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En busca de la inmortalidad



Luis Arribas Mercado

12/02/2023

Desde tiempo inmemorial el ser humano ha tratado de hallar un procedimiento que le permitiera vivir para siempre o al menos alargar su estancia en este mundo muchos más años que los que vive actualmente.



Foto de Mike Enerio en Unsplash
Foto de Mike Enerio en Unsplash
El proceso de envejecimiento empieza en la pubertad por lo cual, a partir de ese momento, la vida se convierte en una muerte lenta. Todo ser vivo ha de seguir el ineludible camino hacia la muerte, aun cuando el instinto de conservación, la voluntad de vivir, pertenezca a los instintos naturales primarios.
 
Las probabilidades de vivir largo tiempo han sido siempre muy reducidas. Según las estadísticas, 40 de cada 100 personas llegan a la edad de ochenta años y un 6% de ellas alcanza los ochenta y cinco; 2 de cada 100 personas viven noventa años y 4 de cada 1.000 tienen la posibilidad de llegar a los noventa y cinco. El promedio de vida se sitúa, hoy por hoy, en los setenta y cinco años, siendo ínfimo el porcentaje de personas que alcanzan el límite máximo de la vida natural, es decir, los ciento veinte / ciento treinta años.
 
Aunque el ser viviente muera llegado cierto tiempo, todo organismo tiene una sustancia que es por lo visto imperecedera; se trata del ácido desoxirribonucléico (ADN), central de órdenes situada en el núcleo celular del que se ha formado y se formará la vida en la Tierra.

Foto de ANIRUDH en Unsplash
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¿Está a clave está en el ADN?

Este ADN tiene la propiedad singular de poder multiplicarse casi sin límite cuando la célula dispone de la sustancia necesaria y suficiente para ello. Conforme a las instrucciones genéticas, determinadas por la estructura bioquímica de la célula, ésta elabora de la citada sustancia más ADN y albúmina a su alrededor, para mantener vivo el organismo del que forma parte. Probablemente, el único ADN que no envejezca sea el de las células sexuales, ya que se sirve de cierto arte para sobrevivir: la unión de las células sexuales masculinas y femeninas forma nuevos individuos y, con ello, nuevos ADN. Esta renovación vale lo mismo que la continuidad imperecedera del ADN.
 
En cualquier caso, la búsqueda de la función que ejerce el programa del ADN fue un verdadero trabajo policial realizado a lo largo de una investigación conjunta anglo-norteamericana llevada a cabo por los científicos F. Crick, M. Wilkins y G. Watson en 1953. Gracias a ella, se pudo conocer la estructura especial de la información del ADN sobre la herencia. Fue Watson quien intuyó la forma de doble hélice de la cadena genética. A estos científicos se les concedió el premio Nobel por su aportación al mejor conocimiento sobre la estructura interna del ser humano. En 1965, el norteamericano Robert W. Holley introdujo el primer descifre de un código genético y en 1967, otro norteamericano, el bioquímico A. Kornberg, de la Universidad de Stanford, consiguió sintetizar la cadena completa del ADN en el virus «Phix 174». Har Gabind Khorana, premio Nobel, causó gran sensación en los círculos científicos al lograr junto con sus colaboradores el cultivo artificial de un fragmento de ADN, un gen de células de levadura, en una probeta. El japonés Mizutani y los norteamericanos Baltimore y Temsin dieron el paso definitivo a mediados de la década de los setenta: descubrieron una enzima de valor humano incalculable para la genética, porque facilita considerablemente la reconstrucción y el descifre de la información del ADN sobre la herencia.
 
No obstante, la organización celular no sólo depende de la información contenida en su núcleo. Si bien es cierto que el ADN es central de órdenes de las células, también hay una «fábrica de electricidad» en cada célula, las mitocondrias, que se cuidan de la energía del metabolismo por medio de cierta cantidad de enzimas, y hay unos «comandos trituradores» llamados lisosomas, que trituran las sustancias nutritivas que reciben las células. Pero esta maravillosa organización se desmorona con el paso del tiempo; en otro caso, no existirían la vejez ni la muerte.

La Búsqueda de la eterna juventud

A pesar de todo, el ser humano ha buscado desde siempre la fuente de la eterna juventud, de la inmortalidad del cuerpo físico para acompañar a la del alma. Esa búsqueda, que en tiempos remotos le llevó a realizar grandes gestas, como la de Gilgamés o la de Alejandro el Magno, hoy se realiza a través de tubos de ensayo en laboratorios y universidades, como la de Michigan, que en los años setenta del siglo pasado consiguió dilatar más del doble la vida de ratones, mediante una intervención en la homeostasis de los mismos.
 
