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Todos los que estaban allí buscaban respuestas en el personal sanitario, auxiliares y enfermeras sobre todo, que se refugiaban detrás de un mostrador y de las pantallas de los monitores de los ordenadores que supuestamente contenían la información de todos los que estábamos allí. Las respuestas siempre eran derivadas a los doctores que se harían cargo de ellos según el tipo de dolencia que presentaran.
En la larga espera del servicio de Urgencias, de vez en cuando aparecía algún doctor, que era observado como un semidiós por los enfermos. A veces, ese doctor venía acompañado por unos cuantos doctores jóvenes, estudiantes que deberían estar en los últimos años de carrera o residentes, con sus blocs para tomar notas de cuanto el doctor hablara con los pacientes. Ocasionalmente, el paciente era informado de lo que iba a ser su estancia en el hospital, siempre que estuviera en condiciones de entenderlo, dado su estado psico-físico.
La verdad es que cuando uno entra como paciente en un hospital, su primer deseo es salir de él cuanto antes, a ser posible por su propio pie. Durante el tiempo en que uno está ingresado –sea en Urgencias o en la planta correspondiente- la sensación de desvalimiento es la que impera en nuestro ánimo. Nos pasamos el día pendiente de lo que sentimos físicamente para poder comentárselo a los doctores que nos visitan, a ver si con un poco de suerte nos aplican el tratamiento adecuado y pueden darnos el alta cuanto antes.
Pero, sobre todo, lo que más deseamos de esos doctores es que nos digan que no nos preocupemos, que lo que tenemos es algo que podemos superar y que saldremos pronto del hospital, todo ello aderezado, a ser posible, con una sonrisa, porque eso nos da confianza.
Durante los días en que uno está ingresado, tal vez tiene la oportunidad de observar a otros pacientes y a sus familiares. Escucha sus conversaciones mientras pasean por los pasillos de la planta y se da cuenta de que lo que más les preocupa es no saber con exactitud cuál es el mal que les aqueja y cuando saldrán de allí. Cuando un familiar llega a la habitación siempre hace las mismas preguntas: ¿Ha venido el médico?, ¿qué te ha dicho? Y entonces a mí me surge una inquietud: ¿deben los médicos decir toda la verdad a los pacientes acerca de su enfermedad? Si un paciente está en trance de morir ¿debe el médico darle esta noticia?
En mi opinión, los médicos son bastante reacios a comentar a los enfermos las características de su enfermedad, probablemente porque presuponen que el paciente no las va a entender, limitándose a comentar generalidades que le tranquilicen –no es mi caso, porque a mí me gusta preguntar todo y, en ocasiones, me han preguntado si yo era médico, por el tipo de cuestiones que planteaba-. De cualquier manera, parece que no está tan claro el controvertido tema de si se debe o no informar al paciente de la gravedad de su enfermedad o de que está en trance de muerte. Porque la experiencia demuestra que siempre existe cierto nivel de incertidumbre; la probabilidad, incluso ínfima, de una remisión de la enfermedad. Y, tras un diagnóstico fatídico, una curación pondría en tela de juicio el pronóstico dado y terminaría perjudicando a ese médico que creía estar diciendo “la verdad”.
En la larga espera del servicio de Urgencias, de vez en cuando aparecía algún doctor, que era observado como un semidiós por los enfermos. A veces, ese doctor venía acompañado por unos cuantos doctores jóvenes, estudiantes que deberían estar en los últimos años de carrera o residentes, con sus blocs para tomar notas de cuanto el doctor hablara con los pacientes. Ocasionalmente, el paciente era informado de lo que iba a ser su estancia en el hospital, siempre que estuviera en condiciones de entenderlo, dado su estado psico-físico.
La verdad es que cuando uno entra como paciente en un hospital, su primer deseo es salir de él cuanto antes, a ser posible por su propio pie. Durante el tiempo en que uno está ingresado –sea en Urgencias o en la planta correspondiente- la sensación de desvalimiento es la que impera en nuestro ánimo. Nos pasamos el día pendiente de lo que sentimos físicamente para poder comentárselo a los doctores que nos visitan, a ver si con un poco de suerte nos aplican el tratamiento adecuado y pueden darnos el alta cuanto antes.
Pero, sobre todo, lo que más deseamos de esos doctores es que nos digan que no nos preocupemos, que lo que tenemos es algo que podemos superar y que saldremos pronto del hospital, todo ello aderezado, a ser posible, con una sonrisa, porque eso nos da confianza.
Durante los días en que uno está ingresado, tal vez tiene la oportunidad de observar a otros pacientes y a sus familiares. Escucha sus conversaciones mientras pasean por los pasillos de la planta y se da cuenta de que lo que más les preocupa es no saber con exactitud cuál es el mal que les aqueja y cuando saldrán de allí. Cuando un familiar llega a la habitación siempre hace las mismas preguntas: ¿Ha venido el médico?, ¿qué te ha dicho? Y entonces a mí me surge una inquietud: ¿deben los médicos decir toda la verdad a los pacientes acerca de su enfermedad? Si un paciente está en trance de morir ¿debe el médico darle esta noticia?
