Hubo un tiempo en que me gustaba pescar; me gustaba preparar los aparejos, la caña, el sedal, el carrete, los cebos, la cesta…Me hacía ilusión esperar al sábado o el domingo para ir hasta el río y disfrutar de un día para mí solo. Allí sentado en la orilla, a la sombra de un sauce llorón, con un buen libro entre las manos me pasaba las horas esperando que algún pez decidiera sacarme de mi ensimismamiento.
En esas jornadas junto al río aprendí lo que era la paciencia, la meditación, la observación tanto de mí mismo como de todo lo que constituía mi vida. Y aprendí también lo que significaba la vida en todas sus acepciones: la del insecto que zumbaba junto a mis oídos, la de la flor silvestre que ha pugnado por crecer y destacar entre sus congéneres, la de los propios peces, que de vez en cuando se enganchaban en el anzuelo.
Y me gustaba coger el pez entre mis manos y, antes de soltarle otra vez al río, mirarle a los ojos y decirle: ve, corre a decirle a tus hermanos que hay otro tipo de vida fuera del agua, pero que es peligroso tratar de vivir en ella, que sean cautos y no se dejen engañar por todo lo que parece apetitoso, que les va la vida en ello; que hay seres fuera del agua que no siempre les devolverán al agua si por incautos caen en sus redes… Me imaginaba que el pez me entendía y que incluso me daba las gracias, mientras boqueaba por falta de aire.
De eso hace ya mucho tiempo, pero me acuerdo del pez fuera del agua y lo comparo con muchos seres humanos que he ido conociendo a lo largo de la historia de la humanidad. Seres humanos que debido a su apetito voraz no han tenido la prudencia de mirar si unido al bocado apetitoso había un anzuelo que los llevaría a vivir situaciones contrarias a lo que un día imaginaron que sería su vida.
En la actualidad, los políticos que buscan mantenerse en el poder por el poder, los financieros, los ejecutivos de las grandes corporaciones, los que creen que teniendo más son más y, en general, los que han colocado a las cosas por encima de las personas, no son muy conscientes de que están nadando en un río –el de la vida- en cuyas orillas se hallan sentados los pescadores de voluntades, los pescadores de peces cuyo ego les hace sobresalir del resto y por lo cual son muy apreciados por esos pescadores, que ven en ellos un plato suculento que les reportará grandes beneficios.
La técnica de pesca es sencilla, para que se confíen echan mucha carnaza en el río y entre ella los anzuelos: coches lujosos, beneficios económicos, grandes fiestas, viajes, lujo… y todos muy contentos de dejarse pescar hasta que los pescadores les exigen su alma, sí, porque la voluntad, el libre albedrío, lo que distingue a los seres humanos de sus antecesores los primates, es el alma o espíritu.
Toda vuestra literatura está plagada de historias de personas que, deseando tener fama, belleza o fortuna a cualquier precio, venden su alma al diablo, aunque el diablo esté vestido de aquellos personajes que –en la sombra- pretenden manejar los hilos del mundo o, lo que es lo mismo, los sedales de las cañas de pescar.
Lo que estos oscuros personajes no quieren reconocer es que ellos también son pececillos que no podrán sobrevivir a eso tan misterioso que llamamos VIDA.
Con amor, Shaogen.
En esas jornadas junto al río aprendí lo que era la paciencia, la meditación, la observación tanto de mí mismo como de todo lo que constituía mi vida. Y aprendí también lo que significaba la vida en todas sus acepciones: la del insecto que zumbaba junto a mis oídos, la de la flor silvestre que ha pugnado por crecer y destacar entre sus congéneres, la de los propios peces, que de vez en cuando se enganchaban en el anzuelo.
Y me gustaba coger el pez entre mis manos y, antes de soltarle otra vez al río, mirarle a los ojos y decirle: ve, corre a decirle a tus hermanos que hay otro tipo de vida fuera del agua, pero que es peligroso tratar de vivir en ella, que sean cautos y no se dejen engañar por todo lo que parece apetitoso, que les va la vida en ello; que hay seres fuera del agua que no siempre les devolverán al agua si por incautos caen en sus redes… Me imaginaba que el pez me entendía y que incluso me daba las gracias, mientras boqueaba por falta de aire.
De eso hace ya mucho tiempo, pero me acuerdo del pez fuera del agua y lo comparo con muchos seres humanos que he ido conociendo a lo largo de la historia de la humanidad. Seres humanos que debido a su apetito voraz no han tenido la prudencia de mirar si unido al bocado apetitoso había un anzuelo que los llevaría a vivir situaciones contrarias a lo que un día imaginaron que sería su vida.
En la actualidad, los políticos que buscan mantenerse en el poder por el poder, los financieros, los ejecutivos de las grandes corporaciones, los que creen que teniendo más son más y, en general, los que han colocado a las cosas por encima de las personas, no son muy conscientes de que están nadando en un río –el de la vida- en cuyas orillas se hallan sentados los pescadores de voluntades, los pescadores de peces cuyo ego les hace sobresalir del resto y por lo cual son muy apreciados por esos pescadores, que ven en ellos un plato suculento que les reportará grandes beneficios.
La técnica de pesca es sencilla, para que se confíen echan mucha carnaza en el río y entre ella los anzuelos: coches lujosos, beneficios económicos, grandes fiestas, viajes, lujo… y todos muy contentos de dejarse pescar hasta que los pescadores les exigen su alma, sí, porque la voluntad, el libre albedrío, lo que distingue a los seres humanos de sus antecesores los primates, es el alma o espíritu.
Toda vuestra literatura está plagada de historias de personas que, deseando tener fama, belleza o fortuna a cualquier precio, venden su alma al diablo, aunque el diablo esté vestido de aquellos personajes que –en la sombra- pretenden manejar los hilos del mundo o, lo que es lo mismo, los sedales de las cañas de pescar.
Lo que estos oscuros personajes no quieren reconocer es que ellos también son pececillos que no podrán sobrevivir a eso tan misterioso que llamamos VIDA.
Con amor, Shaogen.