Vacaciones felices
La vista que se ofrecía desde el balcón de su habitación impresionaba; la costa formaba una gigantesca herradura de montañas, encerrando a un mar precioso. Andrés ya se veía sobre su tabla de “windsurf”, ansioso por mejorar su estilo. Con este mar sería facilísimo, la zona está dentro de la bahía almeriense, casi siempre a salvo de fuertes vientos o grandes olas.
Mientras ordenaban la ropa él metía prisa, “venga, venga”, tenía verdadero “mono” de pasar la tarde en la playa, a ver si olvidaba la multa de “los civiles”. Y es que de camino lo habían parado por adelantar pisando un poquito la línea continua. El guardia, además de ponerle más de trescientos euros de multa, le había calentado la cabeza explicándole cómo adelantamientos en esa zona y de esa manera habían acabado en tragedia, y cómo, él mismo, había tenido que sacar a niños de vehículos incendiados. Por supuesto creyó que exageraba, que únicamente pretendía desviar su atención para que no protestase por la denuncia. Andrés se limitó a asentir todo el rato, negándose a firmar cuando el guardia terminó: “Total... le estaba quitando dinero de sus vacaciones por pisar diez metros de línea continua..., ¡Esta gente...!, deberían haberlos disuelto cuando la barbaridad de Tejero..., son unos recaudadores bordes y chulos...”. Eso es lo que pensaba; le maldijo una y mil veces..., a ese guardia y a todos..., “menuda historia negra les cuelga…, ¿Qué hacen de provecho...?, denunciar y denunciar... menudos son. En fin, que sigan aguando fiestas, yo desde hoy a la playa..., a olvidarme”.
Pasó la tarde cayéndose una y otra vez durante más de tres horas..., en total navegó una docena de minutos seguidos, lo suficiente para animarlo..., “…mañana el dominio será completo, conseguiré alguna pirueta o velocidades increíbles...”, pensó. Le encantaba el mar, el viento, el “windsurf” …, ¡una gozada!, y los verdes que se achicharren al sol haciendo servicio de multas, caja para el Estado, ¡a comer la sopa boba!, porque trabajar, lo que es trabajar, ¡ni idea!
Mientras ordenaban la ropa él metía prisa, “venga, venga”, tenía verdadero “mono” de pasar la tarde en la playa, a ver si olvidaba la multa de “los civiles”. Y es que de camino lo habían parado por adelantar pisando un poquito la línea continua. El guardia, además de ponerle más de trescientos euros de multa, le había calentado la cabeza explicándole cómo adelantamientos en esa zona y de esa manera habían acabado en tragedia, y cómo, él mismo, había tenido que sacar a niños de vehículos incendiados. Por supuesto creyó que exageraba, que únicamente pretendía desviar su atención para que no protestase por la denuncia. Andrés se limitó a asentir todo el rato, negándose a firmar cuando el guardia terminó: “Total... le estaba quitando dinero de sus vacaciones por pisar diez metros de línea continua..., ¡Esta gente...!, deberían haberlos disuelto cuando la barbaridad de Tejero..., son unos recaudadores bordes y chulos...”. Eso es lo que pensaba; le maldijo una y mil veces..., a ese guardia y a todos..., “menuda historia negra les cuelga…, ¿Qué hacen de provecho...?, denunciar y denunciar... menudos son. En fin, que sigan aguando fiestas, yo desde hoy a la playa..., a olvidarme”.
Pasó la tarde cayéndose una y otra vez durante más de tres horas..., en total navegó una docena de minutos seguidos, lo suficiente para animarlo..., “…mañana el dominio será completo, conseguiré alguna pirueta o velocidades increíbles...”, pensó. Le encantaba el mar, el viento, el “windsurf” …, ¡una gozada!, y los verdes que se achicharren al sol haciendo servicio de multas, caja para el Estado, ¡a comer la sopa boba!, porque trabajar, lo que es trabajar, ¡ni idea!
Un viaje de ida
A cien kilómetros mar adentro, en una patera de siete metros, estaba Samir, pensando en el esfuerzo de sus padres para ahorrar los quinientos dólares de su “billete” a España. Era el mayor de siete hermanos, en el que todos habían puesto la esperanza.
