En la calle y en los medios impera el tema de la crisis pero absolutamente nada frena el brotar de las nuevas hojas, el despertar de la nueva vida en la avanzada primavera. El Ibex en rojo no detiene ninguna clorofila. Los batacazos de la bolsa no paralizan las huertas en mi aldea. La prima de riesgo no afecta el florecer de los campos. El hayedo inmenso gana cada día, quién sabrá de dónde, más fascinante verde. La vida continúa, es el sistema económico urdido por el humano el que quiebra. La naturaleza entera se rige por la economía del bien común que nosotros/as no terminamos de observar. Más allá de ese verde que ahora va conquistando nuestros paisajes, hay un mundo individualista y materialista que zozobra, más allá de la economía real, hay una economía artificial y especulativa que se tambalea.
Toda la naturaleza contribuye al orden, a la armonía, al progreso conjunto, pero a nosotros nos alcanzan los Mayos sin despertar a la necesidad de promover el bien colectivo. Nos resta ser uno con ese supremo concierto global. Nuestro futuro está indisolublemente ligado a nuestra reubicación en el equilibrio de lo natural.
Adecuarse con menos puede ser absolutamente liberador, puede ayudarnos a emanciparnos de la prisión del tener para saltar a los anchos prados del ser. Vivir con lo necesario es un imprescindible ejercicio solidario. Apretarse el cinturón puede ser un ensanchar de la vida y sus inmensas posibilidades, una expansión de creatividad. La crisis nos da la oportunidad de salir al mundo más nosotros, más desnudos; nos otorga la posibilidad de recuperar lo sencillo en detrimento de lo sofisticado, de llamar a la puerta de una esfera más íntima y olvidada. La esperanza no puede venir sino desde el absoluto convencimiento del poder inmenso del que somos portadores. Será de ley reivindicar lo que es justo en cuanto a condiciones laborales y remuneraciones, pero también comenzar a arreglarnos con lo “justo” y prescindir de lo superfluo.
Si antes vivimos por encima, ahora toca vivir desde más adentro. La crisis nos pone a prueba. Las gentes y los pueblos son graduados en momentos de apuros. Estos tiempos aparentemente más difíciles nos invitan a un rearme de fe y de esperanza. Fe no necesariamente ceñida, ya no necesariamente ajustada a patrón, sino fe ancha, abierta y a la vez profunda; esperanza de que las soluciones no llegan de fuera, sino de nuestro propio interior; esperanza de que ahora estamos en mejores condiciones para dar vida a una civilización más instalada en el cooperar y el compartir, en el respeto a la Madre Naturaleza y sus reinos.
No nos falta fe de que emergeremos de la crisis, siempre y cuando optemos por la sencillez y la solidaridad. La solidaridad linda la reverencia de la que tanto adolece nuestro mundo aún codicioso. Tenemos fe de que estamos a las puertas de una nueva era más reverente con el otro, sus circunstancias y su diferencia; un nuevo tiempo más reverente con cuanto nos rodea. La sostenibilidad tendrá largo recorrido cuando parta de esa actitud sinceramente considerada, cuando sea algo más que una mera consigna ecologista, una meta de vanguardia y devenga una llamado inaplazable del alma, cuando volvamos a ser en comunión con la Madre Tierra-Amalurra, cuando nos vinculemos absolutamente a su destino.
Reverenciar es por lo tanto recolocarnos debidamente en el concierto de la creación, ya no para ser más, ya no para ser quienes usurpan y explotan, sino para devenir quienes velan por ese concierto. Es reencontrar nuestro lugar excelso en la cumbre de lo creado, entendiendo esa cima como el supremo compromiso para la preservación y el progreso de cuanto late. Nadie habla de tomar camino de la caverna, de prescindir de los adelantos útiles al genuino e integral progreso humano, sí de prescindir de cuanto adelanto mata, envenena, usurpa, explota…
La crisis es el gran interrogante que estaba colocado en nuestro itinerario colectivo. No sorteemos ese “stop” imprescindible. Se impone el cuestionamiento de buena parte de cuanto producimos. Cada vez más personas sentimos la crisis como oportunidad de oro para reorientar nuestros pasos, para reinventarnos a nosotros, a nuestra civilización, a nuestra forma de relacionarnos. Hay que empezar de nuevo con otros valores, con otros principios, tras otro destino. Sería además un gran error pensar que nos hallamos en una crisis de exclusivo orden económico y no de modelo “civilizacional”. Optamos por explotar u optamos por reverenciar. Optamos por enriquecernos más y más materialmente, no importa a consta de qué o de quién, u optamos por reencontrarnos a nosotros mismos y a la vida que nos envuelve. La palabra consumo, y su tan mentada reactivación, nos habla más de la primera opción.
La fe y la esperanza en este tiempo de crisis no nos la da por lo tanto la reactivación del consumo, sino la reactivación de nuestra alma, de nuestro potencial creador, de nuestro potencial amador. La fe y la esperanza en medio de la crisis nos la proporciona el parón, el silencio, la ocasión para regenerar nuestra mirada, para dejarnos encantar por las primaveras de uno y otro signo que ya son con nosotros.
En última instancia sostenibilidad es sacralizar, porque sólo llegaremos a respetar, proteger y amar por entero aquello que consideramos sagrado. El ocaso de una civilización materialista e individualista que hace aguas por doquier, nos coloca a las puertas de una era más cargada de alma, más grupal, más consciente. El fin de la regencia de lo profano nos aboca a un tiempo más sagrado aún por definir. El desespero de la crisis habrá de tornar poco a poco en pasión colectiva para sentar las bases de ese nuevo y más fraterno mundo por el que cada vez más humanos suspiramos.