El relato se inicia en una mañana cualquiera en una región de Vietnam. Era la década de los años 60 y el contexto bélico se extendía por todas partes. Incluso en todas aquellas tierras antes tranquilas, serenas y marcadas por las rutinas de su gente.
Ese día dos viejos pescadores navegaban río arriba cuando de pronto, avistaron una embarcación que se dirigía a ellos río abajo. Uno de los ancianos quiso remar hacia la orilla pensando que en ese barco iba el enemigo. El otro anciano, empezó a gritar a viva voz alzando su remo convencido de que era un pescador incauto y poco hábil.
Los dos pescadores empezaron a discutir entre sí como niños en un patio de colegio. Instantes después, la embarcación que iba río abajo los embistió de pleno lanzándolos al agua. Los ancianos se cogieron a los restos de madera flotantes descubriendo, para su asombro, que el otro barco iba vacío. Ninguno de los dos tenía razón. El auténtico enemigo estaba en sus mentes, en unas mentes demasiado obcecadas, además de unos ojos que ya no contaban con la agudeza visual de antaño.
Este relato lo he seleccionado porque me sirve de introducción al tema que nos ocupa por considerarlo relevante y actual y es que llevo un tiempo reflexionando y observando nuestros comportamientos y actitudes a la hora de comunicarnos entre nosotros, son tiempos de mucha crispación, estrés e incertidumbre y eso incide, entre otras cosas, a que las relaciones se resientan, dándome cuenta que la mayoría de nuestros desencuentros vienen propiciados por esos malentendidos, por posicionarnos en nuestras propias posturas y no ver más allá, Hay como una fuerza que nos arrastra a defender a capa y espada nuestras creencias y nuestra forma de ver y entender la vida.
La mayoría de conversaciones que establecemos en nuestro día a día tienen que ver con la opinión que tenemos de las cosas que suceden en nuestra vida y en el mundo. En palabras de filósofo Immanuel Kant: “No vemos el mundo como es sino como somos nosotros”. Tendemos a pensar que somos objetivos, pero lo cierto es que cada uno ha construido su propio “mapa mental” y este, a su vez, determina como experimentamos nuestra vida.
Compartimos puntos de vista sobre el concierto al que fuimos el fin de semana, el restaurante de turno, los amores y desamores, las vacaciones, la política, la religión, el trabajo… se trata de asuntos que depende de las vivencias subjetivas de cada uno y que siempre están filtrados desde nuestra particular perspectiva. Podemos pensar que nuestro punto de vista es mejor o más verdadero que el de los demás, pero probablemente ellos estén convencidos de lo mismo. Y en última instancia, las opiniones de los demás son dignas del mismo respeto y consideración con el que nosotros pretendemos que se traten las nuestras.
Entonces, ¿por qué tan a menudo entramos en conflicto con otras personas tratando de defender nuestra manera de ver las cosas? Lo cierto es que cuando el tener razón entra en escena, todo cambia. Todos dicen poseerla: el gobierno, la oposición, los padres, los hijos, los jefes, los empleados. En su nombre tratamos incansablemente imponer nuestro criterio y decir siempre la última palabra. Rígida e inflexible, siembra división, discordia, conflicto en todas nuestras relaciones. Si no nos la dan nos retiramos cabizbajos, resentidos y con la sensación de que nos hemos equivocado. Pero ¿es eso cierto? Y aún más importante ¿tener razón nos hace más felices, más competentes o mejores?
No es por casualidad que, en el último encuentro del Camino del Corazón de Posaderos, en El Escorial, en una posada nos preguntaran por esa cualidad que aún no está desarrollada del todo en nuestra vida. En mi caso escribí la Comunicación Asertiva, llevo tiempo trabajando en ella, intentando estar atenta a que cuando me expreso y escucho esté presente ya que la considero una forma de actuar y de relacionarme mucho más eficiente y amable, el saber expresar mis sentimientos y pensamientos tomando conciencia, no solo de mis propios derechos sino también de los del otro, marca notablemente la diferencia. Y es que me he dado cuenta, cómo hay personas que defienden “su verdad” como si en ello les fuera la vida, como si cualquier comentario fuera un ataque personal, se sienten heridas y responden con agresividad, ese dicho de “una buena defensa es siempre un buen ataque”.