En el Magreb, quizá en toda África, Europa es el maná, sobra el dinero y el trabajo. Le habían contado que, con la cuarta parte del sueldo mensual en un invernadero, muchos compatriotas suyos alimentan a toda su familia y ahorran. En cambio, allí, en Orán, su padre, trabajando diez horas en una carpintería gana cuatro euros diarios.
Le contaron que en los invernaderos pagan treinta euros al día por menos de ocho horas, o sea, siete veces más de lo que cobra su padre. Con un sueldo así podría enviar dos sueldos de los de Orán, a Orán, para que su padre ingrese el triple.
Mientras, aquí, él ahorraría para volver de vacaciones y comprar una casa en el centro de la ciudad. Imaginaba más: “Con el tiempo me estabilizaré en un trabajo hasta jubilarme con una de las enormes pensiones españolas, mis hijos serán españoles, cuando vayan de visita a Orán serán ricos..., aquí sobra dinero y el trabajo es fácil. Sí, todo habrá merecido la pena cuando toquemos tierra, todo el esfuerzo, todo el sufrimiento, las persecuciones y apaleamientos policiales hasta encontrar un patrón al que pagar, todo el peligro, todo el frío y el miedo durante el temporal que zarandeó la patera haciendo crujir hasta la última de sus tablas, todo, todo habrá merecido la pena cuando toquemos Europa”.
Llevaban tres días sobre la mar sin tener ni idea de dónde estaban, aunque el patrón decía saberlo de sobra: “Frente al puerto de Adra” –aseguraba- e insistía “no pasa nada, está siendo un buen viaje, si el motor no se para llegaremos pronto”.
Habían perdido sólo a uno de los treinta que salieron de Tres Forcas, el pobre era demasiado débil. No aguantó el frío, le había contado a Samir que venía de Rafsai, una aldea del Rift, donde no tenían agua corriente, ni electricidad. Dos de sus hermanos habían muerto por infecciones antes de cumplir los diez años. Él quería cambiar esto enviando dinero, sin embargo, su cadáver y sus ilusiones los tiraron por la borda.
Esperaban no encontrar malditos policías en la costa. Entendían la labor policial idéntica en todas partes, palos y más palos. “¿Qué más les darán unos cuantos inmigrantes deseando trabajar? Pero nacen para eso, para castigar y dar palos excepto que tengas dinero”, opinaba Samir.
Con todo eso en la cabeza, tras dos días completos sin comida y uno sin beber agua dulce, llegó otra vez la noche. Samir, como el resto, temía morir de frío, por eso aguantaba el sueño, prefería dormir de día.
En el Magreb, quizá en toda África, Europa es el maná, sobra el dinero y el trabajo. Le habían contado que, con la cuarta parte del sueldo mensual en un invernadero, muchos compatriotas suyos alimentan a toda su familia y ahorran. En cambio, allí, en Orán, su padre, trabajando diez horas en una carpintería gana cuatro euros diarios.
Le contaron que en los invernaderos pagan treinta euros al día por menos de ocho horas, o sea, siete veces más de lo que cobra su padre. Con un sueldo así podría enviar dos sueldos de los de Orán, a Orán, para que su padre ingrese el triple.
Mientras, aquí, él ahorraría para volver de vacaciones y comprar una casa en el centro de la ciudad. Imaginaba más: “Con el tiempo me estabilizaré en un trabajo hasta jubilarme con una de las enormes pensiones españolas, mis hijos serán españoles, cuando vayan de visita a Orán serán ricos..., aquí sobra dinero y el trabajo es fácil. Sí, todo habrá merecido la pena cuando toquemos tierra, todo el esfuerzo, todo el sufrimiento, las persecuciones y apaleamientos policiales hasta encontrar un patrón al que pagar, todo el peligro, todo el frío y el miedo durante el temporal que zarandeó la patera haciendo crujir hasta la última de sus tablas, todo, todo habrá merecido la pena cuando toquemos Europa”.
Llevaban tres días sobre la mar sin tener ni idea de dónde estaban, aunque el patrón decía saberlo de sobra: “Frente al puerto de Adra” –aseguraba- e insistía “no pasa nada, está siendo un buen viaje, si el motor no se para llegaremos pronto”.
