos urbanos de reciente construcción. La gente que vive en esas urbanizaciones suelen marcharse temprano a trabajar y vuelven por la noche, con tiempo solo para estar un rato con los hijos y luego irse a la cama porque al día siguiente tienen que madrugar.
Solo en el medio rural o en los barrios antiguos de las ciudades como Madrid, donde viven todavía personas mayores, es posible encontrar a ese tipo de vecinos pero, lógicamente, es algo que tiende a desaparecer, sobre todo en estos momentos, donde está muy mal visto que nos acerquemos los unos a los otros.
Yo, actualmente y desde hace ya muchos años, vivo en un pueblo de la sierra madrileña, donde es posible encontrarse frecuentemente con alguien conocido, con el cartero, con la farmacéutica, con el del taller de coches… y nos saludamos y nos preocupamos por su salud y por la familia, algo que no suele suceder en la gran ciudad o en los barrios nuevos llenos de gente que solo va a su casa a dormir, los llamados “ciudades dormitorio”. En la casa de al lado vive una familia con varios hijos que, con motivo de la gran nevada con la que nos obsequió la borrasca Filomena, se ofrecieron a ayudarnos a retirar la nieve de la puerta de casa o a traernos del supermercado del pueblo lo que necesitáramos, ya que las carreteras estaban cortadas por la nieve. Un gesto de los de antes, de agradecer y provocar una cadena de favores. La gente que iba paseando se ofrecía a ayudarte si lo necesitabas y eso me llevaba a recordar mis años de infancia y juventud.
En Madrid capital, las muestras de solidaridad de paisanos que disponían de vehículos “todo terreno” y que estaban dispuestos a llevar al hospital a quienes lo necesitaran, es otro ejemplo de buena vecindad o simplemente de buen corazón.
Los niños actualmente no juegan en la calle ya que, al decir de sus padres, es peligroso y no digo yo que no lo sea, sobre todo por la cantidad de coches que circulan, así que se limitan generalmente a jugar solos con la videoconsola o a ver la televisión, nada de jugar con los amiguetes al escondite, a pídola, a policías y ladrones, a las carreras ciclistas con chapas, al peón, a las tabas o a las canicas... Esos eran juegos baratos y ya no interesan, aunque te proporcionaban muchos estímulos sanos y fortalecían la amistad entre los chicos del barrio, amistad que en muchos casos perdura a través de los años.
Esto no es un alegato nostálgico, es traer a colación la pérdida de las relaciones entre personas que tienen un ámbito común y, posiblemente también, problemas comunes que quizás una buena relación podría ayudar a solucionar.
Así que yo propongo abrir las puertas de casa e invitar a los vecinos a tomar una cerveza en nuestra compañía “tomando el fresco” en las calurosas noches de verano o en festividades como las Navidades, que son una oportunidad fantástica para ello.
Los vecinos de entonces se juntaban en la puerta de la casa en las cálidas noches del verano y allí, «al fresco», se contaban sus inquietudes, sus problemas, sus alegrías y todo lo que pudiera ser interesante, menos hablar de política o religión, que eran temas tabúes en la época franquista. Los niños nos acostábamos tarde porque estábamos de vacaciones y teníamos permiso de nuestros padres para corretear por unas calles casi sin tráfico rodado. Y cuando llegaban las Navidades, los vecinos se reunían en la casa de alguno de ellos para tomarse una copita de anís o de coñac acompañada de un turrón, un mazapán o un polvorón.
Actualmente, es bastante difícil encontrar ese tipo de vecindario, sobre todo en las zonas y asentamientos urbanos de reciente construcción. La gente que vive en esas urbanizaciones suelen marcharse temprano a trabajar y vuelven por la noche, con tiempo solo para estar un rato con los hijos y luego irse a la cama porque al día siguiente tienen que madrugar.
Solo en el medio rural o en los barrios antiguos de las ciudades como Madrid, donde viven todavía personas mayores, es posible encontrar a ese tipo de vecinos pero, lógicamente, es algo que tiende a desaparecer, sobre todo en estos momentos, donde está muy mal visto que nos acerquemos los unos a los otros.
Yo, actualmente y desde hace ya muchos años, vivo en un pueblo de la sierra madrileña, donde es posible encontrarse frecuentemente con alguien conocido, con el cartero, con la farmacéutica, con el del taller de coches… y nos saludamos y nos preocupamos por su salud y por la familia, algo que no suele suceder en la gran ciudad o en los barrios nuevos llenos de gente que solo va a su casa a dormir, los llamados “ciudades dormitorio”. En la casa de al lado vive una familia con varios hijos que, con motivo de la gran nevada con la que nos obsequió la borrasca Filomena, se ofrecieron a ayudarnos a retirar la nieve de la puerta de casa o a traernos del supermercado del pueblo lo que necesitáramos, ya que las carreteras estaban cortadas por la nieve. Un gesto de los de antes, de agradecer y provocar una cadena de favores. La gente que iba paseando se ofrecía a ayudarte si lo necesitabas y eso me llevaba a recordar mis años de infancia y juventud.
En Madrid capital, las muestras de solidaridad de paisanos que disponían de vehículos “todo terreno” y que estaban dispuestos a llevar al hospital a quienes lo necesitaran, es otro ejemplo de buena vecindad o simplemente de buen corazón.
Los niños actualmente no juegan en la calle ya que, al decir de sus padres, es peligroso y no digo yo que no lo sea, sobre todo por la cantidad de coches que circulan, así que se limitan generalmente a jugar solos con la videoconsola o a ver la televisión, nada de jugar con los amiguetes al escondite, a pídola, a policías y ladrones, a las carreras ciclistas con chapas, al peón, a las tabas o a las canicas... Esos eran juegos baratos y ya no interesan, aunque te proporcionaban muchos estímulos sanos y fortalecían la amistad entre los chicos del barrio, amistad que en muchos casos perdura a través de los años.
Esto no es un alegato nostálgico, es traer a colación la pérdida de las relaciones entre personas que tienen un ámbito común y, posiblemente también, problemas comunes que quizás una buena relación podría ayudar a solucionar.
Así que yo propongo abrir las puertas de casa e invitar a los vecinos a tomar una cerveza en nuestra compañía “tomando el fresco” en las calurosas noches de verano o en festividades como las Navidades, que son una oportunidad fantástica para ello.