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¿Queda limpio lo que se limpia?



Antonio Cortés

17/07/2015



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Había yo persuadido a mi hija mayor de que se hiciera un zumo de naranja, después de oír su tos insistente, que no mejoraba demasiado a tan solo dos días de emprender un viaje al extranjero. En el deseo de los padres está que sus hijos gocen de buena salud, y por tanto era normal que yo insistiera en que se cuidara de un modo más resuelto. Ella, finalmente, había accedido. Cuando, minutos después, entré en la cocina, vi que en un seno del fregadero estaban las partes lavables del exprimidor, el vaso que había utilizado y un par de cuchillos. Inmediatamente la llamé en voz alta y recriminatoria, pero me contestó que ya había lavado el exprimidor.

Me acerqué a comprobarlo. Sobre el fregadero, que mostraba aún restos de zumo, dos cuchillos y un vaso sucios escoltaban el exprimidor, aparentemente limpio. Lo alcé para verlo por debajo y en la conexión de las partes móviles. En lo que respecta al aparato, había sido un lavado mejorable, pero, a la edad de mi hija, quizá suficiente para darme por satisfecho.

Ahora bien, la desidia que exhibían los otros útiles aún sucios saltaba a la vista, y pronto noté en mi esófago un conato de irritación que se preparaba para levantar mi voz y exigir una conducta higiénica plenamente satisfactoria.

Sin embargo, me di cuenta a tiempo y decidí detener aquella escalada indeseable. Supongo que respiraría hondo antes de dirigirme a la estantería y escoger un disco compacto titulado «Angel Love for Children» –Ángel Amor para Niños–, compuesto por Aeoliah. Recuerdo que me lo regaló mi amigo Valentín. Fue una de esas sorpresas inesperadas que te da la vida, ofreciéndote de repente algo excepcionalmente bueno sin saber muy bien si tú has hecho algo para merecerlo. En este caso me refiero tanto al disco como al amigo que me lo hizo llegar…

Lo coloqué en el reproductor y aguardé a que empezara a sonar. Sus notas empezaron a invadir con suavidad la estancia, como olas serenas que alcanzaban mi pecho, y lo iban despojando de emociones nocivas, como un río que estuviera derrubiando un vertedero instalado en su orilla.

Pensé entonces que mi vida se parecía a aquel seno. ¿Acaso no había hecho yo eso mismo antes? Vi la correspondencia de aquel defectuoso fregado con anteriores acciones mías.

Yo he hecho eso cuando he cuidado alguno de los aspectos de mi persona y, pensando que ya había realizado la obra completa, quizá ufano por la gesta, inmediatamente he tendido aquel logro junto a la parte aún escabrosa de mi persona: lo aseado junto a lo inmundo.

Porque, como otras personas, cursos he realizado para mejorar tal o cual cuestión, e incluso en algunos de ellos he adquirido ciertas habilidades, destrezas o, cuando menos, tendencias. Y me he permitido, ¡ufano de mí!, exhibirlas en el escaparate de las vanidades, sin querer advertir que era una simple cortina la que separaba aquellos oropeles en mi apariencia de los harapos que estaban arrumbados en la trastienda.

Y, claro, luego llegaba el ocaso, y con él el momento de volver al sueño, y entonces me despojaba de la brillante vestimenta y la colocaba en el baúl junto al resto de sucios andrajos, de modo que a la mañana siguiente, cuando pretendía volver a deslumbrar como la víspera, observaba con lástima cómo la inmundicia se había contagiado al relumbrón. Por desgracia, el asunto no parece funcionar a la inversa: no suele ser lo positivo lo que se transfiera a lo negativo, al menos en cuestión de limpieza. Nadie ha visto que por frotar un trapo recién manchado de betún contra un lienzo blanco el paño quede impoluto; antes bien, obrando así conseguiremos a buen seguro duplicar el número de paños sucios con los que contábamos.

Igual sucede en la vida. Nos esforzamos en pulir algunos aspectos personales, en cultivar determinada virtud, en afrontar retos específicos, y una vez que nos satisface el resultado nos alegramos y bajamos las defensas frente a las otras zonas aún sucias que albergamos.

Empleamos mucha energía en limpiarnos, aunque sea por partes, pero muy poca en mantener limpias esas partes aseadas. Quizá ello se deba a esa misma segmentación con la que nos abordamos. Es ingenuo pretender que nos podemos ir adecentando a trocitos. La vida es terca a la hora de mostrarnos nuestro error, a pesar de lo cual a veces nosotros somos incluso más obstinados.

Perdemos de vista la intención holística que nos debería guiar. Por eso lo que limpiamos se nos va ensuciando cuando vivimos, porque quien vive es la persona completa, el ser íntegro, la totalidad de la experiencia. No vive la pierna izquierda separada del resto del cuerpo, de modo que si esa pierna se zambulle a plomo en un pozo de cieno también lo hará el resto del cuerpo.

Quizá solo cuando seamos capaces de reconocer con humildad la totalidad de nuestro ser detrás de cada gesto parcial y de cada acto cotidiano, alumbrados por el asombro, podremos empezar a transitar el territorio de la compasión.

Quien recorre el camino de la compasión no se escandaliza ante las escenas inmundas, y menos aún si son propias. Simplemente se detiene, se agacha y adecenta lo impuro, aun a riesgo de que dos pasos más adelante se vuelva a topar de nuevo con la suciedad. Porque la mirada compasiva siempre destila paciencia: es maestra en la ciencia de la paz.

Y solo quien se dedica compasivamente a transmutar sus zonas sucias, en vez de a limpiarse por partes, puede sentir algún día la limpieza de todo su ser.
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