En una ocasión -corría el año 1995-, con motivo de una de mis estancias obligadas en el hospital, escribí un comentario acerca de los prejuicios con los que la mayoría de la clase médica afronta cualquier alternativa terapéutica que no haya sido avalada convenientemente por su colectivo, aunque esa alternativa provenga generalmente de sus propios compañeros. El artículo en cuestión se llamaba «La pluma de la gallina» y en él explicaba la comparación que el jefe de Medicina Interna del hospital hacía sobre la cámara Kirlian y los diagnósticos e investigaciones que se estaban llevando a cabo en medio mundo, todo ello a raíz de haber visto en mi mesilla el libro “La Curación energética” de Richard Gerber. Para este doctor, la cámara Kirlian era «la pluma de la gallina», es decir, el jueguecito que consiste en mirar a través de una pluma de ave y observar una mano, la cual da la impresión de ser transparente y verse los huesos. Obviamente, contradije su argumento dándole todo tipo de explicaciones, lo que le llevó a comentar a los residentes que le acompañaban en la visita que nada de lo que ponía el libro debería ser tenido en cuenta porque solo eran especulaciones sin base científica alguna.
La anécdota viene al caso porque las plumas también traen a veces otras consecuencias más sorprendentes.
Ocurrió durante la celebración de las «Jornadas Extraordinarias sobre el Amor» celebradas en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. En determinados momentos se fueron produciendo diversas intervenciones musicales, entre otras la del concertista de viola Luis Llácer. En una de ellas Luis estaba transportado por su música y contagiaba esa emoción al público, entonces sucedió algo realmente sorprendente, de lo alto del recinto fue cayendo una pequeña pluma blanca, tan pequeña que sólo dos o tres personas nos percatamos de ello. Nos miramos, nos sonreímos y supimos que estas jornadas iban a ser un éxito, porque cuando se pone amor en lo que haces está garantizado.
Durante las diferentes exposiciones, se habló de que estamos en el tiempo de los milagros y que había que estar muy atento para que, cuando ocurrieran, no lo achacásemos a la casualidad sino a las peticiones expresas de quienes los necesitan. Los milagros existen, pero les ponemos otros nombres porque nuestra mente racional se vería en una posición muy incómoda si los aceptase así, de pronto. Lo mismo que mi amigo el buen doctor, el que niega una evidencia simplemente porque tendría que cambiar radicalmente sus postulados y volver a la universidad a aprender lo mismo pero teniendo en cuenta otros parámetros.
Y es que todos debemos volver a la universidad de vez en cuando, a la de la Vida que está en constante cambio, a reaprender aquello que creíamos sabido, a vibrar con los nuevos descubrimientos siendo capaces de sustituir viejos conceptos por nuevos paradigmas, con flexibilidad y sin dolor, sabiendo que cada vez que incorporamos algo nuevo estamos abriendo caminos insospechados en nuestra evolución.
La pluma del ángel -porque era de un ángel, estoy seguro- fue como un mensaje, un recado al oído, para hacernos saber que estaban con nosotros esas «Fuerzas del Bien» que tan a menudo invocamos para que nos echen una mano en los momentos difíciles. Y se le desprendió al ángel como si fuera una lágrima de emoción al escuchar las notas que estaba tocando Luis Llácer con todo su amor.
Cada día van cayendo a nuestro alrededor pequeñas plumas en forma de cosas buenas que casi nunca nos paramos a contemplar, como si fuesen algo normal. La ceguera, el miedo, el mirar sólo a nuestro ombligo, impide que veamos la ingente cantidad de pequeñas plumas que permanentemente caen a nuestro alrededor.
Es cierto que los seres humanos de este planeta no somos muy proclives a aceptar los milagros y que mientras una parte de la humanidad reza y se cree todo lo que le cuentan, otra se pasa el día maldiciendo y pensando que nada puede cambiar, que estamos solos y que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer».
Hay que buscar el término medio, la perfecta relación entre mente y corazón, la ruta que une a ambos es suficientemente amplia y llena de luces como para no perderse y llegar a buen puerto. Además, si estamos atentos podemos seguir, como si fuéramos Pulgarcito, las migas con forma de plumas que nos van dejando esos seres que nos miran con amor, dispuestos a echarnos un cable en cuanto se lo pidamos, esos a los que llamamos ángeles.
La anécdota viene al caso porque las plumas también traen a veces otras consecuencias más sorprendentes.
Ocurrió durante la celebración de las «Jornadas Extraordinarias sobre el Amor» celebradas en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. En determinados momentos se fueron produciendo diversas intervenciones musicales, entre otras la del concertista de viola Luis Llácer. En una de ellas Luis estaba transportado por su música y contagiaba esa emoción al público, entonces sucedió algo realmente sorprendente, de lo alto del recinto fue cayendo una pequeña pluma blanca, tan pequeña que sólo dos o tres personas nos percatamos de ello. Nos miramos, nos sonreímos y supimos que estas jornadas iban a ser un éxito, porque cuando se pone amor en lo que haces está garantizado.
Durante las diferentes exposiciones, se habló de que estamos en el tiempo de los milagros y que había que estar muy atento para que, cuando ocurrieran, no lo achacásemos a la casualidad sino a las peticiones expresas de quienes los necesitan. Los milagros existen, pero les ponemos otros nombres porque nuestra mente racional se vería en una posición muy incómoda si los aceptase así, de pronto. Lo mismo que mi amigo el buen doctor, el que niega una evidencia simplemente porque tendría que cambiar radicalmente sus postulados y volver a la universidad a aprender lo mismo pero teniendo en cuenta otros parámetros.
Y es que todos debemos volver a la universidad de vez en cuando, a la de la Vida que está en constante cambio, a reaprender aquello que creíamos sabido, a vibrar con los nuevos descubrimientos siendo capaces de sustituir viejos conceptos por nuevos paradigmas, con flexibilidad y sin dolor, sabiendo que cada vez que incorporamos algo nuevo estamos abriendo caminos insospechados en nuestra evolución.
La pluma del ángel -porque era de un ángel, estoy seguro- fue como un mensaje, un recado al oído, para hacernos saber que estaban con nosotros esas «Fuerzas del Bien» que tan a menudo invocamos para que nos echen una mano en los momentos difíciles. Y se le desprendió al ángel como si fuera una lágrima de emoción al escuchar las notas que estaba tocando Luis Llácer con todo su amor.
Cada día van cayendo a nuestro alrededor pequeñas plumas en forma de cosas buenas que casi nunca nos paramos a contemplar, como si fuesen algo normal. La ceguera, el miedo, el mirar sólo a nuestro ombligo, impide que veamos la ingente cantidad de pequeñas plumas que permanentemente caen a nuestro alrededor.
Es cierto que los seres humanos de este planeta no somos muy proclives a aceptar los milagros y que mientras una parte de la humanidad reza y se cree todo lo que le cuentan, otra se pasa el día maldiciendo y pensando que nada puede cambiar, que estamos solos y que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer».
Hay que buscar el término medio, la perfecta relación entre mente y corazón, la ruta que une a ambos es suficientemente amplia y llena de luces como para no perderse y llegar a buen puerto. Además, si estamos atentos podemos seguir, como si fuéramos Pulgarcito, las migas con forma de plumas que nos van dejando esos seres que nos miran con amor, dispuestos a echarnos un cable en cuanto se lo pidamos, esos a los que llamamos ángeles.