Decía Pascal que detrás de todas nuestras ocupaciones, y detrás de nuestro infatigable quehacer diario, lo que se esconde es nuestro miedo a quedarnos a solas con nosotros mismos, con nuestra realidad personal, y a enfrentarnos con nuestros sentimientos más íntimos, pues en el fondo intuimos lo vacía que realmente está nuestra vida y por ello rechazamos toda posibilidad de reflexión sobre nosotros mismos, y sobre nuestras ambiciones y deseos.
La vida se nos escapa a cada momento.
¿O somos nosotros los que dejamos que se escape?
Demasiadas ocupaciones, ¿Verdad?
¿O sería más acertado decir “demasiadas distracciones tal vez, ¿Verdad?”?
Es curioso este modo habitual de actuar en el que no valoramos ni apreciamos la vida en todo su esplendor y grandeza, ni a nosotros mismos, porque tal vez el sentido último de la vida sea aprender a convivir con uno mismo, a admirarse dentro de sus limitaciones, a cuidarse, a llevar hasta el extremo el amor a los demás y, también, primordialmente, el amor propio…
Darnos cuenta de las cosas –que es el paso previo necesario para poder resolverlas después- requiere un tiempo de observación -sin autoengaños y sin juicios-, y la posterior aceptación de lo que se descubra en esa observación.
¡Pero resulta que no es de nuestro agrado mucho de lo que encontramos!
Y no es porque no haya algo agradable que encontrar –que siempre lo hay-, sino que constantemente ponemos a la vista, en primer plano y muy a mano, lo que no nos gusta de nosotros.
La vida se nos escapa a cada momento.
¿O somos nosotros los que dejamos que se escape?
Demasiadas ocupaciones, ¿Verdad?
¿O sería más acertado decir “demasiadas distracciones tal vez, ¿Verdad?”?
Es curioso este modo habitual de actuar en el que no valoramos ni apreciamos la vida en todo su esplendor y grandeza, ni a nosotros mismos, porque tal vez el sentido último de la vida sea aprender a convivir con uno mismo, a admirarse dentro de sus limitaciones, a cuidarse, a llevar hasta el extremo el amor a los demás y, también, primordialmente, el amor propio…
Darnos cuenta de las cosas –que es el paso previo necesario para poder resolverlas después- requiere un tiempo de observación -sin autoengaños y sin juicios-, y la posterior aceptación de lo que se descubra en esa observación.
¡Pero resulta que no es de nuestro agrado mucho de lo que encontramos!
Y no es porque no haya algo agradable que encontrar –que siempre lo hay-, sino que constantemente ponemos a la vista, en primer plano y muy a mano, lo que no nos gusta de nosotros.
Sí, tan malvados somos.
Tan crueles y auto-destructivos.
Tan rematadamente injustos y rencorosos.
Tan incumplidores de ese mandamiento de amarse a uno mismo.
¡Cómo nos cuesta perdonarnos!
¡Y con qué facilidad somos injustos al seguir reprochándonos cosas del pasado con nuestra memoria de elefante!
Distingamos una cosa: no es lo mismo el miedo a la soledad que el miedo a quedarse a solas con uno mismo.
Los momentos de soledad son enriquecedores –e imprescindibles, opino yo-; es muy útil la soledad cuando uno trata de conectar con su propia esencia, con la auténtica naturaleza, ya que el personaje que estamos viviendo continuamente relega a la autenticidad que somos, y parece como si ésta se quedara rezagada, timorata, esperando que alguien le venga a rescatar.
En los momentos de soledad podemos llegar a sentirnos muy a gusto. Podemos estar oyendo música, leyendo un libro, viendo una película, aparentemente con la mente en blanco, descansando…
Todo puede llegar a ir bien… si no se entromete nuestra mente –que a veces parece nuestra enemiga-, que es capaz, si estamos viendo una película, de hacernos notar que el protagonista sí tiene la vida que nosotros jamás tendremos; o que el personaje del libro sí que sabe desenvolverse en la vida, y además ha encontrado el amor sincero en su vida; que la música sonaría mejor si tuviésemos a nuestro lado a…
Las comparaciones se presentan a menudo en nuestra mente, y eso es lo que nos desconcierta.