Soy consciente que si he conectado con esa necesidad en los demás es porque, de alguna manera la he evidenciado en mí: proteger mis creencias, opiniones y verdades a toda costa. Me recuerda a lo dicho por Enrique Martínez Lozano en su libro “Metáforas de la No-Dualidad”: Todo lo que sale de mí, vuelve a mí, todo lo que veo fuera me refleja y todo lo que me ocurre es una oportunidad de aprendizaje.
El querer tener razón es como una obsesión que está arraigada en nuestra psique colectiva, necesitamos que los demás validen nuestras opciones vitales, nuestras decisiones, nuestras propias vivencias, poniendo de manifiesto nuestra falta de autoestima. Cuando tenemos puesto el foco de atención en la valoración externa, tener razón adquiere una gran relevancia.
En toda comunicación entran en juego dos verbos imprescindibles: Hablar y Escuchar. En la tradición del yoga y la filosofía hindú se identifica con el quinto chakra, el de la garganta, conocido en sánscrito como Visudda o Visuddi chakra. Se relaciona estrechamente con la comunicación, la expresión y la creatividad y por eso es interesante prestarle atención.
Visuddi chakra es el primero de los tres chakras superiores y establece la conexión con lo divino y espiritual. Funciona como un puente entre el corazón (Anahata chakra) y la mente (Ajna chakra), este centro energético nos demuestra cómo se refleja nuestra capacidad para comunicarnos con claridad y autenticidad, así como expresar emociones y pensamientos de manera consciente. A nivel físico, se vincula con la garganta y las glándulas tiroideas. Su color característico es el azul y su elemento asociado es el éter o el espacio. Este espacio y tiempo ofrece la posibilidad de expresar nuestras emociones y pensamientos desde nuestro yo más genuino.
Por ello saber estructurar el pensamiento y aplicar una forma correcta sobre lo que queremos decir es imperativo para que llegue el mensaje claro, partimos de la base que en la comunicación entre dos personas existen ruidos e interferencias, cuando aquello que uno quiere decir no es lo mismo que entiende el interlocutor, es entonces cuando la comunicación ha fallado. Y en esa comunicación entra en juego el otro verbo, Escuchar, aplicar esa escucha atenta, activa tiene la misma importancia y relevancia, que el saber hablar, comunicar pues de ello dependerá el poder conectar con el otro desde un prisma de cercanía y entendimiento, al mismo tiempo le estamos enviando un mensaje al otro de que nos importa, que estamos atentos a su sentir y su manifestación.
Pero, ¿realmente escuchamos con esa atención necesaria para poder a continuación responder al otro? ¿O por el contrario conforme le vamos escuchando ya nos vamos creando nuestra propia opinión de lo que nos dice y respondemos para llevarnos “el gato al agua”? Desde pequeños vamos a la escuela para aprender a hablar y escribir, pero nadie nos enseña a escuchar. Solemos pasar nuestros días limitándonos a oír.
Con esa actitud no logramos mejorar las situaciones, pero hay una buena noticia, podemos cambiar esa inercia tóxica y comprometernos con nosotros mismos y nuestras relaciones trabajando nuestra capacidad de escucha y atención. No obstante, cuando escuchamos desde ese nivel, dejamos de juzgar y creamos un espacio de comprensión que nos permite responder a nuestro interlocutor desde la responsabilidad y la consciencia. No se trata de ver quién tiene la razón, sino de crear un clima de empatía, confianza y autenticidad, en el que es posible comprender las necesidades, sentimientos y motivaciones de la otra persona. Esa es la esencia de una comunicación sana, incluso transformadora.
