Hasta ahora, si miramos cuidadosamente hacia atrás, la gente nunca ha figurado en el estrado. Hemos sido súbditos, plantando en surcos ajenos, luchando por causas con frecuencia opuestas a las nuestras. Ahora ha llegado el momento de participar, de ser tenidos en cuenta, de ser ciudadanos plenos.
Ha llegado el momento de la solidaridad impulsada y ejercida por la sociedad civil sobre la base de la fraternidad que proclama el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Infinitamente distintos, – cada ser humano es único – pero radicalmente iguales, sin preeminencias de ningún orden, unidos por unos valores esenciales, aceptados por todos. “El respeto de la diversidad de las culturas, la tolerancia, el diálogo y la cooperación, en un clima de confianza y de entendimiento mutuos, están entre los mejores garantes de la paz y la seguridad internacionales”, se afirma en la Declaración de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural. Y, sin embargo, con excesiva frecuencia, aún en los sistemas democráticos, los ciudadanos han sido contados, en ocasión de comicios electorales y encuestas de opinión, pero no han contado, no han sido tenidos en cuenta.
Ha llegado el momento de la solidaridad impulsada y ejercida por la sociedad civil sobre la base de la fraternidad que proclama el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Infinitamente distintos, – cada ser humano es único – pero radicalmente iguales, sin preeminencias de ningún orden, unidos por unos valores esenciales, aceptados por todos. “El respeto de la diversidad de las culturas, la tolerancia, el diálogo y la cooperación, en un clima de confianza y de entendimiento mutuos, están entre los mejores garantes de la paz y la seguridad internacionales”, se afirma en la Declaración de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural. Y, sin embargo, con excesiva frecuencia, aún en los sistemas democráticos, los ciudadanos han sido contados, en ocasión de comicios electorales y encuestas de opinión, pero no han contado, no han sido tenidos en cuenta.
Compromiso con la paz
Fue al término de una guerra mundial particularmente horrenda por los abominables procedimientos de exterminio utilizados, por el genocidio, por el número de víctimas y la hondura de los sufrimientos, que la Carta de las Naciones Unidas, envía al mundo desde San Francisco, en 1945, un gran mensaje de esperanza: “Nosotros, los pueblos, hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”.
Se trata, quiero subrayarlo, de una decisión preventiva, adoptada por todos y teniendo como punto de referencia el compromiso con las generaciones futuras. Para conseguir este propósito, esencial para hacer realidad el sueño, el deseo más profundo de la gente desde el origen de los tiempos, es necesario aprender a mirar hacia delante, a erigir los baluartes de la paz, a transitar desde una cultura secular de imposición, de dominio, de fuerza, de violencia, a la cultura de diálogo, de conciliación, de paz.
Para alzar la voz debida, para participar, para contribuir al establecimiento de democracias genuinas, es imprescindible una educación que nos confiera actitudes y comportamientos cotidianos de conciliación, de entendimiento, de escucha, de amor. Educación como “soberanía personal”, para “dirigir con sentido la propia vida”, según la magistral definición de Francisco Giner de los Ríos. Educación que arrumbe para siempre el perverso adagio “Si quieres la paz, prepara la guerra” y promueva en su lugar la construcción de la paz. Si quieres la paz, ayuda a construirla con tu conducta cotidiana. Si quieres la paz, demuestra tu solidaridad compartiendo mejor, disponiendo de parte de tu tiempo, de tus medios y recursos, de tus conocimientos.
Se trata, quiero subrayarlo, de una decisión preventiva, adoptada por todos y teniendo como punto de referencia el compromiso con las generaciones futuras. Para conseguir este propósito, esencial para hacer realidad el sueño, el deseo más profundo de la gente desde el origen de los tiempos, es necesario aprender a mirar hacia delante, a erigir los baluartes de la paz, a transitar desde una cultura secular de imposición, de dominio, de fuerza, de violencia, a la cultura de diálogo, de conciliación, de paz.
Para alzar la voz debida, para participar, para contribuir al establecimiento de democracias genuinas, es imprescindible una educación que nos confiera actitudes y comportamientos cotidianos de conciliación, de entendimiento, de escucha, de amor. Educación como “soberanía personal”, para “dirigir con sentido la propia vida”, según la magistral definición de Francisco Giner de los Ríos. Educación que arrumbe para siempre el perverso adagio “Si quieres la paz, prepara la guerra” y promueva en su lugar la construcción de la paz. Si quieres la paz, ayuda a construirla con tu conducta cotidiana. Si quieres la paz, demuestra tu solidaridad compartiendo mejor, disponiendo de parte de tu tiempo, de tus medios y recursos, de tus conocimientos.
