El agua y el fuego en los ritos de paso
En el libro “El Segundo Nacimiento” el místico Omraam Mikhaël Aïvanhov, interpreta estas palabras de Jesús de la manera siguiente: “el agua corresponde al corazón, al amor, al principio femenino y pasivo. El fuego corresponde al espíritu, a la sabiduría, al principio masculino, activo. Debemos, pues, nacer de estos dos principios, amor y sabiduría, para poder entrar en el Reino de Dios. Estos dos principios, el amor y la sabiduría, dan nacimiento a la verdad. (...) Cuando nuestro intelecto sea como el sol y nuestro corazón como el agua del manantial que fluye, entonces naceremos por segunda vez”.
Ciertamente tanto en los ritos de paso de muchas culturas como en los procesos de diversas terapéuticas y técnicas de desarrollo personal, se da suma importancia a la utilización de estos dos elementos, agua y fuego, para el adecuado tránsito, purificación, transformación e iluminación del ser humano en sus sucesivas etapas evolutivas.
Así podemos ver que, en el cristianismo, el bautismo es uno de los ritos centrales, en el que el niño es bañado en agua, ungido en aceite e iluminado por la luz del fuego representado en la vela que se entrega a los padrinos: es su renacimiento a la vida espiritual, la posibilidad de acceder al conocimiento de misterios deseados, la promesa de entrar en la vida eterna.
En la cultura hindú las piras funerarias arden día y noche a orillas del Ganges, para después extender las cenizas de los difuntos sobre las aguas del río, así sus almas se liberan de los pecados cometidos en vidas pasadas y se preparan para entrar en la luz.
En otras culturas el tránsito de la muerte al más allá se realizaba colocando el cuerpo del fallecido en una canoa ardiente que se dejaba navegar por un lago, río caudaloso o en el mar hasta que se perdía en el horizonte y sus cenizas se hundían en las aguas. También merecen mención los miles de manantiales de aguas termales de Japón, que son bendecidos por los habitantes de este país como un regalo de los dioses a la Tierra, con lo que muchos de sus santuarios más antiguos fueron construidos cerca de estos lugares venerados.
Ciertamente tanto en los ritos de paso de muchas culturas como en los procesos de diversas terapéuticas y técnicas de desarrollo personal, se da suma importancia a la utilización de estos dos elementos, agua y fuego, para el adecuado tránsito, purificación, transformación e iluminación del ser humano en sus sucesivas etapas evolutivas.
Así podemos ver que, en el cristianismo, el bautismo es uno de los ritos centrales, en el que el niño es bañado en agua, ungido en aceite e iluminado por la luz del fuego representado en la vela que se entrega a los padrinos: es su renacimiento a la vida espiritual, la posibilidad de acceder al conocimiento de misterios deseados, la promesa de entrar en la vida eterna.
En la cultura hindú las piras funerarias arden día y noche a orillas del Ganges, para después extender las cenizas de los difuntos sobre las aguas del río, así sus almas se liberan de los pecados cometidos en vidas pasadas y se preparan para entrar en la luz.
En otras culturas el tránsito de la muerte al más allá se realizaba colocando el cuerpo del fallecido en una canoa ardiente que se dejaba navegar por un lago, río caudaloso o en el mar hasta que se perdía en el horizonte y sus cenizas se hundían en las aguas. También merecen mención los miles de manantiales de aguas termales de Japón, que son bendecidos por los habitantes de este país como un regalo de los dioses a la Tierra, con lo que muchos de sus santuarios más antiguos fueron construidos cerca de estos lugares venerados.
Sanación y metamorfosis a través del agua y del fuego
En la mayoría de los rituales chamánicos de diversas tradiciones, se conjuga la utilización del agua y el fuego para la sanación y metamorfosis, combinados con cantos y danzas. Destacable es el Temazcal o Inipi, de los nativos americanos, en el que, en el agujero excavado en el centro de una choza de ramas cubierta por mantas, se depositan piedras previamente calentadas al rojo vivo en una hoguera, sobre las que se vierte agua y plantas medicinales, mientras los participantes cantan y recitan oraciones para su purificación e iluminación. En la oscuridad de ese “útero de la madre tierra” tiene lugar una poderosa transformación a favor de la vida.