Y si sólo nos vamos a quedar con la parte negativa de las comparaciones –que es cuando nos quedamos en lo depresivo de que el otro es más o está mejor- y no potenciamos lo positivo –que si el otro lo ha conseguido yo también puedo esforzarme y conseguirlo- entonces no es de extrañar que por un mecanismo de autodefensa tratemos de evitar los momentos de quedarnos a solas con nosotros mismos para no meternos en un inventario personal que tiene muchos números rojos.
Compararse con los otros sólo es bueno si eso se convierte en una motivación que impulsa a mejorar, pero quedarse sólo en la desazón o la envidia por lo que el otro ha conseguido, se convierte en otra onerosa e incómoda carga con la que tenemos que seguir viviendo.
Por otra parte, tenemos la errónea tendencia a idealizar la vida de los otros que, sin duda, no es tan perfecta o idílica como aparenta o como imaginamos.
Y, sobre todo, que cada quien es cada quien. Y la vida se vive con las posibilidades personales, intelectuales, o sociales, que cada uno tiene en cada momento.
Evitarse continuamente a sí mismo, impedirse los momentos de estar a solas, o no propiciarlos, es una equivocación.
No tiene sentido tratar de estar evitándose continuamente.
Lo malo, y lo cierto, que tienen este tipo de huidas es que vayas donde vayas te encontrarás contigo mismo. Es así. Huir es inútil porque te sigues a todos lados.
No hay escondrijo en el que ocultarse.
No hay posibilidad de negarse o de no reflejarse en el espejo.
Los pensamientos propios están con uno en todos los sitios, y los reproches, y los miedos… así como también están el amor, la posibilidad de aceptarse y de perdonar lo que hubiera pendiente, la opción de abrazarse, la reconciliación, la posibilidad del resto de la vida en armonía…
Quedarse a solas con uno mismo es un ejercicio de amor.
Es algo que debiera ser inaplazable y que, increíblemente, aplazamos.
Antes o después, y es mejor antes, ha de suceder la reconciliación incondicional con uno mismo; amarse a pesar de todos los pesares; comprenderse, aceptarse, acogerse en un abrazo con la promesa de que el resto de la vida será de otro modo más sereno y comprensivo.
Tan crueles y auto-destructivos.
Tan rematadamente injustos y rencorosos.
Tan incumplidores de ese mandamiento de amarse a uno mismo.
¡Cómo nos cuesta perdonarnos!
¡Y con qué facilidad somos injustos al seguir reprochándonos cosas del pasado con nuestra memoria de elefante!
Distingamos una cosa: no es lo mismo el miedo a la soledad que el miedo a quedarse a solas con uno mismo.
Los momentos de soledad son enriquecedores –e imprescindibles, opino yo-; es muy útil la soledad cuando uno trata de conectar con su propia esencia, con la auténtica naturaleza, ya que el personaje que estamos viviendo continuamente relega a la autenticidad que somos, y parece como si ésta se quedara rezagada, timorata, esperando que alguien le venga a rescatar.
En los momentos de soledad podemos llegar a sentirnos muy a gusto. Podemos estar oyendo música, leyendo un libro, viendo una película, aparentemente con la mente en blanco, descansando…
Todo puede llegar a ir bien… si no se entromete nuestra mente –que a veces parece nuestra enemiga-, que es capaz, si estamos viendo una película, de hacernos notar que el protagonista sí tiene la vida que nosotros jamás tendremos; o que el personaje del libro sí que sabe desenvolverse en la vida, y además ha encontrado el amor sincero en su vida; que la música sonaría mejor si tuviésemos a nuestro lado a…
Las comparaciones se presentan a menudo en nuestra mente, y eso es lo que nos desconcierta.
