Los seres humanos a lo largo de nuestra vida intentamos de una y mil maneras acercarnos al misterio, a lo desconocido, a lo mágico, a lo inmanente, buscando respuestas a nuestras inquietudes. A veces esa búsqueda la hacemos a través de los paisajes que recorremos y no cabe duda que nuestro planeta ofrece lugares mágicos, centros de poder, lugares especiales de la Tierra que son capaces de alimentarnos de energías sutiles que captamos a través de la pureza de su aire, de las aguas, los montes y bosques, a través de la fuerza de los volcanes, del misterio de los mares. O a través de las obras que el ser humano ha levantado desafiando todas las leyes y que se conservan hoy como prueba viva de su tesón y que representan auténticos legados de conocimiento. Enclaves que han mantenido todo su potencial intacto alimentados por las tradiciones ancestrales de los pueblos. Oí a un anciano sabio decir que “los lugares son importantes, pero la gente lo es más” y por eso uno de los alicientes de los viajes es el tesoro de encontrar otras gentes con las que compartir tiempos y espacios, de acercarte a su cultura, a sus costumbres y sus creencias buscando siempre lo que nos une. Pueblos que te acogen y te hacen sentir como si estuvieras en casa.
Calor, humedad y bienvenida
Día 1: Cuando llegamos a la ciudad de Panamá nos recibió el calor y la humedad, pero también la cálida bienvenida de José Colastra y sus hijos Sergio e Iván. Sergio, el mayor, nos acompañaría durante todo el viaje y se ocuparía de grabar la experiencia fascinante que nos aguardaba. Nos presentaron a Julio, el conductor, un hombre de muy pocas palabras, como casi todos los indígenas que conocimos. Los maleteros del aeropuerto encaramaron las maletas en lo alto del autobús y fuimos entrando en aquel vehículo que sería nuestra casa rodante durante buena parte del viaje. Cuando estuvimos todos sentados parecía que lo habían hecho a medida, cabíamos los 26 viajeros y un par de plazas sobrantes que serían ocupadas eventualmente por los guías o acompañantes que necesitáramos. Era perfecto para circular tanto por la ciudad como por las terribles carreteras que nos aguardaban.
Nos llevaron al hotel, dejamos las maletas y nos fuimos a cenar a un restaurante que estaba frente a la bahía. El espectáculo nocturno era impresionante, parecía que estábamos en Manhattan. Los rascacielos competían en altura y formas caprichosas, algunas torres eran de diseño, sus luces se reflejaban en las aguas tranquilas del Pacífico.
Estábamos todos agotados tras el largo viaje y muchas horas sin dormir, el cambio horario, el cansancio… fue una “cena zombie” como decía Luis. Allí nos esperaba Marianella, la esposa de José, una panameña que es un auténtico ángel que estuvo a partir de ese momento pendiente de que todo estuviera bien, de que tuviéramos todo lo que necesitábamos. Su coordinación en la organización, su suavidad y su cariño nos ganó desde el primer momento.
Parque Nacional
Día 2: Uno de los objetivos principales del viaje era acercarnos a conocer algunas de las Comunidades Indígenas de Panamá. Y por fin tuvimos nuestra primera oportunidad: visitar a los Emberá Druá, que viven dentro del Parque Nacional del Río Chagres.
Salimos de la ciudad, dejamos la carretera asfaltada y nos internamos en carreteras terribles, a ambos lados se amontonaban las basuras, había suciedad, bolsas, residuos… nos sorprendió que tan cerca de la ciudad hubiera todo eso acumulado…, el paisaje era feo, había una fábrica de cemento, la vegetación era seca y escasa, había escombros por todos lados, restos de materiales de construcción y basura, mucha basura.
Estábamos descorazonados, no esperábamos una cosa así… Ese paisaje se prolongaba por espacio de más de una hora. Luego a medida que nos alejamos de la ciudad y nos acercamos al río el paisaje empezó a cambiar, aparecieron más árboles, el verde de la vegetación volvió a aparecer… estábamos entrando en el Parque, dos horas de camino después.
En el embarcadero nos dividimos en tres cayucos…; la vegetación se descolgaba en las orillas… eso era otro mundo, era lo que esperábamos encontrar. Nuestros barqueros eran indígenas, iban vestidos con un simple taparrabos, algunos se cubrían con una curiosa faldilla hecha de cuentas multicolores que formaban dibujos geométricos muy elaborados.
Nos acomodaron en las embarcaciones y manejando unas largas pértigas comenzaron a sortear las corrientes, las rocas y los obstáculos del río… Tenía una especial pericia y se iban avisando unos a otros para ir por los lugares más fáciles. No hablaban español y sólo nos respondían con monosílabos cuando les preguntábamos algo…; parecía que no estaban muy acostumbrados a hablar otra lengua que no fuera la suya. Eran muy callados y daba la impresión de que nos evitaban.
El río serpenteaba, las orillas mostraban una vegetación exuberante, nos sorprendía que no se vieran muchos pájaros, ni aves acuáticas, apenas un par de garzas… tal vez fuera por la hora. El viaje por el río era una delicia que se prolongó por espacio de algo más de una hora.
Y, por fin, llegamos al poblado, un rústico embarcadero de madera nos esperaba y descendiendo por la colina apareció un anciano, era Don Elías, el viejo médico tradicional Emberá experto en plantas medicinales autóctonas. Nos fue saludando, dándonos la bienvenida a medida que llegábamos a tierra firme.
Vimos a las mujeres limpiando pescado en el río, eran tilapias que después nos prepararían para comer… Todos se mostraron amables y cariñosos. Las mujeres emberá visten unas faldas cortas y se cubren el torso con shakiras (que es una pieza colgada de su cuello, como si fuera un babero que cubre su pecho). Nos dijeron que más arriba, en las comunidades que están viviendo más hacia el interior, las mujeres llevan el pecho al descubierto, igual que los hombres, pero en los poblados que están más en contacto con los turistas dan muestras de pudor.
