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Si preguntamos a alguien ¿cuántos amigos tienes?, ¿desde cuándo perdura la amistad?, ¿tienes diferentes clases de amigos?, ¿cómo es la relación con el mejor amigo/a que tienes?, ¿en qué se diferencia de la que mantienes con los otros amigos?, ¿tiene la amistad dos polos o sólo uno?, ¿qué significa para ti ser amigo? Esas preguntas concretas pueden tener una respuesta más o menos objetiva, sin embargo, cuando nos colocamos en una octava superior -para hablar de los sentimientos, por ejemplo- la cosa cambia y ahí sólo podemos escuchar una de las partes, pues cada uno sólo podrá hablar de lo que siente por el otro, pero nunca podrá decir lo que la otra persona siente por él.
La amistad es un sentimiento íntimo, de esos que anidan en las profundidades de la psique humana y se enraíza en el núcleo de nuestras emociones, y como tal resulta bastante indefinible. Es indefinible -como lo es el amor- y, por tanto, cualquier intento sería empequeñecerlo. ¿Cómo se puede abarcar lo que en principio no tiene límites? El sentimiento de amistad es una variante del amor, la primera y más poderosa de las energías que puede manejar el ser humano.
A veces la vida nos coloca al lado una persona que permanece cerca durante años y años y el paso del tiempo no debilita la amistad, sino que la refuerza. Otras veces la amistad que nació en los años de infancia o juventud sobrevive a la distancia y a la separación y aunque esté lejos uno siempre sabe que cuenta con su amigo de manera incondicional. Otras veces salta la chispa, se da una conexión con alguien cuando le oyes o cuando se cruzan las miradas y de una forma especial sabes que la dirección de esa persona es la misma que la tuya. En otras ocasiones más parece una cuestión de “química” que te hace sintonizar en un momento determinado con alguien y a medida que se van dando pasos se producen más sintonías y se descubre uno de los beneficios de la amistad: la complementariedad, porque, para ser amigos no hay por qué ser iguales, sino ser capaces de encajar las diferencias que nos separan y nos enriquecen.
La amistad es un sentimiento íntimo, de esos que anidan en las profundidades de la psique humana y se enraíza en el núcleo de nuestras emociones, y como tal resulta bastante indefinible. Es indefinible -como lo es el amor- y, por tanto, cualquier intento sería empequeñecerlo. ¿Cómo se puede abarcar lo que en principio no tiene límites? El sentimiento de amistad es una variante del amor, la primera y más poderosa de las energías que puede manejar el ser humano.
A veces la vida nos coloca al lado una persona que permanece cerca durante años y años y el paso del tiempo no debilita la amistad, sino que la refuerza. Otras veces la amistad que nació en los años de infancia o juventud sobrevive a la distancia y a la separación y aunque esté lejos uno siempre sabe que cuenta con su amigo de manera incondicional. Otras veces salta la chispa, se da una conexión con alguien cuando le oyes o cuando se cruzan las miradas y de una forma especial sabes que la dirección de esa persona es la misma que la tuya. En otras ocasiones más parece una cuestión de “química” que te hace sintonizar en un momento determinado con alguien y a medida que se van dando pasos se producen más sintonías y se descubre uno de los beneficios de la amistad: la complementariedad, porque, para ser amigos no hay por qué ser iguales, sino ser capaces de encajar las diferencias que nos separan y nos enriquecen.
Los enemigos de amistad
Photo by Simeon Jacobson on Unsplash
Uno de los enemigos de la amistad y de los sentimientos en general son las ideas preconcebidas, ideas sobre cómo somos y cómo deben ser los demás, cómo deben comportarse o cómo deben ser las cosas. Cada uno es como es y pretender cambiar a alguien para que se parezca más a nosotros o a lo que nosotros queremos es dejar de amar a esa persona tal como es. Si comparamos estamos estableciendo juicios y, por lo tanto, separaciones que nos alejan de la verdadera comprensión de lo que es el otro. Un buen amigo es el mejor espejo para vernos reflejados con nitidez. Si lo que vemos no nos gusta es muy probable que corresponda a una parte de nosotros mismos aún pendiente de asimilar o superar.