Más reciente es la técnica del Rebirthing o Renacimiento que, en su variante originaria y principal, utiliza la respiración conectada de energía en inmersiones en agua muy caliente, para inducir a un estado de conciencia modificada que permita revivir las experiencias traumáticas de los periodos pre y perinatal, limpiar los daños y renacer a una vida más plena e integrada con el propósito que cada espíritu trae a su encarnación correspondiente.
Por otro lado, el agua y el fuego siempre han tenido un papel fundamental en la meditación y la contemplación, esas técnicas que nos conectan tan profundamente con la esencia divina que habita en nuestro interior. Incluso los menos iniciados en estas valiosas disciplinas, seguramente han podido comprobar alguna vez los beneficios de sentarse junto fluir de un manantial o quedarse absortos ante la contemplación del mar o un lago al amanecer o atardecer; o junto a una hoguera en el medio de la naturaleza o en el hogar. La tristeza, el enfado y los malestares “enormes” de la vida se disuelven en pocos minutos ante tan magnífica presencia y entramos en contacto con nuestra verdadera naturaleza espiritual. Nos transportamos de la experiencia cotidiana a otro nivel de realidad, en la que podemos comprender nuestro auténtico destino como seres humanos conscientes. Sucede una instantánea y pequeña o gran metamorfosis.
Hoy la ciencia comienza a admitir y demostrar que las aguas tradicionalmente sagradas y curativas son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las demás aguas, encontrando gran riqueza en minerales como el germanio, que colabora en mantener niveles de oxígeno muy altos en el agua y, por tanto, una cantidad significativa de energía. Así mismo, investigaciones recientes indican que el agua capta y transmite energías -de ahí la explicación coherente al funcionamiento de la homeopatía, la terapia floral y otras-. La misma composición del agua, hidrógeno y oxígeno, muestra una potencial fuente de energía –y con ella de fuego- en su interior.
Más reciente es la técnica del Rebirthing o Renacimiento que, en su variante originaria y principal, utiliza la respiración conectada de energía en inmersiones en agua muy caliente, para inducir a un estado de conciencia modificada que permita revivir las experiencias traumáticas de los periodos pre y perinatal, limpiar los daños y renacer a una vida más plena e integrada con el propósito que cada espíritu trae a su encarnación correspondiente.
Por otro lado, el agua y el fuego siempre han tenido un papel fundamental en la meditación y la contemplación, esas técnicas que nos conectan tan profundamente con la esencia divina que habita en nuestro interior. Incluso los menos iniciados en estas valiosas disciplinas, seguramente han podido comprobar alguna vez los beneficios de sentarse junto fluir de un manantial o quedarse absortos ante la contemplación del mar o un lago al amanecer o atardecer; o junto a una hoguera en el medio de la naturaleza o en el hogar. La tristeza, el enfado y los malestares “enormes” de la vida se disuelven en pocos minutos ante tan magnífica presencia y entramos en contacto con nuestra verdadera naturaleza espiritual. Nos transportamos de la experiencia cotidiana a otro nivel de realidad, en la que podemos comprender nuestro auténtico destino como seres humanos conscientes. Sucede una instantánea y pequeña o gran metamorfosis.
Hoy la ciencia comienza a admitir y demostrar que las aguas tradicionalmente sagradas y curativas son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las demás aguas, encontrando gran riqueza en minerales como el germanio, que colabora en mantener niveles de oxígeno muy altos en el agua y, por tanto, una cantidad significativa de energía. Así mismo, investigaciones recientes indican que el agua capta y transmite energías -de ahí la explicación coherente al funcionamiento de la homeopatía, la terapia floral y otras-. La misma composición del agua, hidrógeno y oxígeno, muestra una potencial fuente de energía –y con ella de fuego- en su interior.
¿Son el nacimiento y la muerte física la única expresión del destino humano?
De la importancia de todo lo descrito –y cada vez más certificable empírica y racionalmente- se desprende que es totalmente insuficiente pensar en el hecho del nacimiento y la muerte física, de la primera y la última respiración, para conocer el destino y el carácter del ser humano.
Desde la concepción, “algo” debe morir para dar lugar a una nueva expresión de la vida –y todo ello también sucede en base al agua y al fuego o energía-. Así, aparentemente, el óvulo y el espermatozoide mueren para dar lugar al zigoto que, en sucesivas divisiones, se transformará en el embrión, luego en el feto y más tarde en el recién nacido. Y digo “aparentemente” porque la esencia de ambas células de los progenitores permanece, con lo cual tal vez seria más preciso hablar de metamorfosis y no de muerte.