Habían perdido sólo a uno de los treinta que salieron de Tres Forcas, el pobre era demasiado débil. No aguantó el frío, le había contado a Samir que venía de Rafsai, una aldea del Rift, donde no tenían agua corriente, ni electricidad. Dos de sus hermanos habían muerto por infecciones antes de cumplir los diez años. Él quería cambiar esto enviando dinero, sin embargo, su cadáver y sus ilusiones los tiraron por la borda.
Esperaban no encontrar malditos policías en la costa. Entendían la labor policial idéntica en todas partes, palos y más palos. “¿Qué más les darán unos cuantos inmigrantes deseando trabajar? Pero nacen para eso, para castigar y dar palos excepto que tengas dinero”, opinaba Samir.
Con todo eso en la cabeza, tras dos días completos sin comida y uno sin beber agua dulce, llegó otra vez la noche. Samir, como el resto, temía morir de frío, por eso aguantaba el sueño, prefería dormir de día.
El motor iba bien, pero el sobrepeso y el temporal habían hecho mella en la patera.
A la deriva
Al día siguiente, sobre las ocho de la mañana, Andrés dejó a su familia acostada. A las ocho y media estaba en el agua. Colocó la sombrilla visible, con la hamaca y la toalla guardando sitio para los suyos. Decidió alejarse un poco, quería coger viento y conseguir trayectos más largos sin caerse. Una racha de aire le comenzó a empujar con fuerza, él se mantenía de pie firme, cabalgando a lomos de su tabla. Se sintió uno con ella, y tan seguro que se ladeó consiguiendo más velocidad, ¡Qué gozada!, el viento aguantaba su peso sin problemas hinchando a tope la vela. Sintió que volaba, fueron unos cuarenta minutos de gozo, estaba hecho un maestro... De repente vio unos delfines, pero... ¡no!, eran mayores, muy grandes, parecían pequeñas ballenas, le asustaron e instintivamente quiso virar hacia tierra, aunque eso de virar era complicado. Saltó por el aire sumergiéndose a unos diez metros de la tabla, salió a flote con ansia, pensando en los cientos de metros de agua bajo él, en aquellos enormes animales. Su respiración se agitó, no quería pensar, nadó rapidísimo hacia la tabla, subió a ella como un rayo, luego miró el horizonte, ¡Dios, pero si no veo la playa! Sin darse cuenta había navegado hacia Cabo de Gata unas siete millas mar adentro, más de doce kilómetros desde la costa de Aguadulce. Allí el viento arreciaba. Inmediatamente se dispuso a navegar de vuelta. Subió la vela guardando el equilibrio mejor que nunca, pero se cayó, le daba miedo cada vez que se caía, pensaba en el “Tiburón” de Spielberg... y otra caída.
Dos horas más tarde notó algo raro, ¡Tenía el sol enfrente! ¡Navegaba hacia el sureste! La forma de la bahía almeriense y su falta de costumbre le jugaron una mala pasada. Al poco percibió otro problema con el que no contaba, una fortísima corriente lo estaba sacando de la bahía. Boca abajo en la tabla empezó a bracear manteniéndose hora y media en esta labor, hasta quedar extenuado.
Mientras, en la playa, su hija Amanda preguntó a mamá por su padre, la madre miraba un grupo de tablas de windsurf segura de que la roja era la de su marido, navegaba como él, cayéndose mil veces. Entonces dijo a las niñas: “allí lo tenéis, ¿veis la vela roja?”.
Dos horas más tarde notó algo raro, ¡Tenía el sol enfrente! ¡Navegaba hacia el sureste! La forma de la bahía almeriense y su falta de costumbre le jugaron una mala pasada. Al poco percibió otro problema con el que no contaba, una fortísima corriente lo estaba sacando de la bahía. Boca abajo en la tabla empezó a bracear manteniéndose hora y media en esta labor, hasta quedar extenuado.
Mientras, en la playa, su hija Amanda preguntó a mamá por su padre, la madre miraba un grupo de tablas de windsurf segura de que la roja era la de su marido, navegaba como él, cayéndose mil veces. Entonces dijo a las niñas: “allí lo tenéis, ¿veis la vela roja?”.