Y si sólo nos vamos a quedar con la parte negativa de las comparaciones –que es cuando nos quedamos en lo depresivo de que el otro es más o está mejor- y no potenciamos lo positivo –que si el otro lo ha conseguido yo también puedo esforzarme y conseguirlo- entonces no es de extrañar que por un mecanismo de autodefensa tratemos de evitar los momentos de quedarnos a solas con nosotros mismos para no meternos en un inventario personal que tiene muchos números rojos.
Compararse con los otros sólo es bueno si eso se convierte en una motivación que impulsa a mejorar, pero quedarse sólo en la desazón o la envidia por lo que el otro ha conseguido, se convierte en otra onerosa e incómoda carga con la que tenemos que seguir viviendo.
Por otra parte, tenemos la errónea tendencia a idealizar la vida de los otros que, sin duda, no es tan perfecta o idílica como aparenta o como imaginamos.
Y, sobre todo, que cada quien es cada quien. Y la vida se vive con las posibilidades personales, intelectuales, o sociales, que cada uno tiene en cada momento.
Evitarse continuamente a sí mismo, impedirse los momentos de estar a solas, o no propiciarlos, es una equivocación.
No tiene sentido tratar de estar evitándose continuamente.
Lo malo, y lo cierto, que tienen este tipo de huidas es que vayas donde vayas te encontrarás contigo mismo. Es así. Huir es inútil porque te sigues a todos lados.
No hay escondrijo en el que ocultarse.
No hay posibilidad de negarse o de no reflejarse en el espejo.
Los pensamientos propios están con uno en todos los sitios, y los reproches, y los miedos… así como también están el amor, la posibilidad de aceptarse y de perdonar lo que hubiera pendiente, la opción de abrazarse, la reconciliación, la posibilidad del resto de la vida en armonía…
Quedarse a solas con uno mismo es un ejercicio de amor.
Es algo que debiera ser inaplazable y que, increíblemente, aplazamos.
Antes o después, y es mejor antes, ha de suceder la reconciliación incondicional con uno mismo; amarse a pesar de todos los pesares; comprenderse, aceptarse, acogerse en un abrazo con la promesa de que el resto de la vida será de otro modo más sereno y comprensivo.
Bastante tiene uno con ser como es, o como le ha tocado ser, como para encima tener que estar enfrentándose a sí mismo continuamente en un conflicto irreconciliable, y que acabe convirtiéndose en una relación tensa -en la que la mala cara sea lo que más destaque- lo que debiera ser un encuentro que cada vez provoque felicidad.
Es imprescindible la reconciliación. Hacer cuanto sea necesario para que estar a solas sea grato, sea un placer, sea algo que busquemos con la mayor asiduidad posible para disfrutarlo, y que no sea el momento que se aprovecha para auto-reprocharse, para echarse en cara asuntos atrasados, o para permanecer callado en una actitud intransigente y mostrando animadversión donde debiera haber júbilo.
Porque… ¿Para qué sirve seguir en esa baldía y desagradable actitud de auto-enfrentamiento?
¿Qué aporta que sea beneficioso o conveniente?
¿Hay algo más absurdo que la hostilidad contra la única persona que ha permanecido contigo en todo instante y te va a acompañar hasta el final, o sea, tú?
Y si eres una de esas personas… ¿No te da vergüenza?
Sería bueno exigirse cada día un momento de calma, y cumplirlo; un momento –todo lo amplio que sea posible- en el que uno sea el único protagonista; un momento para decir “Soy yo”, o “Estoy aquí”, o “Soy el principal motivo de mi vida”… cualquier cosa que a uno le sirva para reconectar con quien de verdad es.
Si uno insiste en eso, y lo hace sin prejuicios, con el corazón y los brazos abiertos, y con una sonrisa acogedora –que son condiciones indispensables-, será cada vez más gratificante y buscado el encuentro.
La soledad y estar a solas con uno mismo, desde ese prisma, serán bálsamos para el alma y un agradable destino en los que pasar un rato con el Yo –lejos del yo-, sintiendo la cercanía cada vez más próxima del Ser Completo.