Una clave: la solidaridad
Solidaridad para el desarrollo, que debe ser integral, endógeno, sostenible... y ¡humano! En 1974, la Asamblea General de la ONU recomendó que los países más prósperos donaran el 0.7% de su producto interior a los países menos avanzados, para favorecer el desarrollo “desde dentro” de tal modo que los habitantes de los países más menesterosos pudieran, al menos, colaborar a la mejor explotación – con mejores rendimientos para ellos, también – de sus recursos naturales. Desgraciadamente, no fue así (con la excepción de los Países Nórdicos, a los que siempre conviene rendir justo homenaje). Las donaciones se convirtieron en préstamos, concedidos en condiciones tales que eran los prestamistas y no los prestatarios los beneficiados al tiempo que el endeudamiento exterior no cesaba de aumentar.
Préstamos en lugar de ayudas... y precios en lugar de valores. “Es de necio confundir valor y precio”, nos advirtió D. Antonio Machado. Pues así fue: al final de la Guerra Fría, el “Nosotros, los pueblos” se sustituyó, por “Nosotros, los poderosos”, y el mercado sustituyó a los principios morales de referencia. Tampoco eran “todos”, sino unos cuantos. Las promesas incumplidas, quienes ya no esperaban, pero todavía aguardaban manos tendidas en lugar de alzadas, al verse marginados, engañados, siguieron con frecuencia un proceso caracterizado por la frustración progresiva, la radicalización, la animadversión, el rencor... desembocando, como sucede en todos estos caldos de cultivo, en flujos emigratorios de desesperados cuando no en manifestaciones de violencia y agresividad.
Préstamos en lugar de ayudas... y precios en lugar de valores. “Es de necio confundir valor y precio”, nos advirtió D. Antonio Machado. Pues así fue: al final de la Guerra Fría, el “Nosotros, los pueblos” se sustituyó, por “Nosotros, los poderosos”, y el mercado sustituyó a los principios morales de referencia. Tampoco eran “todos”, sino unos cuantos. Las promesas incumplidas, quienes ya no esperaban, pero todavía aguardaban manos tendidas en lugar de alzadas, al verse marginados, engañados, siguieron con frecuencia un proceso caracterizado por la frustración progresiva, la radicalización, la animadversión, el rencor... desembocando, como sucede en todos estos caldos de cultivo, en flujos emigratorios de desesperados cuando no en manifestaciones de violencia y agresividad.
Una hoja de ruta marcada… que no se sigue
A pesar de todo, las Naciones Unidas, tesoneramente, siguen dando puntos de referencia: en 1990, Educación para todos; en 1992, la Agenda para un desarrollo respetuoso con el medio ambiente; en 1995, la Cumbre del Desarrollo Social y, el mismo año la Declaración sobre la tolerancia...
Pero el país líder de la Tierra, el mismo que al final de la segunda gran guerra promovió el Sistema de las Naciones Unidas y la Declaración de los Derechos Humanos, no atiende: por ejemplo, el Protocolo de Kyoto, ya muy edulcorado, no se pone en práctica en los Estados Unidos porque no se acomoda a los intereses a corto plazo de las grandes industrias norteamericanas. Debilitados los estados por un proceso de privatización excesiva, grandes corporaciones campan a sus anchas en el espacio supranacional, en la más completa impunidad, con tráficos de toda índole (de drogas, de armas, de personas...) sin que nadie ponga coto a la vergüenza colectiva que representan los paraísos fiscales, mientras la brecha entre los países más avanzados y los rezagados no cesa de ampliarse y mueren más de 50 mil personas al día de hambre... mientras se calcula que los subsidios de los países más ricos a la producción agrícola alcanzan los mil millones de dólares diarios...
Los jefes de Estado y de gobierno, reunidos en las Naciones Unidas en septiembre del año 2000, solemnemente declararon que se esforzarían en cumplir los Objetivos del Milenio: I. Valores y principios; II. Paz, seguridad y desarme; III. Desarrollo y erradicación de la pobreza; IV. Protección de nuestro medio ambiente común; V. Derechos humanos, democracia y buena gobernación; VI. Proteger a los más vulnerables; VII. Satisfacer las necesidades especiales de África; y VIII. Reforzar las Naciones Unidas.
