Hay dos momentos cumbre en el cristianismo: la muerte y la resurrección de Jesús. Sin embargo, parece que la muerte tiene más importancia que la propia resurrección. A mi modo de ver, el hecho de la resurrección debería ser el centro neurálgico de toda expresión artística relacionada con el Maestro. Santos alegres, contentos de saber que Jesús había resucitado de la muerte en lugar de hombres y mujeres tristes por su muerte, como si todo hubiera acabado allí, en el monte Calvario.
Si se observan alguna de las imágenes de los santos cristianos, podríamos llegar a la conclusión de que solo poniendo cara de mártir es como las “altas esferas” podrían oír sus súplicas o sus expresiones de amor. Miradas beatíficas al cielo, manos sobre el corazón o brazos abiertos en cruz… son algunas expresiones ante lo inefable.
Prácticamente, la iconografía recoge a personajes de hace unos cuantos siglos, cuando la ciencia aún no había sustituido a algunas creencias y era la fe la que se imponía socialmente so pena de ser excomulgado o algo peor, si no que se lo pregunten a Galileo o a Lutero a ver qué tal les fue por poner algunos reparos a las “verdades” y dogmas de la Iglesia.
El cristianismo debería estar basado, sobre todo, en la alegría de la Resurrección, no en los corazones traspasados de dolor. Debería basarse en la promesa de la vuelta a la vida, no en la muerte como final de todo. Para un profano, el dolor de María ante la imagen de su hijo crucificado es comprensible, pero para una mujer que desde su niñez vivió rodeada de hechos sobrenaturales y que sabía que Jesús no moriría realmente sino que pronto volvería de entre los muertos, el dolor no es tan comprensible.
En mi opinión, la Semana Santa con toda la parafernalia que conlleva, con tantas imágenes llenas de sangre, dolor y lágrimas, con tanto fervor popular y tanta devoción manifestada durante unos días, debería celebrarse solo el domingo de Resurrección, con alegría, danzas y cánticos por la “no muerte” de Jesús, dejando solo para los libros de historia o religiosos el relato de una injusticia dolorosa.
Las expresiones de tristeza y devoción que manifiestan quienes asisten a las procesiones de la Semana Santa, fiel reflejo de los iconos que se encuentran repartidos por todo el mundo, son el resultado de siglos de educación religiosa donde se trataba de que el pueblo llano asumiera que su dolor y su desgracia era algo aceptable -dado que Jesús era el paradigma de esa forma de vivir-, mientras los ricos y poderosos lo eran por la “gracia divina” que cuidaba de ellos merced a las limosnas o regalos que daban a la Iglesia.
Los ruegos a las “Alturas” para obtener algún favor, sea éste de salud o de cualquier otra índole, necesitaban que el peticionario manifestara un comportamiento humilde y fervoroso, de ahí las expresiones de los santos reflejadas en los cuadros que adornan las iglesias y catedrales del mundo cristiano. No puedo imaginarme a un cristiano, que se precie de tal, pidiendo un favor a Dios si no hace una promesa que sea lo suficientemente penosa para que Dios se apiade de él y se lo conceda.
En fin, que probablemente algún día llegaré a comprender y aceptar las incoherencias a las que somos tan proclives los seres humanos, sobre todo en materia religiosa, algo que no parece que haya mucha intención de tratar por quienes corresponda, en un momento de la historia en que están naciendo seres humanos con un nivel de conocimiento innato muy superior al de generaciones anteriores, entre las que me encuentro.
Si se observan alguna de las imágenes de los santos cristianos, podríamos llegar a la conclusión de que solo poniendo cara de mártir es como las “altas esferas” podrían oír sus súplicas o sus expresiones de amor. Miradas beatíficas al cielo, manos sobre el corazón o brazos abiertos en cruz… son algunas expresiones ante lo inefable.
Prácticamente, la iconografía recoge a personajes de hace unos cuantos siglos, cuando la ciencia aún no había sustituido a algunas creencias y era la fe la que se imponía socialmente so pena de ser excomulgado o algo peor, si no que se lo pregunten a Galileo o a Lutero a ver qué tal les fue por poner algunos reparos a las “verdades” y dogmas de la Iglesia.
El cristianismo debería estar basado, sobre todo, en la alegría de la Resurrección, no en los corazones traspasados de dolor. Debería basarse en la promesa de la vuelta a la vida, no en la muerte como final de todo. Para un profano, el dolor de María ante la imagen de su hijo crucificado es comprensible, pero para una mujer que desde su niñez vivió rodeada de hechos sobrenaturales y que sabía que Jesús no moriría realmente sino que pronto volvería de entre los muertos, el dolor no es tan comprensible.
En mi opinión, la Semana Santa con toda la parafernalia que conlleva, con tantas imágenes llenas de sangre, dolor y lágrimas, con tanto fervor popular y tanta devoción manifestada durante unos días, debería celebrarse solo el domingo de Resurrección, con alegría, danzas y cánticos por la “no muerte” de Jesús, dejando solo para los libros de historia o religiosos el relato de una injusticia dolorosa.
Las expresiones de tristeza y devoción que manifiestan quienes asisten a las procesiones de la Semana Santa, fiel reflejo de los iconos que se encuentran repartidos por todo el mundo, son el resultado de siglos de educación religiosa donde se trataba de que el pueblo llano asumiera que su dolor y su desgracia era algo aceptable -dado que Jesús era el paradigma de esa forma de vivir-, mientras los ricos y poderosos lo eran por la “gracia divina” que cuidaba de ellos merced a las limosnas o regalos que daban a la Iglesia.
Los ruegos a las “Alturas” para obtener algún favor, sea éste de salud o de cualquier otra índole, necesitaban que el peticionario manifestara un comportamiento humilde y fervoroso, de ahí las expresiones de los santos reflejadas en los cuadros que adornan las iglesias y catedrales del mundo cristiano. No puedo imaginarme a un cristiano, que se precie de tal, pidiendo un favor a Dios si no hace una promesa que sea lo suficientemente penosa para que Dios se apiade de él y se lo conceda.
En fin, que probablemente algún día llegaré a comprender y aceptar las incoherencias a las que somos tan proclives los seres humanos, sobre todo en materia religiosa, algo que no parece que haya mucha intención de tratar por quienes corresponda, en un momento de la historia en que están naciendo seres humanos con un nivel de conocimiento innato muy superior al de generaciones anteriores, entre las que me encuentro.