Seguimos a D. Elías y a su hijo que vino a recibirnos también, él habla bastante bien español y fue el encargado de contarnos sobre las costumbres y la cultura de su pueblo. Respondieron amablemente a todas nuestras preguntas. Los hombres llevan el cabello corto y las mujeres melenas largas y lisas, de un negro azabache, les llega casi hasta la cintura. Todos son morenos. Tienen una piel perfecta, tersa, sin vello y unos ojos negros y muy expresivos.
Caminamos colina arriba por unas escaleras que han construido y que suben hasta la aldea… Era un conjunto de cabañas de troncos con techados de paja y que están alrededor de una improvisada plaza donde se encuentra también la escuela. En la plaza hay una cabina de teléfono… no sé si funcionará. Nos asomamos a la escuela y vimos a los niños y niñas uniformados con camisa azul celeste y pantalón o falda azul marino que contrasta con la vestimenta de sus padres, toda la comunidad va con su traje tradicional excepto los niños; nos dijeron que era una imposición del gobierno central, les obligaban a asistir a la escuela uniformados y a recibir la enseñanza en español.
Nos mostraron sus preciosos trabajos de artesanía, increíbles en la cestería y los ornamentos hechos con plantas de múltiples colores, con unos diseños que desafían a la mejor de nuestras tecnologías, una labor finísima que les lleva meses para terminar un plato, por ejemplo. Nos enseñaron como tiñen las fibras para hacer los distintos colores de los cestos y envases, el significado de los colores y las formas, explicaron su vestimenta y nos contaron como viven desde que el turismo llegó hasta ellos.
Marianella es socióloga y ha trabajado durante muchos años en programas de asistencia y apoyo al desarrollo de las comunidades indígenas, la conocen allá donde va. Ella y José tienen una ahijada en la comunidad, una preciosa niña de ocho años que vino a saludarnos en cuanto salió de la escuela.
Don Elías y su familia, pues son todos parientes, nos prepararon una comida de bienvenida: tilapia con patacones y de postre sandía. Allí, sentados en unos maderos degustamos el pescado frito que comimos con los dedos.
Nos hablaron de sus tradiciones, de lo que su pueblo conoce y quiere conservar, de sus creencias, de cómo logran sobrevivir con tan pocos recursos… y nos invitaron a asistir a una exhibición de sus danzas. Los chicos y chicas más jóvenes danzaron al son del tambor y unas flautas, al final nos invitaron a nosotros a participar. Le pedimos al guía que nos hablara un poquito en su idioma para ver cómo sonaba y nos dió la bienvenida en su lengua. Agradeció nuestra visita porque las artesanías que les compramos les ayudan a mejorar sus condiciones de vida.
Bajamos a bañarnos al río para aliviar un poco el tremendo calor húmedo que hacía; los adultos nos miraban y se reían pero los niños salían de la escuela y tal y como estaban, con uniforme y todo, se lanzaban al agua a bañarse.
El día se pasó muy rápido, teníamos que volver a los cayucos para regresar, no hay tiempo para nada más, queríamos haber visitado una cascada que hay cerca de la comunidad pero no fue posible, el atardecer avanzaba rápidamente por el río que en ese momento, sin sol, parecía una enorme serpiente plateada.
Hicimos todo el camino de vuelta en silencio, asimilando todas las experiencias que habíamos tenido, lo que habíamos conocido, lo que nos había impactado, las personas que nos habían acompañado. Los emberá nos despertaron una especial ternura.
La siguiente visita fue de regreso a Panamá, nos paramos a ver el Tempo Bahai, el único de América latina. Cuando llegamos nos explicaron que el templo se estaba reformando y sólo podíamos verlo por fuera; los jardines estaban muy secos. Está situado en una colina desde donde se aprecia una magnífica vista de toda la ciudad de Panamá.
Llegamos a la ciudad cuando ya estaba atardeciendo. Los pelícanos se lanzaban a pescar desde gran altura. Las mareas bajas del Pacífico dejan una zona de marismas que es un humedal perfecto para las aves.
Día 1: Cuando llegamos a la ciudad de Panamá nos recibió el calor y la humedad, pero también la cálida bienvenida de José Colastra y sus hijos Sergio e Iván. Sergio, el mayor, nos acompañaría durante todo el viaje y se ocuparía de grabar la experiencia fascinante que nos aguardaba. Nos presentaron a Julio, el conductor, un hombre de muy pocas palabras, como casi todos los indígenas que conocimos. Los maleteros del aeropuerto encaramaron las maletas en lo alto del autobús y fuimos entrando en aquel vehículo que sería nuestra casa rodante durante buena parte del viaje. Cuando estuvimos todos sentados parecía que lo habían hecho a medida, cabíamos los 26 viajeros y un par de plazas sobrantes que serían ocupadas eventualmente por los guías o acompañantes que necesitáramos. Era perfecto para circular tanto por la ciudad como por las terribles carreteras que nos aguardaban.
Nos llevaron al hotel, dejamos las maletas y nos fuimos a cenar a un restaurante que estaba frente a la bahía. El espectáculo nocturno era impresionante, parecía que estábamos en Manhattan. Los rascacielos competían en altura y formas caprichosas, algunas torres eran de diseño, sus luces se reflejaban en las aguas tranquilas del Pacífico.