El organismo animal se sostiene por la reacción de su ambiente, el cual incluye el alimento, los ciclos de actividad y descanso, la respiración, la reproducción y la temperatura. La homeostasis es una maravilla de la naturaleza por cuanto representa el nivel estable de las constantes biológicas y las funciones orgánicas.
La homeostasis en el hombre está regulada por una importante porción del diencéfalo, del tamaño de una cereza, llamada hipotálamo y que se halla situada sobre la pituitaria o hipófisis, glándula de secreción interna que se encuentra en la base del cráneo, en el hueso esfenoides o arranque de la nariz.
 
La función del hipotálamo consiste principalmente en regular el calor del organismo y mantener constantemente la temperatura del cuerpo a unos 37º C aproximadamente. Asimismo, la hipófisis regula el contenido de grasas y agua, la tensión de la sangre y muchas otras funciones orgánicas a través de la producción de hormonas. En cuanto a la relación que se establece entre la temperatura y la esperanza de vida, se sabe que cierto descenso en la temperatura corporal puede retardar el proceso de envejecimiento, ya que el proceso de combustión interna de nuestro cuerpo trabajaría a menos revoluciones. El profesor Rosenberg de la Universidad de Michigan cree que se podría alargar la vida humana hasta los setecientos años si se lograse que el hipotálamo funcionase a 33º C.
 
Por otra parte, las investigaciones realizadas sobre la función secretora de las glándulas timo y pineal, han aportado expectativas realmente prometedoras en el tratamiento de múltiples enfermedades consideradas hasta ahora como letales, como el cáncer. Además, la glándula pituitaria de ciertos animales -tal vez del propio ser humano- parece contener una cierta “sustancia de la muerte” que se libera tan pronto el animal en cuestión ha dejado asegurada su descendencia, como es el caso de los salmones o de los calamares, y que le causa la muerte. Tal vez esa misma sustancia sea la causante del envejecimiento funcional de los seres vivos y que en el caso del ser humano se libere al llegar el momento de la pubertad.

Foto de petr sidorov en Unsplash
Foto de petr sidorov en Unsplash

Distintos planos vibratorios de manifestación

Sea como fuere, parece que el estudio en profundidad del funcionamiento de nuestro organismo podrá darnos en el futuro la capacidad de alcanzar un promedio de vida dos o tres veces más alto que el actual. Sin embargo, la ciencia sólo ha investigado en el aspecto físico sin tener en cuenta que éste es sólo el último eslabón de una cadena que tiene en el otro extremo un nivel vibratorio y energético muchísimo más elevado al que hemos llamado espíritu o cuerpo espiritual ¿Qué ocurrirá, pues, con los otros cuerpos que forman nuestra estructura psicobioenergética?, ¿estarán también sometidos a los dictados de la degradación y la muerte? La respuesta puede que esté al alcance de la mano y el futuro cercano nos traiga por fin la ansiada apertura científica que trastoque los cimientos donde se basan los actuales paradigmas newtonianos. Ciencia y filosofía están condenadas a entenderse y a colaborar estrechamente para tratar de descubrir la verdadera esencia de la vida y del ser humano.
       
El ser humano se está enfrentando a una realidad que ha tardado en hacerse oficial más de veinte siglos. Posiblemente, los antiguos filósofos griegos y los médicos chinos se estén riendo desde él «más allá», viendo la tozudez de la ciencia y la religión durante los últimos dos mil años ¿Cuánto se habría avanzado en el conocimiento humano de haber aceptado los postulados que nos legaron quienes afirmaban que el cuerpo físico no era sino la última y más imperfecta manifestación del Creador? ¿Qué papel jugarían entonces la enfermedad y la muerte?
 
Una vez hayamos incursionado en profundidad en la estructura subatómica de la materia, nos daremos cuenta que el origen de la misma se halla en un plano de emanación energética tan sólo definible como plano espiritual, de igual forma que bajo un punto de vista filosófico, los cuerpos físico, etérico y mental son considerados tres manifestaciones de una misma cosa: el espíritu. Cuando la ciencia haya aceptado estos postulados, podrán darse los primeros pasos hacia la comprensión de la realidad espiritual. Probablemente, entonces descubran que lo que llamamos espíritu es una energía que cuenta, como toda energía, con dos polaridades, estando superpuesta a los planos dimensiónales inferiores, a los que regula y sirve de punto de referencia evolutivo.




              



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