Por qué lo llamamos “bicho”



Antonio Tomás Cortés

22/01/2021

Que esto que sigue no suene a crítica, pues solo pretende ser una plasmación de un asombro y al mismo tiempo una invitación a reflexionar. Y reflexionar es aumentar los dos palmos con los que habitualmente vemos las cosas (es decir, con poca perspectiva), es distanciarse y poder ver la imagen que reflejamos de nosotros mismos.



Imagen de Ирина Ирина en Pixabay
¿Por qué lo denominamos «bicho»? No deja de llamarme la atención que en los últimos meses esta sea la alusión recurrente y usual para algo que se ha convertido en el monotema de nuestros días.
 
No es mi intención valorar si existe o no ese virus al que los medios oficiales y su propaganda se esfuerzan en colocar desde hace meses el sambenito de todos los males que un día contuvo la caja de Pandora. Mi opinión la tengo bien asentada, documentada y contrastada, pero no es este el lugar ni el momento de exponerla.
 
Sin embargo, pretendo únicamente reflexionar acerca de por qué llamamos «bicho» a ese supuesto virus o, por extensión, a cualquier virus o patógeno que alguna vez nos afecte o nos pueda afectar. Por cierto, esta denominación no es exclusiva de personas incultas o de exiguo vocabulario, sino que se oye con cierta frecuencia en entornos cultos e incluso, ¡cómo no!, dentro de la profesión médica.
 
Gracias a nuestra programación inconsciente y probablemente también al refuerzo provocado por la cultura audiovisual occidental de fines del último tercio del siglo XX, cuando oímos hablar de un «bicho» nos podemos imaginar que nos asalta un ser nocivo, más o menos agresivo, más o menos imponente, que puede suponer desde una notoria incomodidad hasta una seria amenaza para nuestra supervivencia. Es indudable que para aquellos primeros homínidos que se guarecían de un medio hostil dentro de abrigos naturales y cavernas la irrupción de determinados insectos o reptiles podía dañar gravemente o incluso acabar con algunos de los miembros del clan, sobre todo los más indefensos, los recién nacidos o los heridos o enfermos. Y eso justifica que se generen colectivamente emociones adaptativas como el asco, la repulsión o el miedo, pues gracias a ellas aquellos seres pudieron adaptarse a su entorno y sobrevivir.

Pero ¿y ahora?

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Ahora es comprensible que sigamos llamando «bicho» a cualquier organismo microscópico si creemos que puede suponer para nosotros una amenaza de muerte. Y ya sabemos que en cuestión de creencias impera lo irracional: cuando se desatan los miedos (y el más atávico de todos ellos es el miedo a morir) la capacidad de raciocinio lógico que caracteriza a nuestro neocórtex, la última conquista evolutiva del cerebro humano, cede por completo su papel protagonista al cerebro reptiliano alojado en el bulbo raquídeo y el tronco cerebral. Entonces perdemos nuestra libertad, ya que somos manipulados totalmente por nuestros miedos; y no olvidemos que puede haber otros seres interesados en alimentar nuestros miedos precisamente para lograr ese fin de controlar nuestras vidas a placer tras anular nuestro intelecto.
 
Nuestro empeño en situar fuera de nosotros un riesgo imputable a todo microorganismo es una muestra no de nuestra inteligencia sino de nuestros miedos arcaicos e irracionales. Por eso esa actitud temerosa nos desvela qué limitaciones nos atenazan, ya que una persona esclava de sus temores no podrá avanzar en la vida; y lo peor es que caben temores muy intensos y paralizantes sin que exista objetivamente ningún hecho que justifique esas emociones y esos bloqueos. Pero ¿qué sucedería si, por ejemplo, todos los polluelos de águila imperial ibérica tuvieran miedo a su primer vuelo? No es difícil imaginar que la especie se extinguiría en una sola generación, y no por lo adverso de las amenazas impuestas por el medio, sino por su autosabotaje y por el abandono de su comportamiento normal previo.
 