Estábamos todos agotados tras el largo viaje y muchas horas sin dormir, el cambio horario, el cansancio… fue una “cena zombie” como decía Luis. Allí nos esperaba Marianella, la esposa de José, una panameña que es un auténtico ángel que estuvo a partir de ese momento pendiente de que todo estuviera bien, de que tuviéramos todo lo que necesitábamos. Su coordinación en la organización, su suavidad y su cariño nos ganó desde el primer momento.
Parque Nacional
Día 2: Uno de los objetivos principales del viaje era acercarnos a conocer algunas de las Comunidades Indígenas de Panamá. Y por fin tuvimos nuestra primera oportunidad: visitar a los Emberá Druá, que viven dentro del Parque Nacional del Río Chagres.
Salimos de la ciudad, dejamos la carretera asfaltada y nos internamos en carreteras terribles, a ambos lados se amontonaban las basuras, había suciedad, bolsas, residuos… nos sorprendió que tan cerca de la ciudad hubiera todo eso acumulado…, el paisaje era feo, había una fábrica de cemento, la vegetación era seca y escasa, había escombros por todos lados, restos de materiales de construcción y basura, mucha basura.
Estábamos descorazonados, no esperábamos una cosa así… Ese paisaje se prolongaba por espacio de más de una hora. Luego a medida que nos alejamos de la ciudad y nos acercamos al río el paisaje empezó a cambiar, aparecieron más árboles, el verde de la vegetación volvió a aparecer… estábamos entrando en el Parque, dos horas de camino después.
En el embarcadero nos dividimos en tres cayucos…; la vegetación se descolgaba en las orillas… eso era otro mundo, era lo que esperábamos encontrar. Nuestros barqueros eran indígenas, iban vestidos con un simple taparrabos, algunos se cubrían con una curiosa faldilla hecha de cuentas multicolores que formaban dibujos geométricos muy elaborados.
Nos acomodaron en las embarcaciones y manejando unas largas pértigas comenzaron a sortear las corrientes, las rocas y los obstáculos del río… Tenía una especial pericia y se iban avisando unos a otros para ir por los lugares más fáciles. No hablaban español y sólo nos respondían con monosílabos cuando les preguntábamos algo…; parecía que no estaban muy acostumbrados a hablar otra lengua que no fuera la suya. Eran muy callados y daba la impresión de que nos evitaban.
El río serpenteaba, las orillas mostraban una vegetación exuberante, nos sorprendía que no se vieran muchos pájaros, ni aves acuáticas, apenas un par de garzas… tal vez fuera por la hora. El viaje por el río era una delicia que se prolongó por espacio de algo más de una hora.
Y, por fin, llegamos al poblado, un rústico embarcadero de madera nos esperaba y descendiendo por la colina apareció un anciano, era Don Elías, el viejo médico tradicional Emberá experto en plantas medicinales autóctonas. Nos fue saludando, dándonos la bienvenida a medida que llegábamos a tierra firme.
Vimos a las mujeres limpiando pescado en el río, eran tilapias que después nos prepararían para comer… Todos se mostraron amables y cariñosos. Las mujeres emberá visten unas faldas cortas y se cubren el torso con shakiras (que es una pieza colgada de su cuello, como si fuera un babero que cubre su pecho). Nos dijeron que más arriba, en las comunidades que están viviendo más hacia el interior, las mujeres llevan el pecho al descubierto, igual que los hombres, pero en los poblados que están más en contacto con los turistas dan muestras de pudor.
Seguimos a D. Elías y a su hijo que vino a recibirnos también, él habla bastante bien español y fue el encargado de contarnos sobre las costumbres y la cultura de su pueblo. Respondieron amablemente a todas nuestras preguntas. Los hombres llevan el cabello corto y las mujeres melenas largas y lisas, de un negro azabache, les llega casi hasta la cintura. Todos son morenos. Tienen una piel perfecta, tersa, sin vello y unos ojos negros y muy expresivos.
Caminamos colina arriba por unas escaleras que han construido y que suben hasta la aldea… Era un conjunto de cabañas de troncos con techados de paja y que están alrededor de una improvisada plaza donde se encuentra también la escuela. En la plaza hay una cabina de teléfono… no sé si funcionará. Nos asomamos a la escuela y vimos a los niños y niñas uniformados con camisa azul celeste y pantalón o falda azul marino que contrasta con la vestimenta de sus padres, toda la comunidad va con su traje tradicional excepto los niños; nos dijeron que era una imposición del gobierno central, les obligaban a asistir a la escuela uniformados y a recibir la enseñanza en español.
Nos mostraron sus preciosos trabajos de artesanía, increíbles en la cestería y los ornamentos hechos con plantas de múltiples colores, con unos diseños que desafían a la mejor de nuestras tecnologías, una labor finísima que les lleva meses para terminar un plato, por ejemplo. Nos enseñaron como tiñen las fibras para hacer los distintos colores de los cestos y envases, el significado de los colores y las formas, explicaron su vestimenta y nos contaron como viven desde que el turismo llegó hasta ellos.
Marianella es socióloga y ha trabajado durante muchos años en programas de asistencia y apoyo al desarrollo de las comunidades indígenas, la conocen allá donde va. Ella y José tienen una ahijada en la comunidad, una preciosa niña de ocho años que vino a saludarnos en cuanto salió de la escuela.
Don Elías y su familia, pues son todos parientes, nos prepararon una comida de bienvenida: tilapia con patacones y de postre sandía. Allí, sentados en unos maderos degustamos el pescado frito que comimos con los dedos.
Nos hablaron de sus tradiciones, de lo que su pueblo conoce y quiere conservar, de sus creencias, de cómo logran sobrevivir con tan pocos recursos… y nos invitaron a asistir a una exhibición de sus danzas. Los chicos y chicas más jóvenes danzaron al son del tambor y unas flautas, al final nos invitaron a nosotros a participar. Le pedimos al guía que nos hablara un poquito en su idioma para ver cómo sonaba y nos dió la bienvenida en su lengua. Agradeció nuestra visita porque las artesanías que les compramos les ayudan a mejorar sus condiciones de vida.