Igualmente, las sucesivas fases de la vida se pueden expresar en términos de muertes y nacimientos: el bebé muere para dar a luz al niño, y sucesivamente el niño al adolescente; éste al joven, el joven al adulto y el adulto al anciano. Somos distintos en cada etapa, pero nuestra identidad, el yo, permanece.
Cada día un porcentaje amplio de nuestras unidades básicas, las células, mueren, pero sus elementos constitutivos no se desaprovechan, sino que servirán, en forma de materia o energía, para el renacimiento de otras células. De esta manera al cabo de siete años nuestro organismo físico se ha renovado completamente, sólo queda una apariencia externa muy similar a la que fue. También muy probablemente nuestros pensamientos y emociones se han transformado y, sin embargo, algo permanece, no sentimos especialmente que seamos “otro”, de nuevo la esencia del yo persiste.
Desde la concepción, “algo” debe morir para dar lugar a una nueva expresión de la vida –y todo ello también sucede en base al agua y al fuego o energía-. Así, aparentemente, el óvulo y el espermatozoide mueren para dar lugar al zigoto que, en sucesivas divisiones, se transformará en el embrión, luego en el feto y más tarde en el recién nacido. Y digo “aparentemente” porque la esencia de ambas células de los progenitores permanece, con lo cual tal vez seria más preciso hablar de metamorfosis y no de muerte.
Igualmente, las sucesivas fases de la vida se pueden expresar en términos de muertes y nacimientos: el bebé muere para dar a luz al niño, y sucesivamente el niño al adolescente; éste al joven, el joven al adulto y el adulto al anciano. Somos distintos en cada etapa, pero nuestra identidad, el yo, permanece.
Cada día un porcentaje amplio de nuestras unidades básicas, las células, mueren, pero sus elementos constitutivos no se desaprovechan, sino que servirán, en forma de materia o energía, para el renacimiento de otras células. De esta manera al cabo de siete años nuestro organismo físico se ha renovado completamente, sólo queda una apariencia externa muy similar a la que fue. También muy probablemente nuestros pensamientos y emociones se han transformado y, sin embargo, algo permanece, no sentimos especialmente que seamos “otro”, de nuevo la esencia del yo persiste.
El ciclo vida-muerte: traje de la realidad existencial
Mientras tanto la naturaleza muere y renace: la noche sigue al día, un nuevo día a la noche; lo orgánico se descompone para dar origen a una nueva vida; al frío y desolación vital del invierno le sigue la fertilidad y latido de la primavera... Nada se pierde, todo se transforma.
Todo parece dispuesto para enseñarnos que el ciclo vida-muerte sólo es el traje con que se viste la auténtica realidad del sentido de la existencia: la permanencia de la vida y la cualidad más inminente de su manifestación que es el cambio, también permanente.
Sólo la oscuridad en que se mantiene nuestra conciencia impide que podamos comprender este hecho. La vida diaria nos empuja a muchas personas hacia la plenitud y la iluminación de dicha verdad, pero, como no comprendemos los ritos de iniciación o pasaje, no podemos entender lo que nos sucede.
Así, durante el día fingimos estar bien y felices y, de vuelta a casa, a la soledad de nuestro interior, lloramos porque no entendemos nada de lo que sucede. Tal vez hemos sido abandonados por alguien a quien amábamos, o nos enfrentamos a una enfermedad terrible o a la muerte de un ser querido o las cosas nos van mal sin motivo aparente. Y nos sentimos como víctimas, incapaces de afrontar ese despiadado destino que se cierne sobre nosotros. Y así, el sufrimiento induce a la evasión con la comida, el alcohol, las drogas, el sexo, la televisión y quién sabe cuántas adicciones más.
Todo parece dispuesto para enseñarnos que el ciclo vida-muerte sólo es el traje con que se viste la auténtica realidad del sentido de la existencia: la permanencia de la vida y la cualidad más inminente de su manifestación que es el cambio, también permanente.
Sólo la oscuridad en que se mantiene nuestra conciencia impide que podamos comprender este hecho. La vida diaria nos empuja a muchas personas hacia la plenitud y la iluminación de dicha verdad, pero, como no comprendemos los ritos de iniciación o pasaje, no podemos entender lo que nos sucede.
