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Existen Imágenes que, sin pretenderlo ni buscar el momento apropiado, aparecen de pronto y… nos dejan huella, esa impronta que irá conformando el paisaje, el mapa que guiará nuestros actos en adelante. Casi sin darnos cuenta empujarán nuestras vidas para que no nos perdamos en el laberinto de la dejadez y la ignorancia.
Instantes valiosos que conmueven nuestros mas hondos sentimientos y que en adelante guardaremos como un tesoro muy adentro sin ser conscientes de ello. Ocupan el espacio necesario para no estorbarse unos a otros y, de pronto, vuelven a la luz así, sin avisar, en el momento oportuno, cuando algo enciende la chispa de nuestro subconsciente. Vuelven dando vida y color, organizando el sentido, la búsqueda del horizonte de esta existencia una y otra vez amordazada por los acontecimientos que desbordan nuestro vivir, pequeñas semillas, que ya nunca estarán perdidas porque nosotros les dimos forma en el momento justo y preciso.
Aunque no seamos conscientes de ello ya nunca seremos la misma persona, desde ese momento andarás otro camino que a su vez se bifurcará y dará comienzo a otros y así sucesivamente.
Emociones que harán estremecer tu corazón y no te dejarán indiferente dando salida de vez en cuando, muy de vez en cuando, a ese gran sentimiento de amor por todo lo que habita y forma parte de este hermoso planeta, personas, animales, plantas, ríos, valles y montañas, todo. Nada material, nada te llenará tanto como ese sentimiento que conmovió hasta la última célula de tu ser y que te ayudará a despertar porque así lo quisiste.
Uno de estos momentos que recuerdo con una inmensa ternura fue en un país del Caribe, donde nos llevaron amigos de una ONG.
Era un Batelle de Haitianos cortadores de caña de azúcar, trabajadores con unas temperaturas que alcanzan los 50 grados. Vivían en condiciones infrahumanas, sin agua corriente, ni luz, ni servicios de ningún tipo, un batelle de los de verdad, no los que muestran en excursiones los hoteles del caribe, como parte de la visita turística.
Llevábamos material escolar, caramelos, algo de ropa y algún juguete de nuestros hijos de los que tantos tienen y tan poco usan. Llegamos y enseguida hicieron cola para recibir los regalos, desde niños pequeños hasta ancianos. Estábamos tan emocionados, tan abrumados por su escasez, por nuestra abundancia y… entonces lo vi. Me acerqué y le di la muñeca de mi hija que nunca usaba, fue como si se parara el tiempo, era un abuelo con su nieta y todo discurrió como a cámara lenta, como si el universo se recreara en mostrártelo para que no lo olvidaras tan fácilmente.
Instantes valiosos que conmueven nuestros mas hondos sentimientos y que en adelante guardaremos como un tesoro muy adentro sin ser conscientes de ello. Ocupan el espacio necesario para no estorbarse unos a otros y, de pronto, vuelven a la luz así, sin avisar, en el momento oportuno, cuando algo enciende la chispa de nuestro subconsciente. Vuelven dando vida y color, organizando el sentido, la búsqueda del horizonte de esta existencia una y otra vez amordazada por los acontecimientos que desbordan nuestro vivir, pequeñas semillas, que ya nunca estarán perdidas porque nosotros les dimos forma en el momento justo y preciso.
Aunque no seamos conscientes de ello ya nunca seremos la misma persona, desde ese momento andarás otro camino que a su vez se bifurcará y dará comienzo a otros y así sucesivamente.
Emociones que harán estremecer tu corazón y no te dejarán indiferente dando salida de vez en cuando, muy de vez en cuando, a ese gran sentimiento de amor por todo lo que habita y forma parte de este hermoso planeta, personas, animales, plantas, ríos, valles y montañas, todo. Nada material, nada te llenará tanto como ese sentimiento que conmovió hasta la última célula de tu ser y que te ayudará a despertar porque así lo quisiste.