Pero el país líder de la Tierra, el mismo que al final de la segunda gran guerra promovió el Sistema de las Naciones Unidas y la Declaración de los Derechos Humanos, no atiende: por ejemplo, el Protocolo de Kyoto, ya muy edulcorado, no se pone en práctica en los Estados Unidos porque no se acomoda a los intereses a corto plazo de las grandes industrias norteamericanas. Debilitados los estados por un proceso de privatización excesiva, grandes corporaciones campan a sus anchas en el espacio supranacional, en la más completa impunidad, con tráficos de toda índole (de drogas, de armas, de personas...) sin que nadie ponga coto a la vergüenza colectiva que representan los paraísos fiscales, mientras la brecha entre los países más avanzados y los rezagados no cesa de ampliarse y mueren más de 50 mil personas al día de hambre... mientras se calcula que los subsidios de los países más ricos a la producción agrícola alcanzan los mil millones de dólares diarios...
Los jefes de Estado y de gobierno, reunidos en las Naciones Unidas en septiembre del año 2000, solemnemente declararon que se esforzarían en cumplir los Objetivos del Milenio: I. Valores y principios; II. Paz, seguridad y desarme; III. Desarrollo y erradicación de la pobreza; IV. Protección de nuestro medio ambiente común; V. Derechos humanos, democracia y buena gobernación; VI. Proteger a los más vulnerables; VII. Satisfacer las necesidades especiales de África; y VIII. Reforzar las Naciones Unidas.
La revolución ciudadana, la desobediencia civil legítima
Han pasado más de dos décadas desde esa declaración solemne. Otra vez, incumplimiento, olvido de compromisos. Otra vez una cultura de fuerza, de imposición, de violencia en lugar de una cultura de diálogo, de entendimiento, de escucha, de paz. Pero las cosas han cambiado. La sociedad, las organizaciones no gubernamentales, los pueblos del mundo no van a permanecer silenciosos como hasta ahora.
Ya no permanecerán “instalados y dóciles” como nos amonestaba Jesús Massip en sus versos “De las horas”. Los medios de comunicación, que nos aturden, nos distraen, a veces nos envilecen... pueden hoy, además de contribuir a la capacitación y a la toma de conciencia, ayudar a manifestar nuestro disentimiento o nuestra conformidad, nuestro aplauso y nuestra repulsa. Pueden convertirse, a través de Internet y, en particular, de los teléfonos móviles, en la mejor expresión de la voz del pueblo, de la solidaridad a escala mundial.
La sociedad civil tiene ahora, además de un innegable papel protagonista en la ayuda solidaria, la posibilidad no sólo de hacerse oír, sino de hacerse escuchar. Por primera vez en la historia ya no se trata de una manifestación presencial – con todas las posibilidades para el poder de disolver violentamente las mismas – sino de la expresión pacífica pero firme de los ciudadanos. Para que se cumplan los objetivos del milenio, para que se erradique la pobreza, para que podamos conciliar el sueño sin pensar en nuestros hermanos que carecen de los mínimos recursos de subsistencia, para que la voz que debemos a los jóvenes, sea voz oída y escuchada.
Se acerca el momento en el que la gente cuente, el momento de la democracia real. El momento soñado de la irrupción serena de la gente en el escenario. El siglo XXI puede ser, por fin, el siglo de la gente. De nos-otros. De todos.
Ya no permanecerán “instalados y dóciles” como nos amonestaba Jesús Massip en sus versos “De las horas”. Los medios de comunicación, que nos aturden, nos distraen, a veces nos envilecen... pueden hoy, además de contribuir a la capacitación y a la toma de conciencia, ayudar a manifestar nuestro disentimiento o nuestra conformidad, nuestro aplauso y nuestra repulsa. Pueden convertirse, a través de Internet y, en particular, de los teléfonos móviles, en la mejor expresión de la voz del pueblo, de la solidaridad a escala mundial.
La sociedad civil tiene ahora, además de un innegable papel protagonista en la ayuda solidaria, la posibilidad no sólo de hacerse oír, sino de hacerse escuchar. Por primera vez en la historia ya no se trata de una manifestación presencial – con todas las posibilidades para el poder de disolver violentamente las mismas – sino de la expresión pacífica pero firme de los ciudadanos. Para que se cumplan los objetivos del milenio, para que se erradique la pobreza, para que podamos conciliar el sueño sin pensar en nuestros hermanos que carecen de los mínimos recursos de subsistencia, para que la voz que debemos a los jóvenes, sea voz oída y escuchada.
Se acerca el momento en el que la gente cuente, el momento de la democracia real. El momento soñado de la irrupción serena de la gente en el escenario. El siglo XXI puede ser, por fin, el siglo de la gente. De nos-otros. De todos.