Así, durante el día fingimos estar bien y felices y, de vuelta a casa, a la soledad de nuestro interior, lloramos porque no entendemos nada de lo que sucede. Tal vez hemos sido abandonados por alguien a quien amábamos, o nos enfrentamos a una enfermedad terrible o a la muerte de un ser querido o las cosas nos van mal sin motivo aparente. Y nos sentimos como víctimas, incapaces de afrontar ese despiadado destino que se cierne sobre nosotros. Y así, el sufrimiento induce a la evasión con la comida, el alcohol, las drogas, el sexo, la televisión y quién sabe cuántas adicciones más.
Una posibilidad de metamorfosis a un estado luminoso
Pero a todos se nos presenta la posibilidad de renacer a una vida diferente. Cada día los fracasos, los síntomas físicos, los sentimientos de inferioridad o culpa y el agobiante peso de los problemas se convierten en el estímulo que impulsa a renunciar a las ataduras superfluas y a la posibilidad de brotar de las ruinas del pasado. Sólo confiar en la disolución de quienes creemos ser en el agua y el fuego del Dios que realmente somos, permite ese segundo nacimiento y la metamorfosis a un estado luminoso.
El aferrarse a lo conocido, la negativa a hacer los sacrificios necesarios, con la consiguiente resistencia al crecimiento, nos impiden abrirnos a una nueva vida. De ahí el temor a la muerte física, esa gran desconocida que parece invitarnos a un cese de la existencia y que, en realidad, no es más que un tránsito, un cambio de estado del ser en el viaje de la vida, como parecen demostrar los múltiples documentos de las experiencias cercanas a la muerte.
Como dice Marion Woodman: “Sin ritos culturales en que apoyarse cuando se salta de un nivel de conciencia a otro, no hay muros de contención para encauzar el proceso. Sin comprender los mitos o la religión, o la relación entre muerte y renacimiento, destrucción y construcción, el individuo padece los misterios de la vida como un caos carente de sentido, y lo hace a solas.”
El segundo nacimiento corresponde al momento en que la conciencia se transforma en supraconciencia, en que el ser se ilumina, se renueva en otra visión del mundo. Esta nueva vida no comprende únicamente conocimientos teóricos, sino que es un estado de conciencia, un conjunto de pensamientos, de sentimientos y de actos que uno debe vivir para el bien de los demás y para el suyo propio. El que ha renacido representa un manantial viviente del que fluye un agua pura y en cuyas riberas se instala toda la creación.
En palabras de Ramana Maharshi: “Quien encuentra el camino al núcleo del Yo (...) por medio de la pregunta ¿de dónde soy yo?, encuentra el camino de regreso a su fuente primordial, nace y renace. Sabed que quien así nace es el más sabio de los sabios porque está renaciendo de nuevo en cada momento de su vida”.
El aferrarse a lo conocido, la negativa a hacer los sacrificios necesarios, con la consiguiente resistencia al crecimiento, nos impiden abrirnos a una nueva vida. De ahí el temor a la muerte física, esa gran desconocida que parece invitarnos a un cese de la existencia y que, en realidad, no es más que un tránsito, un cambio de estado del ser en el viaje de la vida, como parecen demostrar los múltiples documentos de las experiencias cercanas a la muerte.
Como dice Marion Woodman: “Sin ritos culturales en que apoyarse cuando se salta de un nivel de conciencia a otro, no hay muros de contención para encauzar el proceso. Sin comprender los mitos o la religión, o la relación entre muerte y renacimiento, destrucción y construcción, el individuo padece los misterios de la vida como un caos carente de sentido, y lo hace a solas.”
El segundo nacimiento corresponde al momento en que la conciencia se transforma en supraconciencia, en que el ser se ilumina, se renueva en otra visión del mundo. Esta nueva vida no comprende únicamente conocimientos teóricos, sino que es un estado de conciencia, un conjunto de pensamientos, de sentimientos y de actos que uno debe vivir para el bien de los demás y para el suyo propio. El que ha renacido representa un manantial viviente del que fluye un agua pura y en cuyas riberas se instala toda la creación.
En palabras de Ramana Maharshi: “Quien encuentra el camino al núcleo del Yo (...) por medio de la pregunta ¿de dónde soy yo?, encuentra el camino de regreso a su fuente primordial, nace y renace. Sabed que quien así nace es el más sabio de los sabios porque está renaciendo de nuevo en cada momento de su vida”.
Juan José Hervás Martín
Terapeuta y formador Centro Ailim
www.ailim.es
Terapeuta y formador Centro Ailim
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