La patera
En la patera, con el sol cayéndose a cachos, los veintinueve supervivientes sudaban como pollos, estaban débiles, deshidratados, pero aguantaban. Serían sobre las siete de la tarde cuando uno de ellos, Naser, de quince años, gritó desesperado. Su pierna derecha, al intentar ponerse en pie, se clavó en la quilla abriendo una vía de agua. El patrón gritó que se quedaran quietos o caerían todos. Paró el motor y fue a mirar, no dejaba de entrar agua enrojecida por la sangre. Ordenó que rajaran una de las garrafas de gasolina vacías y achicaran agua ¡sin parar!. Él, de un tirón, sacó la pierna de Naser, colocó dos chaquetas enrolladas en el agujero, luego puso un taco de madera encima y lo golpeó con el pie hasta sentirlo encajado. El agua dejó de entrar, pero estaban casi hundidos. Naser tenía la pierna rota, con un gran corte por donde le asomaba la tibia. Retorciéndose de dolor, como pudo, se hizo un torniquete. Le costaba moverse, no tenía sitio, se rozaba continuamente con los demás que permanecían ajenos a su suerte, como guardando la suya junto a sus últimas fuerzas para correr en cuanto llegaran a la playa. Esperaban poder escapar de la policía para encontrar el ansiado trabajo. Eso les hacía ignorar al chico, ignorar la muerte, no sentir nada de nada. Lo principal era quedar libre en tierra para volver ricos a sus pueblos.
Rescate I
Una patrullera del Servicio Marítimo de la Guardia Civil buscaba a Andrés desde las cinco de la tarde, hora en que su mujer avisó desesperada tras descubrir que la vela roja no era la de su marido.
Sobre las nueve, a unas veinte millas al sur de Aguadulce, divisaron la tabla de windsur flotando.
Cuando el guardia Pedro Camero miró por la borda, sólo pudo fijarse en la espalda achicharrada de aquel hombre. “¡Oiga, Andrés!, ¡Andrés! -le gritó-, ¿está bien?”. Andrés levantó la cabeza con esfuerzo, Pedro le tendió una mano y Andrés se cayó de la tabla intentando devolverle el gesto. Inmediatamente otro guardia, Angel Patón, se tiró al agua, lo agarró levantándole la barbilla y, rodeando su pecho desde la espalda, lo acercó al espejo de popa. Lo subieron a bordo, trajeron mantas, le dieron agua. Andrés no dejaba de llorar repitiendo: ¡gracias!, ¡gracias!
La patrullera puso rumbo al puerto de Almería, Pedro avisó a la central reclamando una ambulancia a su llegada y que trasladaran allí a su familia. Patón estuvo todo el tiempo con Andrés. Cuando lo bajaron al muelle, su familia corrió hacia él gritando, llorando y abrazándole con fuerza. A Andrés no le dolieron las quemaduras, sólo sintió el abrazo queriendo fundir su cuerpo con el de ellas. Antes de entrar en la ambulancia pensó en que aquellos hombres le habían salvado la vida, arrepintiéndose de cada maldición contra ellos y reconociéndose culpable de haber podido causar una tragedia.
Patón, mirando la escena desde la cubierta, recordaba la frase mil veces repetida en la academia: “La principal misión de la Guardia Civil es el auxilio y la protección de las personas y la última de las últimas la denuncia o la detención, métanselo en la cabeza y llévenlo a la práctica; su mayor gratificación será siempre el recuerdo de gratitud de quienes auxilien, aunque muchos les juzguen mal y más si les han puesto una denuncia”.
Andrés giró para saber sus nombres y dar otra vez gracias a los guardias, pero la patrullera había zarpado de nuevo dirigiéndose a la bocana del puerto. Otro aviso. Esta vez de una patera hundiéndose repleta de inmigrantes.
Sobre las nueve, a unas veinte millas al sur de Aguadulce, divisaron la tabla de windsur flotando.