Eso está sucediendo con millones de personas actualmente: su temor irracional a recibir un daño terrible multiplica hasta el infinito toda posible y plausible evidencia de que exista algo objetivo que pueda causar ese daño de modo efectivo. Mientras tanto, esa capacidad de imaginar o generar imágenes creadoras, que también caracteriza al cerebro humano (la que se encarga de que empecemos a salivar cuando imaginamos que cortamos un limón y nos lo llevamos a la boca y sentimos el frescor amargo de su zumo), se encargará de segregar neuropéptidos, neurotransmisores, hormonas y demás elementos biológicos capaces de deprimir el sistema inmunitario, lo cual puede acabar produciendo algún tipo de lesión o patología orgánica, y en casos extremos incluso la muerte.

La Comunidad de la Vida

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Además, quien pone la etiqueta de «bicho» a cualquier miembro microscópico de la Comunidad de Vida en la que habitamos, intentando dejar fuera todo lo negativo, ignora que fueron las bacterias los primeros seres vivos que habitaron el planeta Tierra, y que gracias a la colaboración de muchas de ellas hemos llegado nosotros ahora a vivir aquí. Porque gracias a sus procesos químicos contribuyeron a crear el aire que hoy respiramos, al iniciar la descomposición de azúcares mediante la fermentación, lo cual les permitió fijar el nitrógeno de la atmósfera; o empezaron a utilizar la luz solar y permitieron la fotosíntesis en las plantas, lo cual produjo la liberación residual de oxígeno. Y además muchas de esas bacterias dieron paso al nacimiento de la célula eucariota, ya con membranas celulares diferenciadas, gracias a que empezaron a funcionar como mitocondrias (en nuestras células) o como cloroplastos (en las células vegetales). No en vano en nuestro cuerpo albergamos una inmensa colonia de bacterias, la mayoría de las cuales son indispensables para el funcionamiento correcto de nuestros sistemas y procesos biológicos normales.
 
Aunque basta mencionar solo algunas de las características de las bacterias, también los virus, que no son estrictamente seres vivos, han aportado a los seres humanos elementos indispensables para su evolución, especialmente a la hora de introducir informaciones determinadas que han permitido la reconstrucción de tejidos orgánicos, asegurando así la supervivencia de individuos de la especie.
 
Porque, a pesar de que la sobrevalorada teoría darwiniana oficial invite a pensar otra cosa, ni la biología ni la evolución se rigen por la lucha y por la selección supuestamente producida al eliminar una especie vencedora o otras especies dominadas. En su lugar, la vida realmente se rige por la colaboración, que empezó a nivel celular con la endosimbiosis que permitió que una bacteria se convirtiera en mitocondria y que trabajase en el interior de la célula fabricando energía para un organismo mayor. ¿No es acaso hermosa esta visión, más realista y más esperanzada que la que se despierta inconscientemente al hablar de «bicho»?

Oportunidades en lugar de amenazas

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Hace siglos San Francisco de Asís llamaba «hermano lobo» al ser más temido de su época. Y si hoy hemos llegado a ver a los escasos lobos como ejemplo de seres afectuosos, inteligentes y bellos, si hemos llegado a protegerlos, ¿no es lícito pensar que también dentro de algún tiempo, cuando nuestro inconsciente colectivo esté más sanado y evolucionado, podamos también referirnos a bacterias y virus como a nuestros «hermanos»?

Todo en la vida es equilibrio: según los casos nos puede dañar y llegar a matar tanto un exceso de bacterias o virus como la carencia de los mismos. Luego, si pretendemos convertir nuestros entornos, empezando por nuestros cuerpos, en medios estériles, en placas de Petri donde observar los cultivos del sufrimiento que proliferan al abrigo de nuestros miedos, nos estaremos perdiendo lo mejor de la vida. Porque ni fuera de nuestros cuerpos físicos ni dentro hay «bichos» agazapados esperando a ejecutar su terrible amenaza: es dentro de nuestra mente únicamente donde existen esos «bichos» y donde se desata su amenaza. 
Lo que de verdad nos baña y nos rodea son inmensas posibilidades, crecientes oportunidades que nos presenta la vida para que nos entreguemos a ella con alegría y confianza. En nuestras manos, en nuestros corazones y en nuestras mentes está aceptar los regalos cotidianos que nos depara el simple hecho milagroso de vivir.
 

Antonio Tomás Cortés







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