Pero, ¿cómo vivimos la amistad?, ¿cómo vivimos los sentimientos en general? Pues, la mayoría de nosotros vivimos el sentimiento cuando lo vemos reflejado en otra persona, cuando lo que nosotros enviamos se refleja en el otro y nos es devuelto, es decir, cuando se produce una reacción, un eco que nos confirma que nuestro envío se ha recibido y nos mandan por el mismo conducto una respuesta. Esto provoca en nosotros una actitud de espera que, analizada cuidadosamente, tiene multitud de condicionantes: esperamos que el otro utilice los mismos códigos de comunicación que hemos empleado nosotros, que use los mismos vehículos, que los medios sean idénticos, incluso que la intensidad y la duración sea más o menos equiparable para que no se creen deudas o descompensaciones. Así es como funcionamos en nuestro mundo cotidiano y ese mismo modelo lo trasladamos a nuestras relaciones personales.
Esto provoca que la mayoría de las relaciones interpersonales más o menos íntimas sean fuente permanente de frustraciones. Tal vez sea una reminiscencia de nuestra educación científica -que nos enseña que lo que se puede medir o pesar no nos engaña y nos da seguridad- o tal vez sea que incluso a la hora de relacionarnos y de querernos actuamos de forma mecánica como si se tratara de una contraprestación comercial, lo cierto es que siempre escuchamos frases como: “es que yo pongo más en la relación”, “ya he cedido yo muchas veces”, “te he llamado yo más veces que tú a mí”, que en realidad ocultan pensamientos como: ¿por qué no haces lo que a mí me gusta?, ¿por qué no eres como yo quiero?, ¿por qué no me das lo que te pido?, ¿por qué no te comportas como yo?, ¿por qué no reaccionas como lo hace la gente normal (o sea yo)?
Esas actitudes son en realidad apegos que empobrecen la calidad de los sentimientos y que tienen como consecuencia miedo e inseguridad, retención de energías, coacción de la libertad y falta de confianza en el proceso generoso de la vida que nos proporciona en cada momento aquello que necesitamos para seguir evolucionando.
Pero, ¿cómo vivimos la amistad?, ¿cómo vivimos los sentimientos en general? Pues, la mayoría de nosotros vivimos el sentimiento cuando lo vemos reflejado en otra persona, cuando lo que nosotros enviamos se refleja en el otro y nos es devuelto, es decir, cuando se produce una reacción, un eco que nos confirma que nuestro envío se ha recibido y nos mandan por el mismo conducto una respuesta. Esto provoca en nosotros una actitud de espera que, analizada cuidadosamente, tiene multitud de condicionantes: esperamos que el otro utilice los mismos códigos de comunicación que hemos empleado nosotros, que use los mismos vehículos, que los medios sean idénticos, incluso que la intensidad y la duración sea más o menos equiparable para que no se creen deudas o descompensaciones. Así es como funcionamos en nuestro mundo cotidiano y ese mismo modelo lo trasladamos a nuestras relaciones personales.
Esto provoca que la mayoría de las relaciones interpersonales más o menos íntimas sean fuente permanente de frustraciones. Tal vez sea una reminiscencia de nuestra educación científica -que nos enseña que lo que se puede medir o pesar no nos engaña y nos da seguridad- o tal vez sea que incluso a la hora de relacionarnos y de querernos actuamos de forma mecánica como si se tratara de una contraprestación comercial, lo cierto es que siempre escuchamos frases como: “es que yo pongo más en la relación”, “ya he cedido yo muchas veces”, “te he llamado yo más veces que tú a mí”, que en realidad ocultan pensamientos como: ¿por qué no haces lo que a mí me gusta?, ¿por qué no eres como yo quiero?, ¿por qué no me das lo que te pido?, ¿por qué no te comportas como yo?, ¿por qué no reaccionas como lo hace la gente normal (o sea yo)?
Esas actitudes son en realidad apegos que empobrecen la calidad de los sentimientos y que tienen como consecuencia miedo e inseguridad, retención de energías, coacción de la libertad y falta de confianza en el proceso generoso de la vida que nos proporciona en cada momento aquello que necesitamos para seguir evolucionando.
Armonizando nuestra escala de valores
Photo by Simeon Jacobson on Unsplash
Dice nuestra amiga Mariló López Garrido que “si no soltamos la necesidad de vivir desde nuestro ego, el sufrimiento no tendrá fin, del mismo modo que si no soltamos una brasa ardiendo no dejaremos de quemarnos”.
Querer a alguien es una elección y siempre que elegimos excluimos otras cosas, y es a partir de ese momento cuando surge el miedo a perder lo que tenemos. Primero hay que ocuparse de dar porque cuando se da se recibe algo. Si, en cambio, estamos siempre esperando recibir es muy probable que no nos llegue nada. En la actual escala de valores hemos aprendido a identificar el tener con felicidad, mientras nos dan nos sentimos plenos y cuando perdemos o echamos en falta algo sufrimos.