Uno de estos momentos que recuerdo con una inmensa ternura fue en un país del Caribe, donde nos llevaron amigos de una ONG.
Era un Batelle de Haitianos cortadores de caña de azúcar, trabajadores con unas temperaturas que alcanzan los 50 grados. Vivían en condiciones infrahumanas, sin agua corriente, ni luz, ni servicios de ningún tipo, un batelle de los de verdad, no los que muestran en excursiones los hoteles del caribe, como parte de la visita turística.
Llevábamos material escolar, caramelos, algo de ropa y algún juguete de nuestros hijos de los que tantos tienen y tan poco usan. Llegamos y enseguida hicieron cola para recibir los regalos, desde niños pequeños hasta ancianos. Estábamos tan emocionados, tan abrumados por su escasez, por nuestra abundancia y… entonces lo vi. Me acerqué y le di la muñeca de mi hija que nunca usaba, fue como si se parara el tiempo, era un abuelo con su nieta y todo discurrió como a cámara lenta, como si el universo se recreara en mostrártelo para que no lo olvidaras tan fácilmente.
Corrieron lagrimas por sus mejillas, brotaron de unos ojos azules quemados por el sol y la miseria y entonces acunó a la muñeca con sus vestiditos de encaje, la retuvo unos instantes en sus brazos y después tiernamente la entregó a su nieta que esperaba pacientemente sin prisas, con respeto. Me emociona tanto… Esa imagen la recuerdo por encima de todas porque me despertó bruscamente, de un manotazo de la idiotez en la que galopamos diariamente.
Otro momento mágico por necesidad fue en los lagos del valle de Imbabura en Ecuador, donde una jovencita vendía restos de arqueología que su marido entresacaba de los tantos yacimientos que en este hermoso país existen. Hacía frío, la nieve se acumulaba en la ladera de los volcanes, ella estaba sola con su puestecito de cartones y telas viejas junto al frío lago de las montañas, un vientecillo gélido amorataba sus manos agrietadas y sus pies casi descalzos. Entonces oí el llanto de un bebé que se removía en el suelo, y me acerqué para mirar, su cuerpecito tapado apenas por un cartón, con la carita congestionada de frío… ni mantas ni cobijas como ellos dicen. Nada, sólo cartones para dar calor a su cuerpo. Miré a su madre y ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. Son esos instantes que sobran las palabras, todo se dice, todo se cuenta sin hablar, en una mirada que estremece hasta la última célula de tu ser y te lleva a dar gracias por… un no sé qué del destino que nos dejó en esta parte del planeta y que te hace cuestionar ¿por qué unos sí y otros no? Pero que nunca te volverá a dejar indiferente ante cierto hechos, tanta miseria injusta.
Hace ya tiempo que llegué a la conclusión de que los que vamos a un país del llamado, no sé si bien o mal, Tercer Mundo, con la ilusión de ayudar, descubrimos que son ellos los que te ayudan a ti, a encontrar el sentido de nuestras confortables vidas. Vamos vacíos de todo y venimos llenos de sentimientos, de amor que en la mayoría de los ocasiones dejamos perder cuando volvemos y nos sumergimos en la comodidad de este “primer mundo”.
Hechos que nos regala el destino o la causalidad como los que me contaban dos jóvenes que viajaron al país de las dunas. Fueron perdidos buscando sensaciones para llenar el vacío en su corazón, y encontraron manos llenas de cariño que los recibieron sin preguntas, sin cuestionar nada.
Me contaban como entraron en una de sus viviendas para llevarles comida y un poco de dinero a dos abuelos invidentes, que los cubrieron de besos y les ofrecieron toda su hospitalidad en su humilde jaima… y al día siguiente el viento del siroco desató el fuego salvaje que los quemó vivos, así de un plumazo. No hubo tiempo…no hubo agua…nunca la hay. Su frágil jaima ardió con ellos dentro… fuego que apaga vidas. Fuego que enciende la luz de dos jóvenes que ya no se perderán en la niebla de esta indiferencia que nos abraza cada día.
