Hay que tener en cuenta que, cuando yo era pequeño, nos pasábamos todo el día en la calle, nadie nos controlaba, sólo nosotros mismos... y la zapatilla de la madre si llegábamos con los pantalones rotos. No teníamos nada, ni siquiera juguetes, los que teníamos venían del año anterior o nos los fabricábamos nosotros con materiales de desecho... pero éramos felices. Además, los de mi generación, gracias a no haber “disfrutado” de la tecnología actual, siempre hemos sido fantásticos campeones de futbolín…
Es cierto que, estando tanto tiempo en la calle, uno termina por formar parte de una pandilla, lo que tiene sus pros y sus contras pero más de lo primero que de lo segundo. Una pandilla impone respeto, aunque estuviera constituida por chavales de pocos años, con lo cual nadie se metía con sus integrantes y eso que no eran en absoluto pandillas agresivas. En aquella época la libertad en España estaba muy restringida, por lo que las pandillas solo tenían por objeto crear equipos de fútbol, jugar a las canicas o a las carreras de chapas… todo muy electrónico, como se puede apreciar.
Ahora los chicos y chicas se relacionan más en los colegios pero, una vez salen de él, no suelen pisar la calle como no sea de la mano de sus padres o al bajarse del autobús que les lleva desde el colegio hasta la puerta de su casa. El refugio, el fortín es la casa, su habitación, y la forma de comunicarse con los amiguetes es a través del móvil o de la tablet, con lo que se pierden el 90 por ciento de las relaciones personales y de las experiencias que se obtienen jugando en la calle, ésas que sólo se viven compartiendo inocentes trastadas y pasando el brazo por encima del hombro del amigo, mientras él hace lo propio contigo. Eso ya se acabó. Ahora, como mucho, se encuentran en los cumpleaños.
Dicen los padres que la calle actualmente es peligrosa, que si hay demasiados coches, que si la droga, que si el alcohol... y, aunque todo eso es cierto, hemos eliminado de un plumazo la capacidad de nuestros hijos para auto controlarse. El miedo a que les pase algo nos ha hecho súper protectores y así ocurre que generamos hijos con buenas capacidades intelectuales y deficiente inteligencia emocional, algo absolutamente imprescindible en el mundo presente y sobre todo futuro. No es de extrañar, por tanto, que llegados a la adolescencia, reaccionen negativa o agresivamente ante lo que sus mayores quieren imponerles, algo que generalmente no ocurría en mis tiempos, donde la autoridad paterna o materna se respetaba aunque no estuviéramos muy de acuerdo con sus decisiones.
Es una pena que se hayan perdido tantas cosas buenas por el solo hecho de que nos hayamos creído que «la calle es peligrosa», cuando lo peligroso de verdad es el miedo a la soledad, a no poder compartir sueños y proyectos con los amigos, a no crear amistades profundas que perduren en el tiempo.
En mi opinión, si eliminamos todos los posibles peligros cuando son pequeños, de mayores no sabrán cómo afrontarlos. No digo yo que no haya que regalarles tantos artilugios electrónicos como tienen, al fin y al cabo han nacido en esta época y no en la mía, pero sí digo que hay que activarles más la creatividad en base a la carencia, a no ponérselo tan fácil, a que sean ellos los que encuentren las respuestas usando la lógica y la intuición y no tanto la Wikipedia, a que ejerciten su cerebro haciendo cálculos mentales y no usando la calculadora, por ejemplo¸ a expresarse a través de alguna manifestación artística que active su hemisferio derecho, algo tan necesario para sacarle provecho a su talento innato, a su inteligencia emocional, no solo a su inteligencia de contenidos regida por el hemisferio izquierdo del cerebro..
Una vez alguien me dijo que, en la actualidad, las empresas contratan a las personas por su talento y las despiden poco después por su talante. Ahí los padres tienen una importante labor que hacer. En lugar de meter miedo a sus hijos, lo que tendrían que enseñarles es a compartir, a ser mejores ciudadanos, a tener amigos de los buenos, que no siempre son los más inteligentes, ni los que tienen los padres más ricos o mejor situados socialmente. Los buenos amigos son los que perduran en el tiempo y están dispuestos a echarte una mano si lo necesitas, que no te juzgan por tus ideas, que no te rechazan si no tienes una carrera universitaria o por tus tendencias religiosas o sexuales. El equilibrio entre talento y talante hará seres humanos felices y comprometidos con el mundo que les ha tocado vivir.
