Son precisamente estas manifestaciones “inexplicables” las que han despertado la curiosidad de numerosos estudiosos, empeñados en la ardua tarea de desvelar, a veces con hipótesis tan sugerentes como arriesgadas, los misterios que envuelven la aparición del hombre sobre la Tierra. Tal vez en el futuro sean éstas las teorías que contribuyan a situar al ser humano en el justo lugar que debe ocupar en el Universo, probablemente muy alejado del prepotente egocentrismo al que históricamente ha estado acostumbrado.
La Ciencia nos dice que la Naturaleza ha empleado millones y millones de años en producir las mutaciones genéticas necesarias para que las distintas especies consiguieran adaptarse al medio. Sin embargo, y paradójicamente, sólo han sido necesarios poco más de tres millones de años de evolución para que la especie que, según la ciencia ortodoxa, dio origen al hombre, coronara tal misión. Durante ese pequeño lapsus de tiempo -ínfimo si lo comparamos con el empleado para el desarrollo de la vida en nuestro planeta- se produjeron mutaciones tan sorprendentemente rápidas que dieron lugar a que un primate de la familia de los póngidos, con un volumen encefálico de alrededor de 500 centímetros cúbicos de peso, se convirtiera en un ser con capacidades cognitivas suficientes -1.500 centímetros cúbicos de masa encefálica aproximadamente- como para explorar con sus naves el espacio que le rodea más allá de las fronteras de su propio planeta.
A lo largo de los siglos, este hecho ha provocado una gran cantidad de controversias, suscitadas fundamentalmente por la diferente visión que sobre el tema tenían ciencia y religión. En la actualidad, sobre todo a partir de principios del siglo XX, las teorías basadas en descubrimientos arqueológicos han dado lugar a la constitución de una secuencia filogenética que, comúnmente aceptada por la antropología, asegura que el hombre procede directamente de los primates. Sin embargo, esta teoría no ha logrado esclarecer aún algunas incógnitas sobre la evolución humana; de hecho, el misterio envuelve todavía a los denominados eslabones perdidos.
Y es precisamente la existencia de esos eslabones perdidos lo que llevó a inquietos investigadores, alejados de los foros científicos tradicionales, a buscar respuestas sin someterse a los estrechos corsés que imponían -y aún imponen- los guardianes de la verdad científica, en cuyas mesas de trabajo ocultan pruebas irrefutables de que la historia no es exactamente como nos la han contado. Pruebas que han venido a conformar las llamadas huellas erráticas, vestigios así denominados porque no guardan relación alguna -ni geográfica, ni temporal- con las huellas aceptadas como válidas por la antropología.
Es por eso por lo que muchos investigadores se han aventurado a plantear la denominada “hipótesis extraterrestre”. En efecto, la posible relación del hombre con civilizaciones venidas de las estrellas ha quedado reflejada en obras de marcado carácter antropológico que han tenido la valentía de poner sobre el tapete hipótesis que no deberían dejar indiferentes a quienes, de verdad, buscan respuestas alternativas a las propugnadas por la ciencia convencional sobre nuestro origen como humanidad. Todo ello sin contar con la exhaustiva cantidad de información que figura al respecto en los libros sagrados como la Biblia, los Vedas o el Popol Vuh.
Lejos de pertenecer al género de la ciencia ficción, la hipótesis extraterrestre adquiere hoy por hoy una creciente credibilidad por cuanto no son sólo locos, visionarios o autores literarios quienes la plantean. Muy al contrario, entre sus partidarios nos encontramos con especialistas en áreas relacionadas con la astronáutica y la física aplicada a proyectos espaciales. Es el caso de Maurice Chatelain, ingeniero de la NASA y participante del Programa Apolo, que en “Nuestros ascendientes llegados del Cosmos” aporta una visión excelentemente documentada acerca de nuestro posible “parentesco” con habitantes de otros mundos.
De la misma manera, han sido también muchos los investigadores que han relacionado algunos de los más antiguos y enigmáticos hallazgos arqueológicos con la visita a la Tierra de civilizaciones extraterrestres hace miles de años. Su inquietud acerca de las construcciones megalíticas legadas desde tiempos remotos por civilizaciones que, según estos autores, bebieron del conocimiento puesto a su disposición por seres venidos de los confines del universo, ha dado lugar a obras que intentan dar respuesta a las preguntas que todo inquieto buscador se ha planteado alguna vez, como el caso de la Gran Pirámide y otros enigmas que han ido aflorando a lo largo de los siglos y que no han encontrado una explicación coherente.