Bajamos a bañarnos al río para aliviar un poco el tremendo calor húmedo que hacía; los adultos nos miraban y se reían pero los niños salían de la escuela y tal y como estaban, con uniforme y todo, se lanzaban al agua a bañarse.
El día se pasó muy rápido, teníamos que volver a los cayucos para regresar, no hay tiempo para nada más, queríamos haber visitado una cascada que hay cerca de la comunidad pero no fue posible, el atardecer avanzaba rápidamente por el río que en ese momento, sin sol, parecía una enorme serpiente plateada.
Hicimos todo el camino de vuelta en silencio, asimilando todas las experiencias que habíamos tenido, lo que habíamos conocido, lo que nos había impactado, las personas que nos habían acompañado. Los emberá nos despertaron una especial ternura.
La siguiente visita fue de regreso a Panamá, nos paramos a ver el Tempo Bahai, el único de América latina. Cuando llegamos nos explicaron que el templo se estaba reformando y sólo podíamos verlo por fuera; los jardines estaban muy secos. Está situado en una colina desde donde se aprecia una magnífica vista de toda la ciudad de Panamá.
Llegamos a la ciudad cuando ya estaba atardeciendo. Los pelícanos se lanzaban a pescar desde gran altura. Las mareas bajas del Pacífico dejan una zona de marismas que es un humedal perfecto para las aves.
Ruinas de Panamá
Día 3: Visitamos la ciudad de Panamá, las ruinas de Panamá la vieja y el museo. En el Parque, entre los enormes árboles, buscamos un lugar apartado de las miradas de los turistas para hacer una pequeña ceremonia dónde plantearnos cada uno el propósito del viaje, lo que esperábamos conseguir. Era un modo de canalizar y organizar nuestra energía mental dirigiéndola hacia un punto concreto.
El corotú, un árbol centenario que es el símbolo de Panamá nos acogió, formamos un círculo y buscamos en nuestro interior ese propósito y también la cualidad que iba a ayudarnos a hacerlo realidad. Desde las torres más altas de lo que fue la antigua fortaleza se veía la ciudad moderna en todo su esplendor, sus avenidas de tráfico incesante, las grandes grúas y escavadoras de las obras (estaban construyendo el metro y buena parte de la ciudad estaba levantada).
Hay un fuerte contraste entre el casco viejo con sus grandes casonas señoriales remodeladas, las calles empedradas, los balcones y enrejados de tipo español, y los rascacielos verticales. Soplaba un aire caliente y húmedo. La catedral, los conventos, las iglesias, las plazas con sus soportales, son vestigios de una historia que se resiste a desaparecer e intenta mantenerse al margen de la vida rápida, del tráfico, de las luces y el bullicio de las tiendas y los grandes centros comerciales.
El corotú, un árbol centenario que es el símbolo de Panamá nos acogió, formamos un círculo y buscamos en nuestro interior ese propósito y también la cualidad que iba a ayudarnos a hacerlo realidad. Desde las torres más altas de lo que fue la antigua fortaleza se veía la ciudad moderna en todo su esplendor, sus avenidas de tráfico incesante, las grandes grúas y escavadoras de las obras (estaban construyendo el metro y buena parte de la ciudad estaba levantada).
Hay un fuerte contraste entre el casco viejo con sus grandes casonas señoriales remodeladas, las calles empedradas, los balcones y enrejados de tipo español, y los rascacielos verticales. Soplaba un aire caliente y húmedo. La catedral, los conventos, las iglesias, las plazas con sus soportales, son vestigios de una historia que se resiste a desaparecer e intenta mantenerse al margen de la vida rápida, del tráfico, de las luces y el bullicio de las tiendas y los grandes centros comerciales.
En la parte vieja el tiempo se ha detenido, la gente sigue sacando sus sillas a la calle para “tertuliar”, todo va lento, muy lento… los restaurantes, los vendedores ambulantes respiran un tempo diferente. La iluminación de las farolas que apenas arroja luz sobre los adoquines oscuros de las calles invita a caminar despacio, saboreando cada fachada, cada rincón.
Comimos al lado del río, en un precioso restaurante. Apenas estuvimos a resguardo nos sorprendió una tormenta tropical, con truenos y relámpagos que se sucedían mientras degustamos una excelente comida en el buffet.
Después, nos dividimos en varios grupos y fuimos a conocer el Gamboa Rainforest. Primero fuimos trasladados en camiones descubiertos hasta el interior del parque hasta llegar al teleférico que nos iba a llevar a descubrir el bosque tropical. Había carteles que pedían a los visitantes silencio para poder apreciar el sonido de la vida que albergaba el bosque.
Era una experiencia sensorial muy completa porque intervenía la vista que se perdía entre los mil tonos de verde y los detalles de las flores, el oído que nos permitía captar sonidos cercanos y otros más lejanos y otros aún más lejanos. El tacto que nos permitía acariciar las ramas de los árboles, tocar los troncos, sentir la humedad de la lluvia recién caída, el olfato que intentaba captar los aromas entremezclados de la tierra, los árboles, la vegetación.
La cabina del teleférico que en realidad era una cesta colgada, abierta, se internaba a veces entre los árboles, otras acariciaba las copas o ascendía para dejarnos ver un paisaje increíble desde lo más alto, el discurrir del río, el mar a lo lejos, la ciudad perdida entre la bruma.