Es cierto que, estando tanto tiempo en la calle, uno termina por formar parte de una pandilla, lo que tiene sus pros y sus contras pero más de lo primero que de lo segundo. Una pandilla impone respeto, aunque estuviera constituida por chavales de pocos años, con lo cual nadie se metía con sus integrantes y eso que no eran en absoluto pandillas agresivas. En aquella época la libertad en España estaba muy restringida, por lo que las pandillas solo tenían por objeto crear equipos de fútbol, jugar a las canicas o a las carreras de chapas… todo muy electrónico, como se puede apreciar.
Ahora los chicos y chicas se relacionan más en los colegios pero, una vez salen de él, no suelen pisar la calle como no sea de la mano de sus padres o al bajarse del autobús que les lleva desde el colegio hasta la puerta de su casa. El refugio, el fortín es la casa, su habitación, y la forma de comunicarse con los amiguetes es a través del móvil o de la tablet, con lo que se pierden el 90 por ciento de las relaciones personales y de las experiencias que se obtienen jugando en la calle, ésas que sólo se viven compartiendo inocentes trastadas y pasando el brazo por encima del hombro del amigo, mientras él hace lo propio contigo. Eso ya se acabó. Ahora, como mucho, se encuentran en los cumpleaños.
Dicen los padres que la calle actualmente es peligrosa, que si hay demasiados coches, que si la droga, que si el alcohol... y, aunque todo eso es cierto, hemos eliminado de un plumazo la capacidad de nuestros hijos para auto controlarse. El miedo a que les pase algo nos ha hecho súper protectores y así ocurre que generamos hijos con buenas capacidades intelectuales y deficiente inteligencia emocional, algo absolutamente imprescindible en el mundo presente y sobre todo futuro. No es de extrañar, por tanto, que llegados a la adolescencia, reaccionen negativa o agresivamente ante lo que sus mayores quieren imponerles, algo que generalmente no ocurría en mis tiempos, donde la autoridad paterna o materna se respetaba aunque no estuviéramos muy de acuerdo con sus decisiones.
Es una pena que se hayan perdido tantas cosas buenas por el solo hecho de que nos hayamos creído que «la calle es peligrosa», cuando lo peligroso de verdad es el miedo a la soledad, a no poder compartir sueños y proyectos con los amigos, a no crear amistades profundas que perduren en el tiempo.
En mi opinión, si eliminamos todos los posibles peligros cuando son pequeños, de mayores no sabrán cómo afrontarlos. No digo yo que no haya que regalarles tantos artilugios electrónicos como tienen, al fin y al cabo han nacido en esta época y no en la mía, pero sí digo que hay que activarles más la creatividad en base a la carencia, a no ponérselo tan fácil, a que sean ellos los que encuentren las respuestas usando la lógica y la intuición y no tanto la Wikipedia, a que ejerciten su cerebro haciendo cálculos mentales y no usando la calculadora, por ejemplo¸ a expresarse a través de alguna manifestación artística que active su hemisferio derecho, algo tan necesario para sacarle provecho a su talento innato, a su inteligencia emocional, no solo a su inteligencia de contenidos regida por el hemisferio izquierdo del cerebro..
Una vez alguien me dijo que, en la actualidad, las empresas contratan a las personas por su talento y las despiden poco después por su talante. Ahí los padres tienen una importante labor que hacer. En lugar de meter miedo a sus hijos, lo que tendrían que enseñarles es a compartir, a ser mejores ciudadanos, a tener amigos de los buenos, que no siempre son los más inteligentes, ni los que tienen los padres más ricos o mejor situados socialmente. Los buenos amigos son los que perduran en el tiempo y están dispuestos a echarte una mano si lo necesitas, que no te juzgan por tus ideas, que no te rechazan si no tienes una carrera universitaria o por tus tendencias religiosas o sexuales. El equilibrio entre talento y talante hará seres humanos felices y comprometidos con el mundo que les ha tocado vivir.