Es importante confiar en el proceso de la vida, conocerse uno mismo, identificar el poder personal para sentirnos merecedores de lo que tenemos y poder disfrutar de ello. No consiste en tener más cosas, sino en ser feliz con las que se tienen.
Otro de los obstáculos para la amistad es la idea que tenemos sobre lo que deberíamos ser, cuando nos disfrazamos o adoptamos una imagen para ser mejor aceptados, para ser más queridos. ¿Cómo no sentirnos inseguros al querer ser lo que no somos? ¿Por qué pretendemos saber cómo somos a través de los demás? Sólo desde el conocimiento personal se puede acceder a la verdadera amistad, viviéndola desde la libertad, sin prejuicios de lo que está bien o mal, sin expectativas de resultados, sin buscar la seguridad de que acertamos en nuestras decisiones, sin pretender nada, con espontaneidad, con alegría, disfrutando del proceso, fluyendo con él y adaptándose a las circunstancias como se adapta el río al terreno y va creando su curso superando los obstáculos que encuentra a su paso.
Con un verdadero amigo se aprende a identificar las subpersonalidades que conviven dentro de uno mismo, para ir integrándolas hasta que aparezca el verdadero ser que cada uno es. La educación y la sociedad nos han programado para ser algo que no somos, nos han inculcado modelos a imitar y al hacerlo perdemos la conexión con nuestra personalidad interna para adaptarnos a las exigencias que nos llegan del exterior. Se nos inculca lo que está bien y lo que está mal, cómo deben ser las cosas, lo que es justo o injusto, que la felicidad se consigue si somos lo que quieren que seamos. Se pone precio a nuestro amor y crecemos creyendo que sólo seremos amados agradando a los demás.
Cuando uno alcanza la libertad, la transformación de la conciencia deja de esperar que sean los demás quien le completen, le equilibren y le compensen, y es entonces cuando está en disposición de dar lo mejor de sí mismo, siendo capaz de establecer relaciones de igualdad, de acercarse al concepto de AMISTAD INCONDICIONAL que será el que impere entre los seres humanos de este milenio.
Querer a alguien es una elección y siempre que elegimos excluimos otras cosas, y es a partir de ese momento cuando surge el miedo a perder lo que tenemos. Primero hay que ocuparse de dar porque cuando se da se recibe algo. Si, en cambio, estamos siempre esperando recibir es muy probable que no nos llegue nada. En la actual escala de valores hemos aprendido a identificar el tener con felicidad, mientras nos dan nos sentimos plenos y cuando perdemos o echamos en falta algo sufrimos.
Es importante confiar en el proceso de la vida, conocerse uno mismo, identificar el poder personal para sentirnos merecedores de lo que tenemos y poder disfrutar de ello. No consiste en tener más cosas, sino en ser feliz con las que se tienen.
Otro de los obstáculos para la amistad es la idea que tenemos sobre lo que deberíamos ser, cuando nos disfrazamos o adoptamos una imagen para ser mejor aceptados, para ser más queridos. ¿Cómo no sentirnos inseguros al querer ser lo que no somos? ¿Por qué pretendemos saber cómo somos a través de los demás? Sólo desde el conocimiento personal se puede acceder a la verdadera amistad, viviéndola desde la libertad, sin prejuicios de lo que está bien o mal, sin expectativas de resultados, sin buscar la seguridad de que acertamos en nuestras decisiones, sin pretender nada, con espontaneidad, con alegría, disfrutando del proceso, fluyendo con él y adaptándose a las circunstancias como se adapta el río al terreno y va creando su curso superando los obstáculos que encuentra a su paso.
Con un verdadero amigo se aprende a identificar las subpersonalidades que conviven dentro de uno mismo, para ir integrándolas hasta que aparezca el verdadero ser que cada uno es. La educación y la sociedad nos han programado para ser algo que no somos, nos han inculcado modelos a imitar y al hacerlo perdemos la conexión con nuestra personalidad interna para adaptarnos a las exigencias que nos llegan del exterior. Se nos inculca lo que está bien y lo que está mal, cómo deben ser las cosas, lo que es justo o injusto, que la felicidad se consigue si somos lo que quieren que seamos. Se pone precio a nuestro amor y crecemos creyendo que sólo seremos amados agradando a los demás.
Cuando uno alcanza la libertad, la transformación de la conciencia deja de esperar que sean los demás quien le completen, le equilibren y le compensen, y es entonces cuando está en disposición de dar lo mejor de sí mismo, siendo capaz de establecer relaciones de igualdad, de acercarse al concepto de AMISTAD INCONDICIONAL que será el que impere entre los seres humanos de este milenio.