Y es que recordemos que todas nuestras percepciones son filtradas por la mente y en última instancia por el lenguaje verbal, por nuestras experiencias previas, nuestras expectativas…, de manera que nada o casi nada es neutro. Lo que de una manera u otra manifestamos (verbal, no verbal, gestos, gustos, acciones y reacciones) viene dado por lo no manifiesto: los pensamientos, y éstos en buena medida codificados por el lenguaje de las palabras. Pero vayamos ya concretando un poco estas apreciaciones a partir de diversos ejemplos.
Cuando de manera oral o mental nos decimos “Tengo que planchar …, debo planchar” (por ejemplo, para mí), estamos marcando una tarea cargante o cuanto menos inoportuna y que, por tanto, rechazaría. Pero soy “víctima” de esa “obligación”. Es decir, pongo todo el poder fuera, me resisto y lo hago sin interés alguno. Por el contrario, aprendo a modificar ese patrón mental y diciéndome a mí mismo, “voy a planchar”, “quiero planchar”. No me estoy autoengañando, sino que estoy usando estratégicamente el lenguaje a mi favor. Yo soy el protagonista, no la víctima.
Veámoslo con otros ejemplos con que nos ilustra la PNL (Programación Neurolingüística). Si estoy acostumbrado a decir o a decirme “necesito …”, sucede algo parecido, yo me sitúo en el estado de precariedad, como si fuera un “mendigo” que extendiera mi mano para que alguien de “fuera” me socorriera. Sigo dependiendo de los demás, no me empodero. Voy a paliar este anclaje mental con otra expresión que muestre que el poder está en mí: “quiero…, voy…”. El contexto, las circunstancias modularán el uso o no de estas expresiones. Pero si de manera inconsciente somos propensos a usarlas nos estamos haciendo más débiles.
Cuando de manera oral o mental nos decimos “Tengo que planchar …, debo planchar” (por ejemplo, para mí), estamos marcando una tarea cargante o cuanto menos inoportuna y que, por tanto, rechazaría. Pero soy “víctima” de esa “obligación”. Es decir, pongo todo el poder fuera, me resisto y lo hago sin interés alguno. Por el contrario, aprendo a modificar ese patrón mental y diciéndome a mí mismo, “voy a planchar”, “quiero planchar”. No me estoy autoengañando, sino que estoy usando estratégicamente el lenguaje a mi favor. Yo soy el protagonista, no la víctima.
Veámoslo con otros ejemplos con que nos ilustra la PNL (Programación Neurolingüística). Si estoy acostumbrado a decir o a decirme “necesito …”, sucede algo parecido, yo me sitúo en el estado de precariedad, como si fuera un “mendigo” que extendiera mi mano para que alguien de “fuera” me socorriera. Sigo dependiendo de los demás, no me empodero. Voy a paliar este anclaje mental con otra expresión que muestre que el poder está en mí: “quiero…, voy…”. El contexto, las circunstancias modularán el uso o no de estas expresiones. Pero si de manera inconsciente somos propensos a usarlas nos estamos haciendo más débiles.
La “carga” de algunas palabras
Por otra parte, existen también otras palabras con un enorme peso, es por ejemplo la palabra “PROBLEMA”. Es grande la sensación de carga que le añadimos a la situación. Sustituyámosla (al menos mentalmente) por “reto, desafío, enseñanza”. La actitud que generamos será muy distinta. Me enfrento a esa incómoda situación, pero de ello extraeré aprendizajes, experiencias… Incluso puede que conozca a alguna persona valiosa. Recuerdo en este punto a un antiguo amigo que tuvo un accidente de moto y tuvo que estar cerca de un mes hospitalizado. Si no ha habido cambios la enfermera que lo atendió acabó siendo su esposa y madre de sus dos hijos. Es aquello de la botella medio vacía o medio llena. De esta manera estarás más dichoso y dejas de condenar “tu mala suerte”.
En este sentido, también deberíamos ser más restrictivos con la conjunción “PERO”, pues resta mucha energía a todo lo que hayamos dicho antes. Cuando oímos que nos dicen un “pero” … malo, como si todo lo anterior apenas tuviera valor, como si ahora viniera lo importante. Sabiendo esto, sustituyámosla en ocasiones por un “Y”. Por ejemplo, “de acuerdo, sales con Ana y Marcos esta noche, y no vengas más tarde de la una” (indicación que daríamos a nuestro hijo o hija adolescente, por ejemplo). Así “suena”, menos restrictiva la comunicación.