NI SIQUIERA TÚ TIENES DERECHO A JUZGARTE
Se dice que nunca somos el mismo. Tal vez ya no eres la misma persona que empezó a leer este artículo.
Desde entonces, y aunque aparente ser imperceptible, puede que simplemente la lectura del título haya hecho que algo dentro de ti pida una explicación sobre lo que éste ofrece, o puede que algo dentro de ti haya dicho algo así como: “Ves, ya lo sabía yo. Me lo decía la intuición”. Con lo cual tu Autoestima habrá ganado puntos, tu intuición tendrá más confianza para seguir mostrándote cosas, y una sonrisa interna te acompañará por lo menos, durante el resto de la lectura. Ya no eres la misma persona.
Como tampoco eres la criatura que tu madre sostuvo en brazos, ni quien acudió a la escuela, o la que dio aquel primer beso, ni quien ayer se puso tu ropa.
Compartimos con todos los que anteriormente fueron “yo”, el nombre y los apellidos, los padres, y poco más. No eres ninguno de ellos y, además, se supone –de momento y mientras no lo demuestres, sólo se supone- que algo habrás aprendido, que tal vez seas más sensato, tengas nuevas opiniones, y veas el mundo o la vida de un modo distinto a como lo has hecho en otras épocas de la vida.
Lo que creo que hacemos mal es juzgarnos desde nuestro hoy, al que hemos llegado a base de trompicones la mayoría de las veces, y que nos permitamos la desfachatez de juzgar a aquel que en cualquier momento del pasado, y con la mejor voluntad, o con la única opción que le quedó libre o fue capaz de encontrar, hizo lo que hizo.
Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte. O cuanto menos, no tienes derecho a juzgarte con un aire de superioridad, con un poco de prepotencia desde una superioridad que no es tal, presenciando desde la experiencia de hoy la inexperiencia de antes.
Quien fuiste antes –hace años o hace unos minutos- se merece comprensión y consideración. Se merece respeto más que injusticia.
Y tiene derecho más a un abrazo tolerante que a un desprecio inmerecido.
¡Qué se le va a hacer, si es así como se aprende!
A base de equivocaciones, a base de decisiones que no siempre son óptimas, poco a poco, y tropezando en la misma piedra.
Somos un niño pequeño que corretea por el mundo, pequeño e inseguro; que toma muchas decisiones porque no le queda otro remedio y más con buena voluntad que con sabiduría; que se ha hecho cargo de una vida y de un mundo que se le queda grande muchas veces…
¿Y qué? ¿Sólo tiene derechos a críticas y sentencias? ¿Nadie comprensivo que se ponga de su parte? ¿Nada que valorar o agradecer por no disponer de un pasado irreprochable? ¿Tanta injusticia para con uno mismo?
Es imprescindible la reconciliación. Hacer cuanto sea necesario para que estar a solas sea grato, sea un placer, sea algo que busquemos con la mayor asiduidad posible para disfrutarlo, y que no sea el momento que se aprovecha para auto-reprocharse, para echarse en cara asuntos atrasados, o para permanecer callado en una actitud intransigente y mostrando animadversión donde debiera haber júbilo.
Porque… ¿Para qué sirve seguir en esa baldía y desagradable actitud de auto-enfrentamiento?
¿Qué aporta que sea beneficioso o conveniente?
¿Hay algo más absurdo que la hostilidad contra la única persona que ha permanecido contigo en todo instante y te va a acompañar hasta el final, o sea, tú?
Y si eres una de esas personas… ¿No te da vergüenza?
Sería bueno exigirse cada día un momento de calma, y cumplirlo; un momento –todo lo amplio que sea posible- en el que uno sea el único protagonista; un momento para decir “Soy yo”, o “Estoy aquí”, o “Soy el principal motivo de mi vida”… cualquier cosa que a uno le sirva para reconectar con quien de verdad es.