Observamos muchas aves, tucanes, rapaces… los guías encargados eran jóvenes y divertidos, les gustaba nuestro sentido del humor e hicimos un buen ambiente entre todos, riéndonos del sentido tan diferente que tienen algunas palabras en español para nosotros y para ellos.
Después visitamos el Canal de Panamá; allí vimos como los barcos atracaban para pasar las exclusas, el museo, las fotografías de los primeros constructores, los franceses, que fueron diezmados por las enfermedades y tuvieron que abandonar la empresa, y los norteamericanos que retomaron el proyecto hasta su construcción final. Las caras de los trabajadores en la exposición fotográfica en blanco y negro mostraban la dureza de aquella experiencia en una tremenda lucha contra los elementos y la naturaleza. El video de la construcción mostraba el prodigio de ingeniería sólo posible gracias al tesón y la voluntad del ser humano.
Cenamos en el casco viejo en una terraza al aire libre. Había música en vivo de unos jóvenes que buscaban unas monedas de los turistas. Tras la cena paseamos por las calles hasta llegar al paseo marítimo. El Pacífico se había retirado, la marea estaba muy baja y apenas se veía el agua allá al fondo, muy lejos. Los rascacielos siguen poniendo una nota cosmopolita como si fuera un decorado de tramoya que está preparado para ser utilizado en alguna película.
Los desayunos eran muy agradables. El hotel había preparado un salón sólo para nosotros y cada desayuno se conviertía en un encuentro agradable con unos y otros. El grupo ya estaba cohesionado, había buen ambiente y todos afrontamos con ilusión lo que nos deparaba cada nuevo día.
Terapias sanadoras
Día 4: Al día siguiente dejamos la ciudad y nos adentramos en el interior del país, íbamos hacia El Vallé de Antón. La vegetación cambió por completo, el bosque tropical es exuberante, hay flores multicolores, casas residenciales con hermosos jardines. Las buganvillas, las rosas, las orquídeas, los helechos son una fiesta para la vista.
Visitamos el Centro Cariguana, dirigido por José y Marianella y donde recibimos algunas terapias sanadoras y reparadoras. Las instalaciones respiran quietud, sosiego, relax… A la entrada hay una enorme explanada donde está dibujado el laberinto de la catedral de Chartres; sus caminos perfectamente dibujados invitan a recorrerlo, lo que hicimos en cuanto tuvimos la oportunidad.
Nos brindaron una comida ecológica con especialidades del país, con productos típicos. El personal del centro también es especial, son amables, cordiales, atentos a cualquier deseo o necesidad que tuviéramos. Nos agasajaron con tamales, ensalada, ceviche, plátano frito, frutas frescas, membrillo, queso, jugos naturales... Mientras en el exterior llovía intensamente. Después comprobaríamos que era algo que sucedería cada tarde: la lluvia se presentaba, a veces de forma torrencial lo que era un espectáculo digno de admirarse también.
Nos presentaron a todo el personal del Centro e hicimos una hermosa ceremonia de conexión de la energía a los cuatro puntos cardinales, guiados por José y Marianella.
Como consecuencia de la tormenta se fue la luz y no pudimos hacer más que las terapias manuales: los masajes. Hubo una gran avería que afectó a buena parte del valle. El hotel que nos albergaba estaba enclavado en medio de una gran pradera, cerca de un hermoso bosquecillo de árboles centenarios y de un riachuelo. Era como un gran hotel rural rodeado de montañas: El cerro de la india dormida, la piedra pintada, el cerro Gaital. Cenamos a la luz de las velas y después nos contamos historias insólitas.
Leyendas del lugar
Día 5: Por la mañana vino a recogernos Julio, un hombre sensible, un ecologista de toda la vida y muy comprometido por su amor a la Madre Tierra. También nos acompañó el Chacal, un personaje curioso que es guía de viajes de aventura. Fuimos en autobús hasta la entrada del recorrido. Frente a la Piedra Pintada dos niños, Kent y Kairo, hermanos, nos contaron las leyendas que los habitantes de aquellos parajes se han ido contando de padres a hijos. Lo hacían en verso y con mucha soltura y sentido del humor. El camino era empinado y el ascenso se hacía difícil por el tremendo calor.
Nos fuimos deteniendo en algunas cascadas y pozas que se habían formado entre las enormes rocas de granito; era difícil acceder a ellas porque había mucha vegetación y se notaba que son lugares muy vírgenes, poco transitados.
La cabeza de la India Dormida alcanza los 960m de altitud. Cuando llegamos a la garganta, un lugar estratégico que nos permitía ver los dos valles, y que tiene la particularidad de que por un lado –el del exterior- llega un aire caliente, muy caliente, como si realmente saliera del centro del enorme cráter que es en realidad el Valle de Antón, y por el lado del interior –que conecta con la sierra- llega un aire fresco que procede de las cumbres. Desde el lugar en el que estábamos se apreciaba perfectamente.
Allí hicimos una ceremonia de conexión y saludo a los cuatro puntos cardinales y a los elementos de la naturaleza.
El descenso se hizo más fácil, nos detuvimos en alguna poza para refrescarnos ligeramente. Al descender había gente del pueblo vendiendo frutas, unas deliciosas piñas y otras frutas desconocidas para nosotros.
Regresamos al hotel a comer, algunos fueron al Centro Cariguana a recibir sus tratamientos, otros pasean por el bosque, otros al pueblo a visitar tiendas y cafés. El Valle de Antón es un lugar muy animado, con una gran actividad, mercado de productos agrícolas, de artesanías, hay lugares donde disfrutar de unos maravillosos jugos naturales, cafés, dulcerías… estábamos en Semana Santa y había toda una programación de procesiones y actos religiosos. Llovíó toda la tarde, pero ya nos habíamos acostumbrado, no hacía frío y a veces la lluvia venía bien para refrescarnos, después al poco rato estábamos completamente secos.
