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Cuando ya no necesitemos defensores



Maria Pinar Merino Martin

02/05/2022

Todos hemos leído en alguna ocasión que los expertos en psicología humana sólo reconocen dos emociones primarias: el amor y el miedo. La primera nos lleva a la unión, a la integración y surge como expresión de la vida, y la segunda nos conduce a la separación, la dispersión y la muerte. Esas dos emociones son el eros y el tanatos, dos fuerzas contrapuestas –como el orden y el caos–, siempre presentes en nuestra vida y que se manifiestan por una fuerte tensión. De ese tronco central surgen, como ramas, todas las demás emociones.



Photo by Timothy Eberly on Unsplash
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Reconocer ambas, su función, sus beneficios y sus inconvenientes –todo lo que existe tiene dos polaridades– nos servirá para conducirnos mejor en el devenir cotidiano. Ser conscientes de cómo las expresamos o cómo las disfrazamos, de cómo nos dominan o cómo las rechazamos, nos hará recuperar la fuerza interior, esa capacidad que todos los seres humanos tenemos para enfrentarnos a la adversidad, teniendo la seguridad de que dentro de nosotros está el motor y la energía suficiente para resolver esas situaciones.
    
El miedo, especialmente, va en dirección opuesta al reconocimiento de nuestro poder interior. Es el miedo el que nos hace entregar esa fuerza a aquellos que consideramos más preparados o más hábiles, más inteligentes, más fuertes, más espirituales, más evolucionados, más ricos o incluso –y vanalizando un poco– a los que están más de moda o a los que tienen un mayor carisma.

Photo by Alessio Lin on Unsplash
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El miedo a la muerte

La raíz de esta emoción, el miedo, no es sino una huella ancestral que surge ante una ley que está impresa en nuestras células: la supervivencia. Es, pues, el miedo a la muerte, a la desaparición, lo que subyace bajo cualquiera de sus manifestaciones. En tiempos remotos, cuando las condiciones de vida eran tremendamente difíciles y el entorno era hostil, surgía el miedo como una herramienta que nos haría saltar los resortes para la defensa o para la huida. A medida que la presión ambiental fue cediendo y la supervivencia se hizo más fácil, aprendimos a canalizar esa emoción hacia aspectos más sutiles y así hoy tenemos miedo a la opinión de los demás, a que no nos quieran, a que nos malinterpreten o nos ignoren, a que nos olviden, a no ser aceptados, al ridículo, a perder nuestra imagen o nuestro status... Aunque también nos invaden otro tipo de miedos a los que podríamos llamar fobias como, por ejemplo, miedo a las alturas, a los lugares cerrados, a los grandes espacios abiertos, a la gente, a la soledad, a los bichos...
 
En el fondo sigue subyaciendo el miedo a la desaparición, a la muerte. Es algo que se puede observar claramente en los bebés. Su interpretación es: si me cuidan, me limpian, me tocan, me hablan, me dan de comer... es que me aceptan, me quieren y eso significa que SOBREVIVO, pero si me dejan solo, MUERO.
 
Esa necesidad nos llevó a los seres humanos a unirnos a los demás para protegernos y defendernos de los peligros del exterior. Más tarde creamos estructuras que se ocuparan de cuidar nuestros distintos territorios: así, para atender nuestra parcela espiritual buscamos intermediarios entre Dios y nosotros, elegimos a alguien que dictara las leyes, a quien nos gobernara y también a quien nos defendiera de nuestros enemigos... Y, tal vez por ello, nuestra historia transcurre de una guerra a otra, con continuos conflictos bélicos que marcan los hitos más significativos de nuestra evolución.

Photo by Alexander Jawfox on Unsplash
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La guerra nunca es la solución

La conquista por la fuerza, la posesión de la tierra o la riqueza, la imposición de las ideas, la lucha contra todo lo que fuera diferente a nosotros, la identificación con una patria, una bandera o unas creencias religiosas, ha llevado a los seres humanos a la necesidad de tener ejércitos, estructuras militares preparadas para repeler la agresión –de cualquier orden– de nuestros vecinos. Agresiones que se patentizan no sólo desde el plano físico de la pura supervivencia, sino también desde el ideológico, desde la defensa de nuestra cultura, nuestra fe o el mantenimiento de nuestro status económico, o la ascendencia y el ejercicio del poder sobre otros pueblos.
 
