No tenemos costumbre de querernos sino de «darnos caña», de llamarnos de todo cuando nos equivocamos, de juzgarnos severamente como si no tuviéramos derecho a equivocarnos; el «amor propio» es reconocimiento de nuestros valores, esos que parece que nos da vergüenza reconocer o aceptar cuando nos los evidencian los demás. Hay una frase estupenda que circula en la Comunidad de Findhorn, en Escocia y que se pronuncia como respuesta a alguien cuando te reconoce un valor o algo que has hecho bien; la frase en cuestión es: “Gracias, me alegro de que te hayas dado cuenta”. Es una frase que nos aporta seguridad y autoestima pero que, lamentablemente, en muchas ocasiones, nos da vergüenza pronunciar.
Una persona sin amor propio está destinada al fracaso porque nunca podrá experimentar lo que no acepta como suyo. No hay que confundir amor propio con vanidad, orgullo o soberbia; el amor propio es reconocer nuestras capacidades para resolver los problemas que la vida nos presente. Es aceptar también nuestras limitaciones (todo el mundo tiene limitaciones), pero ellas deben ser un acicate para superarlas, no para reducir nuestra autoestima. Tengamos en cuenta que las limitaciones están en nosotros, en nuestra mente y los límites están fuera, no dependen de nosotros.
Luego está la timidez. El que más y el que menos tiene algo de tímido, una actitud que se pierde con los años aunque no totalmente, sobre todo en las relaciones con el sexo opuesto. El tímido cree que no va a ser aceptado tal como es, con sus luces y sus sombras y, de esa manera, se pierde la fantástica oportunidad de comprobar lo mucho que le aprecian los demás.
El miedo al fracaso, al rechazo o a la falta de reconocimiento de nuestros valores, nos hace comportarnos con timidez y luego nos damos toda la “caña” del mundo, hasta que un día nos decimos a nosotros mismos: «Y si me atreviera...». En ese momento se abre ante nosotros una puerta grande que nos llevará a compartir lo que somos, lo que sentimos y lo que sabemos y entonces comprobamos que todos nuestros miedos y prevenciones no tenían sentido, que el otro sexo no era tan raro, ni tan distante, ni tan prepotente, que era como tú, con sus miedos y sus precauciones. Atreverse a ponernos a prueba ante un nuevo trabajo o una nueva relación es una decisión muy saludable por todo lo que nos enseña de nosotros mismos y por lo que descubrimos que no sabíamos que formaba parte de nuestro carácter.
La vida nos enseña el camino de las relaciones personales sanas y también el de las otras, las tóxicas, las que crean dependencias, las que nos anulan y nos hacen sufrir, pero para eso está la inteligencia tanto la racional como la emocional, para saber distinguir con quien podemos caminar y a quien tenemos que tener lejos, como a los virus y las bacterias perjudiciales. Para poder distinguir unas de otras, recomiendo volver a leer el principio de esta reflexión, porque sólo queriéndonos de verdad aumentaremos nuestras defensas naturales y rechazaremos a todo «bicho» que se acerque con ánimo de molestar o aprovecharse de nosotros.
Así que mírate al espejo y di «te quiero» las veces que haga falta.
Una persona sin amor propio está destinada al fracaso porque nunca podrá experimentar lo que no acepta como suyo. No hay que confundir amor propio con vanidad, orgullo o soberbia; el amor propio es reconocer nuestras capacidades para resolver los problemas que la vida nos presente. Es aceptar también nuestras limitaciones (todo el mundo tiene limitaciones), pero ellas deben ser un acicate para superarlas, no para reducir nuestra autoestima. Tengamos en cuenta que las limitaciones están en nosotros, en nuestra mente y los límites están fuera, no dependen de nosotros.
Luego está la timidez. El que más y el que menos tiene algo de tímido, una actitud que se pierde con los años aunque no totalmente, sobre todo en las relaciones con el sexo opuesto. El tímido cree que no va a ser aceptado tal como es, con sus luces y sus sombras y, de esa manera, se pierde la fantástica oportunidad de comprobar lo mucho que le aprecian los demás.
El miedo al fracaso, al rechazo o a la falta de reconocimiento de nuestros valores, nos hace comportarnos con timidez y luego nos damos toda la “caña” del mundo, hasta que un día nos decimos a nosotros mismos: «Y si me atreviera...». En ese momento se abre ante nosotros una puerta grande que nos llevará a compartir lo que somos, lo que sentimos y lo que sabemos y entonces comprobamos que todos nuestros miedos y prevenciones no tenían sentido, que el otro sexo no era tan raro, ni tan distante, ni tan prepotente, que era como tú, con sus miedos y sus precauciones. Atreverse a ponernos a prueba ante un nuevo trabajo o una nueva relación es una decisión muy saludable por todo lo que nos enseña de nosotros mismos y por lo que descubrimos que no sabíamos que formaba parte de nuestro carácter.
La vida nos enseña el camino de las relaciones personales sanas y también el de las otras, las tóxicas, las que crean dependencias, las que nos anulan y nos hacen sufrir, pero para eso está la inteligencia tanto la racional como la emocional, para saber distinguir con quien podemos caminar y a quien tenemos que tener lejos, como a los virus y las bacterias perjudiciales. Para poder distinguir unas de otras, recomiendo volver a leer el principio de esta reflexión, porque sólo queriéndonos de verdad aumentaremos nuestras defensas naturales y rechazaremos a todo «bicho» que se acerque con ánimo de molestar o aprovecharse de nosotros.
Así que mírate al espejo y di «te quiero» las veces que haga falta.