Cenamos en un restaurante muy típico -“La Librada”- una comida muy típica. Tenía un sabor de todo lo autóctono, con largas mesas con hules de plástico de motivos multicolores. Es un sitio muy popular, había mucha gente del país cenando, ni un solo turista extranjero, sólo nosotros.
En el Cerro Gaital
Día 6: Amaneció despejado –como cada día- un cielo azul magnífico, sin nubes, las cumbres de los cerros saludándonos como guardianes y el valle que era como el fondo de una gran cazuela.
Por la mañana visitamos el zoo que está enclavado en un lugar bellísimo, a las faldas del Cerro Gaital. El lugar reúne un buen número de especies de animales que están en un entorno bastante natural, hay jaguares, linces, gatos monteses y una amplísima variedad de aves muy hermosas. Los animales están distribuidos entre jardines con profusión de flores y en medio del bosque, aunque están privados de libertad el lugar es idóneo para que se sientan casi como en casa.
A medida que trascurría la mañana las nubes iban apareciendo y coqueteaban con las cumbres de los cerros más altos, por la tarde volvió a llover torrencialmente.
Visitamos también el orquidiario, que está dirigido por una ONG, que se ocupa de preservar la gran variedad de especies de orquídeas que tienen. Una mujer apasionada por su trabajo nos fue guiando entre caminos de flores, mostrándonos –lupa en mano- especies increíblemente pequeñas, pero no por ello menos hermosas, de orquídeas.
Por la tarde hubo tiempo libre, algunos se reunieron para hacer una sesión de respiración consciente, otros asistieron a sus sesiones de terapias, otros dieron un paseo en caballo o se dedicaron a conocer más el pueblo ya que es un lugar muy agradable para pasear.
A la mañana siguiente fuimos a ver los árboles cuadrados. Desde el hotel sale un sendero que asciende y baja constantemente, discurre bajo las ramas de los árboles lo que afortunadamente amortigua un poco el calor del sol que se abría paso con fuerza entre las nubes. Es un recorrido circular inmerso en una vegetación exuberante, los pájaros hacían gala de sus mejores trinos acompañándonos en todo momento, no se dejan ver pero si se les oía.
Llegamos al lugar donde estaban algunos ejemplares de los árboles cuadrados, algunos eran muy viejos e infunden esa sensación de respeto que nos embarga cuando asistimos a los prodigios de la Madre Naturaleza. Allí hicimos una rueda de meditación y enviamos energía de salud a personas y al planeta entero. El cielo apenas se veía, oculto tras el espeso enrejado de las ramas sobre nuestras cabezas. Conectamos con la Madre Tierra, absorbimos su energía, su salud y su fuerza; en ese lugar todo respira vida, frescura, frondosidad. Parecería que el mismo aire tuviera nutrientes que alimentaran pensamientos, ideas, proyectos y objetivos.
Terminamos con una ronda de abrazos y con el corazón a rebosar. Estábamos tan lejos de todo lo que nos es familiar que no hay nada conocido a donde agarrarse, sólo podíamos estar viviendo intensamente el presente.
Por la tarde la lluvia era fina, ligera, como si quisiera darnos una tregua; cada uno utilizaba el tiempo libre buscando en las tiendas de los artesanos, o en las de plantas, o se sentaban a ver pasar la actividad lenta de la gente del Valle. Las procesiones recorrían la calle principal, el Jueves Santo –ayer- participaron sólo los hombres, el Viernes Santo –hoy- sólo las mujeres.
La cascada más grande
Día 7: Visitamos la Reserva Natural del Chorro del Macho, que alberga la cascada más grande de la región con una caída de 70m. de altura. Parece increíble que al lado mismo de la carretera y a unos pocos cientos de metros del pueblo pueda haber un lugar tan maravilloso. Puentes colgantes, árboles ancianos, una vegetación de auténtica selva que nos resultaba difícil elegir el encuadre para tomar la fotografía, todos eran bellísimos, perfectos. El recorrido terminaba en una piscina natural de aguas frescas, que aprovechamos unos cuantos.
Agradecemos el baño que en aquel lugar tiene un sabor especial. Partimos las piñas que compramos cuando bajamos de la India Dormida y las compartimos allí entre todos, estaban maduras y jugosas, dulces y refrescantes.
Los más atrevidos subieron en un microbús pertrechados con arneses para hacer canopi, descenderían desde lo alto de la montaña hasta el Valle. Regresaron con los ojos brillantes por la emocionante experiencia que habían vivido.
Cenamos en el restaurante “El Rincón Vallero”, en el jardín, con velas y una música muy agradable, era la cena de despedida pues al día siguiente abandonaríamos el Valle. Llegamos todos a la hora de cenar muy cansados, el ritmo de vida era muy diferente al que estábamos acostumbrados, nos despertábamos apenas amanecía y en cuanto se ponía el sol resultaba complicado mantenerse en pie.
Comunidad indígena
Día 8: Es domingo muy temprano abandonamos El Valle de Antón, precioso lugar que nos había acogido cual amoroso abrazo. Nos daba pena dejar el hotel que había sido como una cuna suave rodeada de montañas. Una carretera serpenteante nos fue sacando lentamente del Valle, un vergel hermoso y acogedor, tanto por su naturaleza como por sus gentes. Los macizos de flores, las buganvillas, las flores de pascua, nos acompañaban vistiendo el camino de fiesta y de sorpresas que nos esperaban en cada curva.
La ciudad nos saludó desde lejos con sus inconfundibles rascacielos. El cielo era brumoso por la humedad y daba un aspecto plomizo al horizonte.
