En el transcurso de la vida podemos darnos cuenta de que para estar sanos es importante cultivar la serenidad. Pero ¿cómo lograrlo? ¿Cómo hacer para que no nos afecte lo que sucede a nuestro alrededor?
En primer lugar, tenemos que tomar consciencia de que la serenidad es un estado interior. Por lo tanto, nada que esté fuera de nosotros debe ser impedimento para que manifestemos serenidad. El mundo es nuestro campo de trabajo para probar el grado de serenidad que podemos lograr y, al mismo tiempo, es un estímulo para fortalecerla. Cuando adquirimos neutralidad ante los acontecimientos y seguimos nuestro camino sin dispersión ni desorden, no nos alteramos con las circunstancias.
Varios factores pueden contribuir para tornarnos serenos, y uno de ellos es la superación del miedo. Si comprendemos que la llamada “muerte” es sólo despojarnos de los cuerpos materiales que usamos en nuestro pasaje por el mundo físico, el miedo va desapareciendo y la serenidad se puede instalar.
Otro factor que nos ayuda a desarrollar la serenidad es establecer un ritmo ordenado y armonioso en nuestro día a día. Esto disminuirá nuestra ansiedad de que las cosas comiencen o terminen según nuestras expectativas, casi siempre sin fundamento real. Así, podemos canalizar la atención, el pensamiento y el sentimiento en el ahora y no en el futuro que imaginamos. Es a partir de ahí que la rutina diaria no nos incomodará más y finalmente podremos advertir que la vida jamás termina.
El modo más seguro para alcanzar la serenidad es mediante el alineamiento de nuestra consciencia humana exterior con nuestros niveles espirituales, con nuestra alma. Creamos condiciones propicias para esto cuando perfeccionamos nuestro carácter y nuestras costumbres. Nuestro cerebro necesita adecuarse a ese alineamiento. Podemos prepararlo retirando de nuestros hábitos el uso del alcohol, del tabaco, y tener en cuenta que los alimentos con elevado contenido graso, así como el exceso de azúcar, perjudican el funcionamiento del cerebro. Además, debemos ofrecer al cuerpo suficiente descanso, pues los períodos de esfuerzo prolongado impiden que el cerebro tenga la rapidez necesaria para registrar lo que el alma tiene que decirnos. Si reservamos un momento durante el día para estar en quietud y practicamos ese aquietamiento sin esperar resultados, un día nos daremos cuenta de que nuestra mente está más calma, más concentrada, y por fin nos encontraremos serenos.
Debemos saber que la comprensión del sentido de la inmortalidad, que la vida con ritmo, que el alineamiento con el alma, todo eso ocurre según el servicio que prestamos en este mundo. Mantenernos conscientes de que nuestra vocación más íntima y profunda es servir desinteresadamente nos predispone a la serenidad. Reconocemos que no estamos en el mundo sencillamente para hacer las cosas de forma egoísta, como casi todos hacen, ni para hacerlas mejor que nuestros semejantes.
Ese servicio es un portal para la serenidad. Cuando tenemos una meta espiritual y altruista ¾una meta evolutiva¾ y cuando nos disponemos con todo nuestro ser a cumplirla, la vida diaria se convierte en una prolongación de la calma interior.
En primer lugar, tenemos que tomar consciencia de que la serenidad es un estado interior. Por lo tanto, nada que esté fuera de nosotros debe ser impedimento para que manifestemos serenidad. El mundo es nuestro campo de trabajo para probar el grado de serenidad que podemos lograr y, al mismo tiempo, es un estímulo para fortalecerla. Cuando adquirimos neutralidad ante los acontecimientos y seguimos nuestro camino sin dispersión ni desorden, no nos alteramos con las circunstancias.
Varios factores pueden contribuir para tornarnos serenos, y uno de ellos es la superación del miedo. Si comprendemos que la llamada “muerte” es sólo despojarnos de los cuerpos materiales que usamos en nuestro pasaje por el mundo físico, el miedo va desapareciendo y la serenidad se puede instalar.
Otro factor que nos ayuda a desarrollar la serenidad es establecer un ritmo ordenado y armonioso en nuestro día a día. Esto disminuirá nuestra ansiedad de que las cosas comiencen o terminen según nuestras expectativas, casi siempre sin fundamento real. Así, podemos canalizar la atención, el pensamiento y el sentimiento en el ahora y no en el futuro que imaginamos. Es a partir de ahí que la rutina diaria no nos incomodará más y finalmente podremos advertir que la vida jamás termina.
El modo más seguro para alcanzar la serenidad es mediante el alineamiento de nuestra consciencia humana exterior con nuestros niveles espirituales, con nuestra alma. Creamos condiciones propicias para esto cuando perfeccionamos nuestro carácter y nuestras costumbres. Nuestro cerebro necesita adecuarse a ese alineamiento. Podemos prepararlo retirando de nuestros hábitos el uso del alcohol, del tabaco, y tener en cuenta que los alimentos con elevado contenido graso, así como el exceso de azúcar, perjudican el funcionamiento del cerebro. Además, debemos ofrecer al cuerpo suficiente descanso, pues los períodos de esfuerzo prolongado impiden que el cerebro tenga la rapidez necesaria para registrar lo que el alma tiene que decirnos. Si reservamos un momento durante el día para estar en quietud y practicamos ese aquietamiento sin esperar resultados, un día nos daremos cuenta de que nuestra mente está más calma, más concentrada, y por fin nos encontraremos serenos.
Debemos saber que la comprensión del sentido de la inmortalidad, que la vida con ritmo, que el alineamiento con el alma, todo eso ocurre según el servicio que prestamos en este mundo. Mantenernos conscientes de que nuestra vocación más íntima y profunda es servir desinteresadamente nos predispone a la serenidad. Reconocemos que no estamos en el mundo sencillamente para hacer las cosas de forma egoísta, como casi todos hacen, ni para hacerlas mejor que nuestros semejantes.
Ese servicio es un portal para la serenidad. Cuando tenemos una meta espiritual y altruista ¾una meta evolutiva¾ y cuando nos disponemos con todo nuestro ser a cumplirla, la vida diaria se convierte en una prolongación de la calma interior.