“Cuando me amé de verdad, desistí de querer tener siempre la razón. Y así erré menos veces. Hoy descubrí que eso es …Humildad”. (Kim Mcmillen).
Ese día dos viejos pescadores navegaban río arriba cuando de pronto, avistaron una embarcación que se dirigía a ellos río abajo. Uno de los ancianos quiso remar hacia la orilla pensando que en ese barco iba el enemigo. El otro anciano, empezó a gritar a viva voz alzando su remo convencido de que era un pescador incauto y poco hábil.
Los dos pescadores empezaron a discutir entre sí como niños en un patio de colegio. Instantes después, la embarcación que iba río abajo los embistió de pleno lanzándolos al agua. Los ancianos se cogieron a los restos de madera flotantes descubriendo, para su asombro, que el otro barco iba vacío. Ninguno de los dos tenía razón. El auténtico enemigo estaba en sus mentes, en unas mentes demasiado obcecadas, además de unos ojos que ya no contaban con la agudeza visual de antaño.
Este relato lo he seleccionado porque me sirve de introducción al tema que nos ocupa por considerarlo relevante y actual y es que llevo un tiempo reflexionando y observando nuestros comportamientos y actitudes a la hora de comunicarnos entre nosotros, son tiempos de mucha crispación, estrés e incertidumbre y eso incide, entre otras cosas, a que las relaciones se resientan, dándome cuenta que la mayoría de nuestros desencuentros vienen propiciados por esos malentendidos, por posicionarnos en nuestras propias posturas y no ver más allá, Hay como una fuerza que nos arrastra a defender a capa y espada nuestras creencias y nuestra forma de ver y entender la vida.
La mayoría de conversaciones que establecemos en nuestro día a día tienen que ver con la opinión que tenemos de las cosas que suceden en nuestra vida y en el mundo. En palabras de filósofo Immanuel Kant: “No vemos el mundo como es sino como somos nosotros”. Tendemos a pensar que somos objetivos, pero lo cierto es que cada uno ha construido su propio “mapa mental” y este, a su vez, determina como experimentamos nuestra vida.
Compartimos puntos de vista sobre el concierto al que fuimos el fin de semana, el restaurante de turno, los amores y desamores, las vacaciones, la política, la religión, el trabajo… se trata de asuntos que depende de las vivencias subjetivas de cada uno y que siempre están filtrados desde nuestra particular perspectiva. Podemos pensar que nuestro punto de vista es mejor o más verdadero que el de los demás, pero probablemente ellos estén convencidos de lo mismo. Y en última instancia, las opiniones de los demás son dignas del mismo respeto y consideración con el que nosotros pretendemos que se traten las nuestras.
Entonces, ¿por qué tan a menudo entramos en conflicto con otras personas tratando de defender nuestra manera de ver las cosas? Lo cierto es que cuando el tener razón entra en escena, todo cambia. Todos dicen poseerla: el gobierno, la oposición, los padres, los hijos, los jefes, los empleados. En su nombre tratamos incansablemente imponer nuestro criterio y decir siempre la última palabra. Rígida e inflexible, siembra división, discordia, conflicto en todas nuestras relaciones. Si no nos la dan nos retiramos cabizbajos, resentidos y con la sensación de que nos hemos equivocado. Pero ¿es eso cierto? Y aún más importante ¿tener razón nos hace más felices, más competentes o mejores?
No es por casualidad que, en el último encuentro del Camino del Corazón de Posaderos, en El Escorial, en una posada nos preguntaran por esa cualidad que aún no está desarrollada del todo en nuestra vida. En mi caso escribí la Comunicación Asertiva, llevo tiempo trabajando en ella, intentando estar atenta a que cuando me expreso y escucho esté presente ya que la considero una forma de actuar y de relacionarme mucho más eficiente y amable, el saber expresar mis sentimientos y pensamientos tomando conciencia, no solo de mis propios derechos sino también de los del otro, marca notablemente la diferencia. Y es que me he dado cuenta, cómo hay personas que defienden “su verdad” como si en ello les fuera la vida, como si cualquier comentario fuera un ataque personal, se sienten heridas y responden con agresividad, ese dicho de “una buena defensa es siempre un buen ataque”.