Sin embargo, ahora, en estos tiempos que vivimos, cuando ha llegado la hora de replantearnos el por qué y el para qué de todas las instituciones que hemos construido a lo largo de los siglos, deberíamos pensar, por ejemplo, cómo encaja esa estructura militar en nuestra vida.
 
Empiezan a brotar en los seres humanos de este siglo XXI sentimientos de unión, de solidaridad, de no agresión, de servicio y ayuda a los más necesitados. Se derriban muros emblemáticos, se desmoronan regímenes políticos que hace apenas unos años estaban perfectamente asentados, se desdibujan las ideologías políticas contrapuestas (izquierdas o derechas), se intentan eliminar las fronteras, se favorecen corrientes de unificación o al menos acercamiento en algunos terrenos como el económico, político o social; surgen organizaciones con un carácter más global que intentan defender los derechos de todos los pueblos... Sólo es el comienzo, estamos al principio y falta aún mucho camino por recorrer, pero no cabe duda que estamos levantando el pie para dar el primer paso.
 
Un primer paso que será inseguro y plagado de vacilaciones y errores –igual que el niño pequeño cuando aprende a caminar–, pero que se asentará firmemente y después podremos levantar el otro pie y repetir el proceso para avanzar un poco más en ese mundo que todos perfilamos en nuestra mente, esa nueva sociedad más armónica, más justa, donde todos tengan cabida independientemente del lugar geográfico donde haya nacido, el color de su piel, el sexo, las creencias o las posesiones que pueda tener.

La necesidad de un nuevo paradigma

Pero para ello –lo que hoy por hoy es sólo un deseo, una utopía puesta en el horizonte, hay que centrarse en el aquí y el ahora, en el momento presente. Y en este presente nos encontramos con que los países tienen unos presupuestos para defensa militar con cifras astronómicas, unas estructuras jerárquicas gigantescas que se mantienen para repeler posibles ataques de los enemigos, unas instalaciones, material y equipos de incalculable valor, unos medios a su disposición prácticamente ilimitados... Algo que estamos pagando con nuestra aportación en forma de impuestos todos los ciudadanos de la sociedad.
 
Hay millones de hombres y mujeres en nuestro planeta formando parte de esos ejércitos, personas que han sido preparadas y entrenadas para desempeñar bien su trabajo, personas guiadas tal vez por su deseo de prestar un servicio a la sociedad, es posible que también nos encontremos entre ellos algunos que se nutren de la emoción del poder, de la jerarquía o de deseos de manipulación de personas y circunstancias..., pero creo que no más de lo que podamos encontrar entre las personas “no uniformadas” que podemos ver en cualquier empresa ya sea pública o privada. Esos otros “uniformes de traje y corbata” de los grandes financieros que marcan el devenir económico de naciones enteras, forman parte también de esa estructura de poder.
 
Muchas veces aparecen escenas en los medios de comunicación en las que los ejércitos realizan otras funciones no propiamente militares. Soldados en cualquier lugar del mundo, realizando labores de salvamento y ayuda a la población cuando ha habido algún desastre natural o provocado. Ellos tienen los mayores medios y son los que están mejor capacitados para esa función. Son personas –entrenadas en el valor y el espíritu de servicio– que ponen su energía en ayudar a los necesitados, muchas veces arriesgando incluso su vida, conviven con gentes de otras latitudes intentando aliviar su dolor, construyendo casas, haciendo carreteras o acondicionando campamentos, repartiendo alimentos, montando hospitales de primera atención... en definitiva, poniendo todos los medios a su alcance para servir. Me pregunto si no será ésa realmente su función, su verdadera vocación.