Dejamos el equipaje grande en el hotel y marchamos con nuestras mochilas y cámaras de fotos. Desayunamos el picnic que nos prepararon en el hotel del Valle y salimos por la autopista. Nuestro destino era la Comunidad indígena de los Kuna Yala. José y Marianella nos habían hablado sobre esa cultura indomable de un pueblo que por defender su cultura y sus costumbres se enfrentaron al gobierno central.
En la imaginación de todos se habían dibujado islas paradisíacas de arenas blancas y aguas transparentes de color turquesa. Nos esperaba un largo recorrido en coche y después en barca a motor.
Dejamos atrás la ciudad de Panamá. Tras una hora de viaje el paisaje empezó a cambiar, íbamos en coches “todo terreno” y no entendíamos muy bien por qué pero ahora empezábamos a darnos cuenta de la dificultad del trayecto. Los cerros y las colinas, las curvas, los desniveles pronunciados hacían que la carretera se convirtiera en un tobogán interminable, en una auténtica montaña rusa que incursionaba en el bosque tropical, plagado de pequeños riachuelos con garzas blancas que se mostraban impasibles al paso de los vehículos.
La carretera tenía un trazado sinuoso con tramos de tierra y muchos baches. Algunas personas se marearon y tuvimos que parar. Llegamos por fin a un paso fronterizo en el que tuvimos que mostrar nuestros pasaportes; los pueblos Kuna tienen una identidad muy potente que se ha mantenido independiente echando un pulso al gobierno central. Ellos, tras las guerras mantenidas con los emberá fueron huyendo hacia el mar y en las 365 islas que hay en el atlántico se hicieron fuertes, mantienen una estrecha franja del litoral continental y las islas. Ha sido la comunidad que más ha logrado mantener su idiosincrasia, defendiendo su cultura y sus tradiciones. Un ejemplo de ello es que es el único pueblo que recibe en la escuela la enseñanza en español y también en su lengua original y los niños tampoco están obligados a ir uniformados.
Revisaron los documentos, su bandera ondea en una estaca y sentimos que realmente habíamos entrado en otro mundo.
El viaje se nos hizo muy largo, teníamos tantas ganas de llegar que parecía que el tiempo discurría muy lentamente.
El paisaje se iba cerrando cada vez más, era como si la vegetación nos abrazara. Llegamos por fin al río, los manglares nos rodeaban, las raíces aéreas se incrustaban en las aguas, los pájaros volaban por doquier y jugueteaban con el río.
En el embarcadero nos esperaban dos embarcaciones con motor fuera borda. Acomodamos las mochilas y también los regalos que llevábamos para la Comunidad de los Kuna-Yala.
Nos colocamos los chalecos salvavidas reglamentarios y las embarcaciones encararon hacia el mar abierto… enseguida empezamos a ver pequeñas islas aquí y allá. Son pequeñas porciones de tierra, arena blanca con algunas palmeras, en algunas hay alguna cabaña pero la mayoría están deshabitadas.
Nuestro destino es Isla Tubasenika (también conocida como isla Franklin), una preciosa isla, pequeña, capaz de albergar unas 20 ó 25 cabañas, que compartiremos con un grupo de jóvenes de Israel y de otras nacionalidades.
Continuará…
Por la mañana visitamos el zoo que está enclavado en un lugar bellísimo, a las faldas del Cerro Gaital. El lugar reúne un buen número de especies de animales que están en un entorno bastante natural, hay jaguares, linces, gatos monteses y una amplísima variedad de aves muy hermosas. Los animales están distribuidos entre jardines con profusión de flores y en medio del bosque, aunque están privados de libertad el lugar es idóneo para que se sientan casi como en casa.
A medida que trascurría la mañana las nubes iban apareciendo y coqueteaban con las cumbres de los cerros más altos, por la tarde volvió a llover torrencialmente.
Visitamos también el orquidiario, que está dirigido por una ONG, que se ocupa de preservar la gran variedad de especies de orquídeas que tienen. Una mujer apasionada por su trabajo nos fue guiando entre caminos de flores, mostrándonos –lupa en mano- especies increíblemente pequeñas, pero no por ello menos hermosas, de orquídeas.
Por la tarde hubo tiempo libre, algunos se reunieron para hacer una sesión de respiración consciente, otros asistieron a sus sesiones de terapias, otros dieron un paseo en caballo o se dedicaron a conocer más el pueblo ya que es un lugar muy agradable para pasear.
A la mañana siguiente fuimos a ver los árboles cuadrados. Desde el hotel sale un sendero que asciende y baja constantemente, discurre bajo las ramas de los árboles lo que afortunadamente amortigua un poco el calor del sol que se abría paso con fuerza entre las nubes. Es un recorrido circular inmerso en una vegetación exuberante, los pájaros hacían gala de sus mejores trinos acompañándonos en todo momento, no se dejan ver pero si se les oía.
Llegamos al lugar donde estaban algunos ejemplares de los árboles cuadrados, algunos eran muy viejos e infunden esa sensación de respeto que nos embarga cuando asistimos a los prodigios de la Madre Naturaleza. Allí hicimos una rueda de meditación y enviamos energía de salud a personas y al planeta entero. El cielo apenas se veía, oculto tras el espeso enrejado de las ramas sobre nuestras cabezas. Conectamos con la Madre Tierra, absorbimos su energía, su salud y su fuerza; en ese lugar todo respira vida, frescura, frondosidad. Parecería que el mismo aire tuviera nutrientes que alimentaran pensamientos, ideas, proyectos y objetivos.
Terminamos con una ronda de abrazos y con el corazón a rebosar. Estábamos tan lejos de todo lo que nos es familiar que no hay nada conocido a donde agarrarse, sólo podíamos estar viviendo intensamente el presente.