Soy consciente que si he conectado con esa necesidad en los demás es porque, de alguna manera la he evidenciado en mí: proteger mis creencias, opiniones y verdades a toda costa. Me recuerda a lo dicho por Enrique Martínez Lozano en su libro “Metáforas de la No-Dualidad”: Todo lo que sale de mí, vuelve a mí, todo lo que veo fuera me refleja y todo lo que me ocurre es una oportunidad de aprendizaje.
El querer tener razón es como una obsesión que está arraigada en nuestra psique colectiva, necesitamos que los demás validen nuestras opciones vitales, nuestras decisiones, nuestras propias vivencias, poniendo de manifiesto nuestra falta de autoestima. Cuando tenemos puesto el foco de atención en la valoración externa, tener razón adquiere una gran relevancia.
En toda comunicación entran en juego dos verbos imprescindibles: Hablar y Escuchar. En la tradición del yoga y la filosofía hindú se identifica con el quinto chakra, el de la garganta, conocido en sánscrito como Visudda o Visuddi chakra. Se relaciona estrechamente con la comunicación, la expresión y la creatividad y por eso es interesante prestarle atención.
Visuddi chakra es el primero de los tres chakras superiores y establece la conexión con lo divino y espiritual. Funciona como un puente entre el corazón (Anahata chakra) y la mente (Ajna chakra), este centro energético nos demuestra cómo se refleja nuestra capacidad para comunicarnos con claridad y autenticidad, así como expresar emociones y pensamientos de manera consciente. A nivel físico, se vincula con la garganta y las glándulas tiroideas. Su color característico es el azul y su elemento asociado es el éter o el espacio. Este espacio y tiempo ofrece la posibilidad de expresar nuestras emociones y pensamientos desde nuestro yo más genuino.
Por ello saber estructurar el pensamiento y aplicar una forma correcta sobre lo que queremos decir es imperativo para que llegue el mensaje claro, partimos de la base que en la comunicación entre dos personas existen ruidos e interferencias, cuando aquello que uno quiere decir no es lo mismo que entiende el interlocutor, es entonces cuando la comunicación ha fallado. Y en esa comunicación entra en juego el otro verbo, Escuchar, aplicar esa escucha atenta, activa tiene la misma importancia y relevancia, que el saber hablar, comunicar pues de ello dependerá el poder conectar con el otro desde un prisma de cercanía y entendimiento, al mismo tiempo le estamos enviando un mensaje al otro de que nos importa, que estamos atentos a su sentir y su manifestación.
Pero, ¿realmente escuchamos con esa atención necesaria para poder a continuación responder al otro? ¿O por el contrario conforme le vamos escuchando ya nos vamos creando nuestra propia opinión de lo que nos dice y respondemos para llevarnos “el gato al agua”? Desde pequeños vamos a la escuela para aprender a hablar y escribir, pero nadie nos enseña a escuchar. Solemos pasar nuestros días limitándonos a oír.
Con esa actitud no logramos mejorar las situaciones, pero hay una buena noticia, podemos cambiar esa inercia tóxica y comprometernos con nosotros mismos y nuestras relaciones trabajando nuestra capacidad de escucha y atención. No obstante, cuando escuchamos desde ese nivel, dejamos de juzgar y creamos un espacio de comprensión que nos permite responder a nuestro interlocutor desde la responsabilidad y la consciencia. No se trata de ver quién tiene la razón, sino de crear un clima de empatía, confianza y autenticidad, en el que es posible comprender las necesidades, sentimientos y motivaciones de la otra persona. Esa es la esencia de una comunicación sana, incluso transformadora.
“Cuando me amé de verdad, desistí de querer tener siempre la razón. Y así erré menos veces. Hoy descubrí que eso es …Humildad”. (Kim Mcmillen).