Por último, reflexionemos un momento cuán perniciosas son las siguientes expresiones en educación (dentro y fuera del ámbito escolar), y cómo su influencia queda casi permanentemente cuando alguien es objeto de ellas y máxime si provienen reiteradamente de algún adulto relevante (madre, padre, familiar, docente, entrenador…):
“Eres un desordenado”, promovemos el desorden.
“Siempre estás fastidiando”, fastidiarás aún más.
“Debes aprender de tu hermano / prima”, rechazo o celos al hermano o a la prima.
“Estoy harto de ti”, incentivamos el desamor.
“Me matas a disgustos”, más desamor y temor.
“Eres un mentiroso”, se reafirmará más en la mentira.
“Cada día te portas peor”, se reafirmará en esa actitud, es lo que sabe hacer muy bien.
Y así un largo etcétera de manera que cuando ese niño o ese adolescente llegue a la edad adulta portará una pesada “mochila” con tales frustraciones. Y cuando la vida le ponga ante una de esas afirmaciones cargantes resultará que aflorarán e incluso no sabrá por qué, o bien pensará “ya me lo decía mi padre / madre”.
¿Y cómo se podrían reformular esos reproches con expresiones que no dañen a la persona, que no le hagan sentirse una y otra vez mal cuando son pequeños? Por ejemplo, algunas alternativas lingüísticas llegado el caso: “sabes cuánto me gusta que ordenes la habitación” o “el domingo pasado dejaste genial la habitación”. Así evitamos repetir “eres un desordenado” / “ordena la habitación” (además de que ya le “resbala”).
En este sentido, también deberíamos ser más restrictivos con la conjunción “PERO”, pues resta mucha energía a todo lo que hayamos dicho antes. Cuando oímos que nos dicen un “pero” … malo, como si todo lo anterior apenas tuviera valor, como si ahora viniera lo importante. Sabiendo esto, sustituyámosla en ocasiones por un “Y”. Por ejemplo, “de acuerdo, sales con Ana y Marcos esta noche, y no vengas más tarde de la una” (indicación que daríamos a nuestro hijo o hija adolescente, por ejemplo). Así “suena”, menos restrictiva la comunicación.
Por último, reflexionemos un momento cuán perniciosas son las siguientes expresiones en educación (dentro y fuera del ámbito escolar), y cómo su influencia queda casi permanentemente cuando alguien es objeto de ellas y máxime si provienen reiteradamente de algún adulto relevante (madre, padre, familiar, docente, entrenador…):
“Eres un desordenado”, promovemos el desorden.
“Siempre estás fastidiando”, fastidiarás aún más.
“Debes aprender de tu hermano / prima”, rechazo o celos al hermano o a la prima.
“Estoy harto de ti”, incentivamos el desamor.
“Me matas a disgustos”, más desamor y temor.
“Eres un mentiroso”, se reafirmará más en la mentira.
“Cada día te portas peor”, se reafirmará en esa actitud, es lo que sabe hacer muy bien.
Y así un largo etcétera de manera que cuando ese niño o ese adolescente llegue a la edad adulta portará una pesada “mochila” con tales frustraciones. Y cuando la vida le ponga ante una de esas afirmaciones cargantes resultará que aflorarán e incluso no sabrá por qué, o bien pensará “ya me lo decía mi padre / madre”.
¿Y cómo se podrían reformular esos reproches con expresiones que no dañen a la persona, que no le hagan sentirse una y otra vez mal cuando son pequeños? Por ejemplo, algunas alternativas lingüísticas llegado el caso: “sabes cuánto me gusta que ordenes la habitación” o “el domingo pasado dejaste genial la habitación”. Así evitamos repetir “eres un desordenado” / “ordena la habitación” (además de que ya le “resbala”).
Por último, con todo lo que hemos dicho dejamos abierta la puerta a la reflexión y a la imaginación para buscar alternativas más educativas.
Jesús Moreno Ramos
Dr. en Pedagogía