Si uno insiste en eso, y lo hace sin prejuicios, con el corazón y los brazos abiertos, y con una sonrisa acogedora –que son condiciones indispensables-, será cada vez más gratificante y buscado el encuentro.
La soledad y estar a solas con uno mismo, desde ese prisma, serán bálsamos para el alma y un agradable destino en los que pasar un rato con el Yo –lejos del yo-, sintiendo la cercanía cada vez más próxima del Ser Completo.
NI SIQUIERA TÚ TIENES DERECHO A JUZGARTE
Se dice que nunca somos el mismo. Tal vez ya no eres la misma persona que empezó a leer este artículo.
Desde entonces, y aunque aparente ser imperceptible, puede que simplemente la lectura del título haya hecho que algo dentro de ti pida una explicación sobre lo que éste ofrece, o puede que algo dentro de ti haya dicho algo así como: “Ves, ya lo sabía yo. Me lo decía la intuición”. Con lo cual tu Autoestima habrá ganado puntos, tu intuición tendrá más confianza para seguir mostrándote cosas, y una sonrisa interna te acompañará por lo menos, durante el resto de la lectura. Ya no eres la misma persona.
Como tampoco eres la criatura que tu madre sostuvo en brazos, ni quien acudió a la escuela, o la que dio aquel primer beso, ni quien ayer se puso tu ropa.
Compartimos con todos los que anteriormente fueron “yo”, el nombre y los apellidos, los padres, y poco más. No eres ninguno de ellos y, además, se supone –de momento y mientras no lo demuestres, sólo se supone- que algo habrás aprendido, que tal vez seas más sensato, tengas nuevas opiniones, y veas el mundo o la vida de un modo distinto a como lo has hecho en otras épocas de la vida.
Lo que creo que hacemos mal es juzgarnos desde nuestro hoy, al que hemos llegado a base de trompicones la mayoría de las veces, y que nos permitamos la desfachatez de juzgar a aquel que en cualquier momento del pasado, y con la mejor voluntad, o con la única opción que le quedó libre o fue capaz de encontrar, hizo lo que hizo.
Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte. O cuanto menos, no tienes derecho a juzgarte con un aire de superioridad, con un poco de prepotencia desde una superioridad que no es tal, presenciando desde la experiencia de hoy la inexperiencia de antes.
Quien fuiste antes –hace años o hace unos minutos- se merece comprensión y consideración. Se merece respeto más que injusticia.
Y tiene derecho más a un abrazo tolerante que a un desprecio inmerecido.
¡Qué se le va a hacer, si es así como se aprende!
A base de equivocaciones, a base de decisiones que no siempre son óptimas, poco a poco, y tropezando en la misma piedra.
Somos un niño pequeño que corretea por el mundo, pequeño e inseguro; que toma muchas decisiones porque no le queda otro remedio y más con buena voluntad que con sabiduría; que se ha hecho cargo de una vida y de un mundo que se le queda grande muchas veces…
¿Y qué? ¿Sólo tiene derechos a críticas y sentencias? ¿Nadie comprensivo que se ponga de su parte? ¿Nada que valorar o agradecer por no disponer de un pasado irreprochable? ¿Tanta injusticia para con uno mismo?
Ni siquiera tú tienes derecho a juzgarte. Sólo tienes derecho a mirarte de un modo tolerante, a ser generosamente comprensivo, a darte abrazos, a agradecer a todos los “yoes” de tu pasado que han contribuido a llegar hasta el que eres hoy… y a seguir adelante. Siempre adelante, y con la idea que debiera ser muy clara de que a partir de hoy –y aunque te creas que ya eres más listo- te vas a seguir equivocando, pero tienes el deseo y la voluntad de no encontrar en ti a un inquisidor en cada momento, sino la colaboración de quien seas en el futuro para comprender, sin censuras hirientes, y sin aires de agresiva superioridad, que eres una persona llena de amor que desea encontrarse consigo misma llena de amor.
Te dejo con tus reflexiones…
Te dejo con tus reflexiones…