Por la tarde la lluvia era fina, ligera, como si quisiera darnos una tregua; cada uno utilizaba el tiempo libre buscando en las tiendas de los artesanos, o en las de plantas, o se sentaban a ver pasar la actividad lenta de la gente del Valle. Las procesiones recorrían la calle principal, el Jueves Santo –ayer- participaron sólo los hombres, el Viernes Santo –hoy- sólo las mujeres.
La cascada más grande
Día 7: Visitamos la Reserva Natural del Chorro del Macho, que alberga la cascada más grande de la región con una caída de 70m. de altura. Parece increíble que al lado mismo de la carretera y a unos pocos cientos de metros del pueblo pueda haber un lugar tan maravilloso. Puentes colgantes, árboles ancianos, una vegetación de auténtica selva que nos resultaba difícil elegir el encuadre para tomar la fotografía, todos eran bellísimos, perfectos. El recorrido terminaba en una piscina natural de aguas frescas, que aprovechamos unos cuantos.
Agradecemos el baño que en aquel lugar tiene un sabor especial. Partimos las piñas que compramos cuando bajamos de la India Dormida y las compartimos allí entre todos, estaban maduras y jugosas, dulces y refrescantes.
Los más atrevidos subieron en un microbús pertrechados con arneses para hacer canopi, descenderían desde lo alto de la montaña hasta el Valle. Regresaron con los ojos brillantes por la emocionante experiencia que habían vivido.
Cenamos en el restaurante “El Rincón Vallero”, en el jardín, con velas y una música muy agradable, era la cena de despedida pues al día siguiente abandonaríamos el Valle. Llegamos todos a la hora de cenar muy cansados, el ritmo de vida era muy diferente al que estábamos acostumbrados, nos despertábamos apenas amanecía y en cuanto se ponía el sol resultaba complicado mantenerse en pie.
Comunidad indígena
Día 8: Es domingo muy temprano abandonamos El Valle de Antón, precioso lugar que nos había acogido cual amoroso abrazo. Nos daba pena dejar el hotel que había sido como una cuna suave rodeada de montañas. Una carretera serpenteante nos fue sacando lentamente del Valle, un vergel hermoso y acogedor, tanto por su naturaleza como por sus gentes. Los macizos de flores, las buganvillas, las flores de pascua, nos acompañaban vistiendo el camino de fiesta y de sorpresas que nos esperaban en cada curva.
La ciudad nos saludó desde lejos con sus inconfundibles rascacielos. El cielo era brumoso por la humedad y daba un aspecto plomizo al horizonte.
Dejamos el equipaje grande en el hotel y marchamos con nuestras mochilas y cámaras de fotos. Desayunamos el picnic que nos prepararon en el hotel del Valle y salimos por la autopista. Nuestro destino era la Comunidad indígena de los Kuna Yala. José y Marianella nos habían hablado sobre esa cultura indomable de un pueblo que por defender su cultura y sus costumbres se enfrentaron al gobierno central.
En la imaginación de todos se habían dibujado islas paradisíacas de arenas blancas y aguas transparentes de color turquesa. Nos esperaba un largo recorrido en coche y después en barca a motor.
Dejamos atrás la ciudad de Panamá. Tras una hora de viaje el paisaje empezó a cambiar, íbamos en coches “todo terreno” y no entendíamos muy bien por qué pero ahora empezábamos a darnos cuenta de la dificultad del trayecto. Los cerros y las colinas, las curvas, los desniveles pronunciados hacían que la carretera se convirtiera en un tobogán interminable, en una auténtica montaña rusa que incursionaba en el bosque tropical, plagado de pequeños riachuelos con garzas blancas que se mostraban impasibles al paso de los vehículos.
La carretera tenía un trazado sinuoso con tramos de tierra y muchos baches. Algunas personas se marearon y tuvimos que parar. Llegamos por fin a un paso fronterizo en el que tuvimos que mostrar nuestros pasaportes; los pueblos Kuna tienen una identidad muy potente que se ha mantenido independiente echando un pulso al gobierno central. Ellos, tras las guerras mantenidas con los emberá fueron huyendo hacia el mar y en las 365 islas que hay en el atlántico se hicieron fuertes, mantienen una estrecha franja del litoral continental y las islas. Ha sido la comunidad que más ha logrado mantener su idiosincrasia, defendiendo su cultura y sus tradiciones. Un ejemplo de ello es que es el único pueblo que recibe en la escuela la enseñanza en español y también en su lengua original y los niños tampoco están obligados a ir uniformados.
Revisaron los documentos, su bandera ondea en una estaca y sentimos que realmente habíamos entrado en otro mundo.
El viaje se nos hizo muy largo, teníamos tantas ganas de llegar que parecía que el tiempo discurría muy lentamente.
El paisaje se iba cerrando cada vez más, era como si la vegetación nos abrazara. Llegamos por fin al río, los manglares nos rodeaban, las raíces aéreas se incrustaban en las aguas, los pájaros volaban por doquier y jugueteaban con el río.
En el embarcadero nos esperaban dos embarcaciones con motor fuera borda. Acomodamos las mochilas y también los regalos que llevábamos para la Comunidad de los Kuna-Yala.
Nos colocamos los chalecos salvavidas reglamentarios y las embarcaciones encararon hacia el mar abierto… enseguida empezamos a ver pequeñas islas aquí y allá. Son pequeñas porciones de tierra, arena blanca con algunas palmeras, en algunas hay alguna cabaña pero la mayoría están deshabitadas.
Nuestro destino es Isla Tubasenika (también conocida como isla Franklin), una preciosa isla, pequeña, capaz de albergar unas 20 ó 25 cabañas, que compartiremos con un grupo de jóvenes de Israel y de otras nacionalidades.
Continuará…