Photo by Diego PH on Unsplash
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El espíritu de servicio

Así pues, toda esa energía, todo ese potencial humano –que según parece representa apenas un gasto mínimo del total del presupuesto militar– podría ser reconducido hacia áreas de medio ambiente, asuntos sociales, protección civil... Las fábricas y empresas que dan soporte a los ejércitos podrían reconvertirse en industrias civiles, los presupuestos billonarios anuales dirigirse a desarrollo de cultura, sanidad y justicia... Incluso si los ciudadanos siguiéramos pagando el sueldo de todo el personal (ese pequeño porcentaje del total del presupuesto) nos saldría mucho más rentable que seguir manteniendo toda la maquinaria militar.
 
Recordemos que el hecho de que la solución que entrevemos a un problema esté lejos no nos exime de la responsabilidad de dar pasos en pos de su consecución. Es posible que la acción sea en un principio de carácter personal, que el cambio haya que empezarlo por la célula de la sociedad que es el ser humano, pero todos sabemos que cuando muchas células han asumido una nueva energía son capaces de cambiar el órgano, después el sistema y más tarde el cuerpo entero. La teoría de los campos morfogenéticos de Rupert Sheldrake nos habla de este fenómeno.

Photo by Billy Pasco on Unsplash
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Un mundo nuevo… al menos en la mente

Si yo elimino las fronteras que me separan de los otros, si me siento libre en cualquier lugar y con cualquier persona, si respeto las diferencias que encuentro en los otros, si acepto sus formas de expresión, si entiendo que compartimos los mismos derechos, si vivo la tolerancia con los más cercanos, si asumo mi responsabilidad no sólo a nivel personal sino planetario, si entiendo que Dios, Alá o Jehová sólo son tres palabras que me hablan de una misma energía, si deseo una vida digna para mí y para los demás, si las cosas que hago van enfocadas al bien común no al beneficio personal..., en definitiva, si no tengo enemigos ¿para qué necesito un ejército que me defienda?
 
Si asumo que la violencia, la muerte y las armas no son herramientas a usar en la convivencia, si vivo que los conflictos no se resuelven mediante el control –sea del tipo que sea– sino con la unión de objetivos ¿para qué necesito prepararme con un servicio militar? Si creo que la educación es un derecho consustancial del ser humano y es la semilla mejor plantada para un futuro más coherente, si entiendo que el otro tiene derecho a elegir su camino evolutivo, lo mismo que yo ¿para qué necesito alguien que le fuerce a cambiar?
 
Cuando esas ideas estén implantadas en la mente de un número suficiente de personas, dejarán de ser sólo ideas y se convertirán en certezas, en convicciones profundas, en íntimo convencimiento... y entonces la sociedad se habrá transformado y ya no tendrán sentido las arengas de los políticos o del sacerdote, el mulá o el imán de turno hablando de la necesidad de ir a defendernos del último enemigo que ha aparecido, o planteando la guerra como una cuestión de justicia, de derecho divino, como una cruzada medieval o como un relanzamiento de la economía... porque se encontrarán solos, verán que nadie les sigue.
 
Recordemos que los grandes genocidios de nuestra historia no fueron cometidos por el precursor de la causa sino por miles de personas que le ayudaron a llevarlo a cabo. Así pues, si la madurez y la autorresponsabilidad forman parte de nuestra vida empezaremos desde hoy a cuidar nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras actitudes, porque sabemos que todo ello está construyendo el futuro, no sólo personal, sino de toda la humanidad. Creamos la realidad con nuestro pensamiento, esa es un arma poderosísima que infrautilizamos por falta de hábito y constancia.
    
Entretanto, mientras ese momento del cambio llega, tendremos que mantener en el foco de nuestra atención todo lo que sucede en nuestro mundo. Probablemente, unas veces la violencia nos afectará más cerca y otras muy lejos, sin embargo, el sentimiento de implicación debe ser el mismo en ambos casos para intentar –siempre que podamos– expresar nuestra postura de rechazo pues de esta forma daremos oportunidad a los demás para hacer lo mismo y permitir que por sintonía despierten en otros esos mismos sentimientos dormidos.




              



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