Me gustaría acabar este relato diciendo que las señales surgen a cada momento y depende de nosotros el darles sentido, a veces incluso la naturaleza nos da pequeños empujones para concienciarnos de su grandeza, de su vida, del latido de cada día con pequeños ejemplo como cuando… Bueno, mejor en otro momento les cuento si así me lo permiten. Sólo decirles que intenten recordar sus propias señales, las que les llevaron a vivir momentos mágicos, emociones; por favor, no los dejen caer en el olvido, para luego andar quejándose por la vida por cosas intranscendentes… Eso sería injusto.
Otro momento mágico por necesidad fue en los lagos del valle de Imbabura en Ecuador, donde una jovencita vendía restos de arqueología que su marido entresacaba de los tantos yacimientos que en este hermoso país existen. Hacía frío, la nieve se acumulaba en la ladera de los volcanes, ella estaba sola con su puestecito de cartones y telas viejas junto al frío lago de las montañas, un vientecillo gélido amorataba sus manos agrietadas y sus pies casi descalzos. Entonces oí el llanto de un bebé que se removía en el suelo, y me acerqué para mirar, su cuerpecito tapado apenas por un cartón, con la carita congestionada de frío… ni mantas ni cobijas como ellos dicen. Nada, sólo cartones para dar calor a su cuerpo. Miré a su madre y ella me miró con los ojos llenos de lágrimas. Son esos instantes que sobran las palabras, todo se dice, todo se cuenta sin hablar, en una mirada que estremece hasta la última célula de tu ser y te lleva a dar gracias por… un no sé qué del destino que nos dejó en esta parte del planeta y que te hace cuestionar ¿por qué unos sí y otros no? Pero que nunca te volverá a dejar indiferente ante cierto hechos, tanta miseria injusta.
Hace ya tiempo que llegué a la conclusión de que los que vamos a un país del llamado, no sé si bien o mal, Tercer Mundo, con la ilusión de ayudar, descubrimos que son ellos los que te ayudan a ti, a encontrar el sentido de nuestras confortables vidas. Vamos vacíos de todo y venimos llenos de sentimientos, de amor que en la mayoría de los ocasiones dejamos perder cuando volvemos y nos sumergimos en la comodidad de este “primer mundo”.
Hechos que nos regala el destino o la causalidad como los que me contaban dos jóvenes que viajaron al país de las dunas. Fueron perdidos buscando sensaciones para llenar el vacío en su corazón, y encontraron manos llenas de cariño que los recibieron sin preguntas, sin cuestionar nada.
Me contaban como entraron en una de sus viviendas para llevarles comida y un poco de dinero a dos abuelos invidentes, que los cubrieron de besos y les ofrecieron toda su hospitalidad en su humilde jaima… y al día siguiente el viento del siroco desató el fuego salvaje que los quemó vivos, así de un plumazo. No hubo tiempo…no hubo agua…nunca la hay. Su frágil jaima ardió con ellos dentro… fuego que apaga vidas. Fuego que enciende la luz de dos jóvenes que ya no se perderán en la niebla de esta indiferencia que nos abraza cada día.
Me gustaría acabar este relato diciendo que las señales surgen a cada momento y depende de nosotros el darles sentido, a veces incluso la naturaleza nos da pequeños empujones para concienciarnos de su grandeza, de su vida, del latido de cada día con pequeños ejemplo como cuando… Bueno, mejor en otro momento les cuento si así me lo permiten. Sólo decirles que intenten recordar sus propias señales, las que les llevaron a vivir momentos mágicos, emociones; por favor, no los dejen caer en el olvido, para luego andar quejándose por la vida por cosas intranscendentes… Eso sería injusto.