Somos unidades de conciencia en evolución
Estamos acostumbrados a llamar también “amor” a lo que sentimos por nuestra pareja, por nuestros hijos o por nuestros padres. Pero ese amor, con minúsculas, exige algo a cambio, reclama comportamientos y actitudes de los otros. Y si no los recibimos, sentimos decepción, enfado e incluso odio. El Amor al que se refería Jesús es una energía que nace del corazón de los seres humanos y que se irradia en la dirección que cada cual decide. Cuando Cristo dice que amemos a nuestros enemigos “nadie” le hace caso, porque entendemos que se trata de ese amor con minúsculas y, ¡claro está!, así no podemos amar a quienes nos hacen daño o nos desprecian. Con el otro sí. El ejercicio consiste en experimentar amor por cualquiera, por los desconocidos que nos cruzamos en la calle y que, seguramente, no volveremos a ver jamás. Es un buen entrenamiento. Si practicas lo suficiente podrás sentir lo mismo incluso por quien, desde tu punto de vista, te ha hecho daño; porque, en realidad, nadie ni nada, salvo tú mismo, puede hacerte daño.
Jesús y otros maestros –Dios envía uno de vez en cuando, pero solemos matarlos a todos, porque nos dicen cosas demasiado hermosas y creemos que nos están engañando- enseñan que no podemos morir, que solo muere el “personaje” interpretado en cada vida terrenal. Y, a menudo, hacemos como que lo creemos, hasta que uno de esos personajes resulta ser alguien muy cercano y muy querido. Entonces ya no vale. Entonces las palabras del sacerdote durante el oficio religioso de despedida nos parecen vanas; mero intento baldío de consuelo. Nos dice que nuestro familiar, nuestro ser querido, sigue vivo. ¡Anda ya!, pensamos. Sería muy bonito, pero no me lo puedo creer porque tengo al lado su cadáver…
Eso es. Ahí está la clave: tienes al lado su cadáver, es decir, su “cuerpo muerto”. Y piensas que tu ser querido solo era eso: un cuerpo que ya no tiene vida. Pero los seres humanos somos mucho más: somos la manifestación consciente del Creador. Somos el espejo en el que puede reconocerse. Somos “unidades de conciencia en evolución”.
Jesús y otros maestros –Dios envía uno de vez en cuando, pero solemos matarlos a todos, porque nos dicen cosas demasiado hermosas y creemos que nos están engañando- enseñan que no podemos morir, que solo muere el “personaje” interpretado en cada vida terrenal. Y, a menudo, hacemos como que lo creemos, hasta que uno de esos personajes resulta ser alguien muy cercano y muy querido. Entonces ya no vale. Entonces las palabras del sacerdote durante el oficio religioso de despedida nos parecen vanas; mero intento baldío de consuelo. Nos dice que nuestro familiar, nuestro ser querido, sigue vivo. ¡Anda ya!, pensamos. Sería muy bonito, pero no me lo puedo creer porque tengo al lado su cadáver…
Eso es. Ahí está la clave: tienes al lado su cadáver, es decir, su “cuerpo muerto”. Y piensas que tu ser querido solo era eso: un cuerpo que ya no tiene vida. Pero los seres humanos somos mucho más: somos la manifestación consciente del Creador. Somos el espejo en el que puede reconocerse. Somos “unidades de conciencia en evolución”.
Seres espirituales viviendo una experiencia humana
¿Para qué creéis que sirve la vida de Jesús en nuestra era? Para lo mismo que sirvió la de Mitra, Osiris y tantos otros maestros en las suyas respectivas: para que entendamos el sentido de esta vida y la verdadera esencia de la que estamos hechos. La historia es siempre la misma, porque la verdad también es siempre la misma: Este mundo es una experiencia necesaria que deseamos vivir voluntariamente, como Jesús decidió vivirla. En él aprendemos viviendo, experimentando las dos caras de todas las monedas de la vida.
Nadie puede entender la luz sin conocer las tinieblas, la sabiduría sin la necedad, ni la bondad sin su contrario. Para saber lo que realmente somos, hemos de vivir lo que no somos. Y no somos seres materiales con inquietudes o creencias espirituales, sino seres espirituales, seres de energía, si quieres, con experiencias materiales. Al fin y al cabo, la teoría de la relatividad de Einstein y la física cuántica llegan también mucho más acá de las estrellas: materia y energía no se diferencian sino en su frecuencia vibratoria.
Estamos hechos de la misma energía que construye el Universo: somos luz (fotones) y el “pegamento” que los mantiene organizados, circulando en las direcciones correctas, es esa otra energía extraña que intuimos, que a veces creemos sentir y que, casi sin darnos cuenta, somos capaces de irradiar: el Amor.
Nadie puede entender la luz sin conocer las tinieblas, la sabiduría sin la necedad, ni la bondad sin su contrario. Para saber lo que realmente somos, hemos de vivir lo que no somos. Y no somos seres materiales con inquietudes o creencias espirituales, sino seres espirituales, seres de energía, si quieres, con experiencias materiales. Al fin y al cabo, la teoría de la relatividad de Einstein y la física cuántica llegan también mucho más acá de las estrellas: materia y energía no se diferencian sino en su frecuencia vibratoria.
Estamos hechos de la misma energía que construye el Universo: somos luz (fotones) y el “pegamento” que los mantiene organizados, circulando en las direcciones correctas, es esa otra energía extraña que intuimos, que a veces creemos sentir y que, casi sin darnos cuenta, somos capaces de irradiar: el Amor.
Julián García Camacho
Psicólogo clínico