En cualquier caso, todos estos divulgadores han dejado los suficientes puntos de conexión con nuestro desconocido origen, como para que un día sea reconocida la labor de estos pioneros, que con su esfuerzo en hallar la verdad oculta en los restos arqueológicos, han tratado de abrir las fronteras cósmicas a una humanidad que, desde que tiene memoria, ha tratado de saber quiénes fueron en realidad sus “primeros padres”.
La Ciencia nos dice que la Naturaleza ha empleado millones y millones de años en producir las mutaciones genéticas necesarias para que las distintas especies consiguieran adaptarse al medio. Sin embargo, y paradójicamente, sólo han sido necesarios poco más de tres millones de años de evolución para que la especie que, según la ciencia ortodoxa, dio origen al hombre, coronara tal misión. Durante ese pequeño lapsus de tiempo -ínfimo si lo comparamos con el empleado para el desarrollo de la vida en nuestro planeta- se produjeron mutaciones tan sorprendentemente rápidas que dieron lugar a que un primate de la familia de los póngidos, con un volumen encefálico de alrededor de 500 centímetros cúbicos de peso, se convirtiera en un ser con capacidades cognitivas suficientes -1.500 centímetros cúbicos de masa encefálica aproximadamente- como para explorar con sus naves el espacio que le rodea más allá de las fronteras de su propio planeta.
A lo largo de los siglos, este hecho ha provocado una gran cantidad de controversias, suscitadas fundamentalmente por la diferente visión que sobre el tema tenían ciencia y religión. En la actualidad, sobre todo a partir de principios del siglo XX, las teorías basadas en descubrimientos arqueológicos han dado lugar a la constitución de una secuencia filogenética que, comúnmente aceptada por la antropología, asegura que el hombre procede directamente de los primates. Sin embargo, esta teoría no ha logrado esclarecer aún algunas incógnitas sobre la evolución humana; de hecho, el misterio envuelve todavía a los denominados eslabones perdidos.
Y es precisamente la existencia de esos eslabones perdidos lo que llevó a inquietos investigadores, alejados de los foros científicos tradicionales, a buscar respuestas sin someterse a los estrechos corsés que imponían -y aún imponen- los guardianes de la verdad científica, en cuyas mesas de trabajo ocultan pruebas irrefutables de que la historia no es exactamente como nos la han contado. Pruebas que han venido a conformar las llamadas huellas erráticas, vestigios así denominados porque no guardan relación alguna -ni geográfica, ni temporal- con las huellas aceptadas como válidas por la antropología.
Es por eso por lo que muchos investigadores se han aventurado a plantear la denominada “hipótesis extraterrestre”. En efecto, la posible relación del hombre con civilizaciones venidas de las estrellas ha quedado reflejada en obras de marcado carácter antropológico que han tenido la valentía de poner sobre el tapete hipótesis que no deberían dejar indiferentes a quienes, de verdad, buscan respuestas alternativas a las propugnadas por la ciencia convencional sobre nuestro origen como humanidad. Todo ello sin contar con la exhaustiva cantidad de información que figura al respecto en los libros sagrados como la Biblia, los Vedas o el Popol Vuh.
Lejos de pertenecer al género de la ciencia ficción, la hipótesis extraterrestre adquiere hoy por hoy una creciente credibilidad por cuanto no son sólo locos, visionarios o autores literarios quienes la plantean. Muy al contrario, entre sus partidarios nos encontramos con especialistas en áreas relacionadas con la astronáutica y la física aplicada a proyectos espaciales. Es el caso de Maurice Chatelain, ingeniero de la NASA y participante del Programa Apolo, que en “Nuestros ascendientes llegados del Cosmos” aporta una visión excelentemente documentada acerca de nuestro posible “parentesco” con habitantes de otros mundos.
De la misma manera, han sido también muchos los investigadores que han relacionado algunos de los más antiguos y enigmáticos hallazgos arqueológicos con la visita a la Tierra de civilizaciones extraterrestres hace miles de años. Su inquietud acerca de las construcciones megalíticas legadas desde tiempos remotos por civilizaciones que, según estos autores, bebieron del conocimiento puesto a su disposición por seres venidos de los confines del universo, ha dado lugar a obras que intentan dar respuesta a las preguntas que todo inquieto buscador se ha planteado alguna vez, como el caso de la Gran Pirámide y otros enigmas que han ido aflorando a lo largo de los siglos y que no han encontrado una explicación coherente.
En cualquier caso, todos estos divulgadores han dejado los suficientes puntos de conexión con nuestro desconocido origen, como para que un día sea reconocida la labor de estos pioneros, que con su esfuerzo en hallar la verdad oculta en los restos arqueológicos, han tratado de abrir las fronteras cósmicas a una humanidad que, desde que tiene memoria, ha tratado de saber quiénes fueron en realidad sus “primeros padres”.