Cuando el guardia Pedro Camero miró por la borda, sólo pudo fijarse en la espalda achicharrada de aquel hombre. “¡Oiga, Andrés!, ¡Andrés! -le gritó-, ¿está bien?”. Andrés levantó la cabeza con esfuerzo, Pedro le tendió una mano y Andrés se cayó de la tabla intentando devolverle el gesto. Inmediatamente otro guardia, Angel Patón, se tiró al agua, lo agarró levantándole la barbilla y, rodeando su pecho desde la espalda, lo acercó al espejo de popa. Lo subieron a bordo, trajeron mantas, le dieron agua. Andrés no dejaba de llorar repitiendo: ¡gracias!, ¡gracias!
La patrullera puso rumbo al puerto de Almería, Pedro avisó a la central reclamando una ambulancia a su llegada y que trasladaran allí a su familia. Patón estuvo todo el tiempo con Andrés. Cuando lo bajaron al muelle, su familia corrió hacia él gritando, llorando y abrazándole con fuerza. A Andrés no le dolieron las quemaduras, sólo sintió el abrazo queriendo fundir su cuerpo con el de ellas. Antes de entrar en la ambulancia pensó en que aquellos hombres le habían salvado la vida, arrepintiéndose de cada maldición contra ellos y reconociéndose culpable de haber podido causar una tragedia.
Patón, mirando la escena desde la cubierta, recordaba la frase mil veces repetida en la academia: “La principal misión de la Guardia Civil es el auxilio y la protección de las personas y la última de las últimas la denuncia o la detención, métanselo en la cabeza y llévenlo a la práctica; su mayor gratificación será siempre el recuerdo de gratitud de quienes auxilien, aunque muchos les juzguen mal y más si les han puesto una denuncia”.
Andrés giró para saber sus nombres y dar otra vez gracias a los guardias, pero la patrullera había zarpado de nuevo dirigiéndose a la bocana del puerto. Otro aviso. Esta vez de una patera hundiéndose repleta de inmigrantes.
Rescate II
Sobre la media noche los encontraron. A bordo de la patera había nueve, el resto se había tirado al agua intentando alcanzar la costa. Entre aquellos nueve estaban Samir y Naser con la pierna rota y casi desangrado.
Cuando Pedro salió a la cubierta tendiendo el bichero hacia Samir a fin de que se abarloaran a la patrullera, Samir hizo un giro instintivo, se agachó encorvando la espalda. En su mente estaba la imagen de la policía dándole palos. Entonces Pedro dio la vuelta al bichero fijando el gancho a la madera. Tiró con fuerza y pegó la banda de la patera al espejo de popa. Patón, el patrón y Cándido, el mecánico, les fueron ayudando a pasar a bordo, los sentaron juntos en la popa, les dieron mantas y agua. Luego llamaron por radio para que parejas de tierra buscasen a los demás. Al día siguiente cuatro aparecieron entre las rocas, allí se escondieron quedándose dentro del agua, con el cansancio se durmieron y murieron por hipotermia.
Eran las tres y media de la madrugada cuando los guardias hacían el relevo. Había sido un turno de treinta horas, estaban cansadísimos.
Patón preguntó: “¿Creéis que nos ven como un problema o como una solución?”. Pedro respondió jocoso: “¿Te refieres a los malos o a sus víctimas?”. Todos rieron.
Cuando Pedro salió a la cubierta tendiendo el bichero hacia Samir a fin de que se abarloaran a la patrullera, Samir hizo un giro instintivo, se agachó encorvando la espalda. En su mente estaba la imagen de la policía dándole palos. Entonces Pedro dio la vuelta al bichero fijando el gancho a la madera. Tiró con fuerza y pegó la banda de la patera al espejo de popa. Patón, el patrón y Cándido, el mecánico, les fueron ayudando a pasar a bordo, los sentaron juntos en la popa, les dieron mantas y agua. Luego llamaron por radio para que parejas de tierra buscasen a los demás. Al día siguiente cuatro aparecieron entre las rocas, allí se escondieron quedándose dentro del agua, con el cansancio se durmieron y murieron por hipotermia.
Eran las tres y media de la madrugada cuando los guardias hacían el relevo. Había sido un turno de treinta horas, estaban cansadísimos.
Patón preguntó: “¿Creéis que nos ven como un problema o como una solución?”. Pedro respondió jocoso: “¿Te refieres a los malos o a sus víctimas?”. Todos rieron.