En mi opinión, los médicos son bastante reacios a comentar a los enfermos las características de su enfermedad, probablemente porque presuponen que el paciente no las va a entender, limitándose a comentar generalidades que le tranquilicen –no es mi caso, porque a mí me gusta preguntar todo y, en ocasiones, me han preguntado si yo era médico, por el tipo de cuestiones que planteaba-. De cualquier manera, parece que no está tan claro el controvertido tema de si se debe o no informar al paciente de la gravedad de su enfermedad o de que está en trance de muerte. Porque la experiencia demuestra que siempre existe cierto nivel de incertidumbre; la probabilidad, incluso ínfima, de una remisión de la enfermedad. Y, tras un diagnóstico fatídico, una curación pondría en tela de juicio el pronóstico dado y terminaría perjudicando a ese médico que creía estar diciendo “la verdad”.
Diagnóstico y pronóstico
Imagen de valelopardo en Pixabay
Hay que tener en cuenta que la tecnología actual permite realizar, en la mayoría de los casos, diagnósticos muy acertados, aunque en lo relativo a los pronósticos la cosa varía bastante. Cada persona es un mundo y lo que se cumple en un paciente puede no cumplirse en otros. Además, existe el curioso tema de las “curaciones espontáneas”, del que hablaremos en otro momento pero que algún día tendrá que plantearse el colectivo médico de todo el mundo.
En cualquier caso, cuando un médico informa al paciente del estado de su dolencia, éste espera que junto al diagnóstico le informe de cómo curarse, de cuál es el tratamiento adecuado y su duración. Una información demasiado “técnica” puede dar al paciente la sensación de que pende sobre él una “Espada de Damocles”, que si un día deja de tomar por olvido uno de los medicamentos prescritos le puede sobrevenir la muerte.
Como digo, los pronósticos a veces no suelen ser muy acertados, por cuanto cada paciente es un mundo que reaccionará a la información médica de forma muy variada, incluso hay quien prefiere no saber cuál es realmente el estado de su enfermedad, dejando en manos de sus familiares la aplicación del tratamiento. En mi opinión, creo que el paciente debe ser informado de lo que le ocurre y de cómo solucionarlo, siempre teniendo en cuenta su estado psico-emocional.
Algunos enfermos se ven estimulados por el conocimiento a fondo de su enfermedad, sobre todo si ésta es grave, encontrando en ello un motivo para cooperar activamente con el médico. Si el pronóstico no es muy favorable puede llevarle incluso de abrirse a vías y terapias alternativas y complementarias (en las cuales puede que no hubiesen visto interés anteriormente si hubieran permanecido en la visión estrecha de una medicina científica salvadora y “todopoderosa”) pero que dada su situación y ante la posibilidad de morir, cuando la ciencia médica le “desahucia”, busca su salvación por otros caminos menos ortodoxos pero igual de eficaces si se les da tiempo para poder ser aplicados.
En definitiva, todos tenemos en nuestras manos nuestra salud y nuestra enfermedad, todo depende de la fe que tengamos en nosotros mismos, de la capacidad de generar pensamientos positivos que lleven a nuestras células a regenerarse y superar así la enfermedad. La vida es un viaje que deberíamos hacer con la plena consciencia de que nos sirve para aprender cosas sobre nosotros mismos y que no hemos venido a este mundo a sufrir y que si sufrimos es porque algo no hemos entendido de la razón de nuestra existencia. La enfermedad no deja de ser una llamada de atención que viene a decirnos que algo en nuestra vida no funciona como debiera.
En cualquier caso, cuando un médico informa al paciente del estado de su dolencia, éste espera que junto al diagnóstico le informe de cómo curarse, de cuál es el tratamiento adecuado y su duración. Una información demasiado “técnica” puede dar al paciente la sensación de que pende sobre él una “Espada de Damocles”, que si un día deja de tomar por olvido uno de los medicamentos prescritos le puede sobrevenir la muerte.
Como digo, los pronósticos a veces no suelen ser muy acertados, por cuanto cada paciente es un mundo que reaccionará a la información médica de forma muy variada, incluso hay quien prefiere no saber cuál es realmente el estado de su enfermedad, dejando en manos de sus familiares la aplicación del tratamiento. En mi opinión, creo que el paciente debe ser informado de lo que le ocurre y de cómo solucionarlo, siempre teniendo en cuenta su estado psico-emocional.
Algunos enfermos se ven estimulados por el conocimiento a fondo de su enfermedad, sobre todo si ésta es grave, encontrando en ello un motivo para cooperar activamente con el médico. Si el pronóstico no es muy favorable puede llevarle incluso de abrirse a vías y terapias alternativas y complementarias (en las cuales puede que no hubiesen visto interés anteriormente si hubieran permanecido en la visión estrecha de una medicina científica salvadora y “todopoderosa”) pero que dada su situación y ante la posibilidad de morir, cuando la ciencia médica le “desahucia”, busca su salvación por otros caminos menos ortodoxos pero igual de eficaces si se les da tiempo para poder ser aplicados.
En definitiva, todos tenemos en nuestras manos nuestra salud y nuestra enfermedad, todo depende de la fe que tengamos en nosotros mismos, de la capacidad de generar pensamientos positivos que lleven a nuestras células a regenerarse y superar así la enfermedad. La vida es un viaje que deberíamos hacer con la plena consciencia de que nos sirve para aprender cosas sobre nosotros mismos y que no hemos venido a este mundo a sufrir y que si sufrimos es porque algo no hemos entendido de la razón de nuestra existencia. La enfermedad no deja de ser una llamada de atención que viene a decirnos que algo en nuestra vida no funciona como debiera.