Nieve y fuego

Algo cambió cuando a las cinco, como todas las tardes de lunes a viernes, las puertas de la cancela del colegio se abrieron



Carmela González Minguillón

31/03/2017



Había nevado la noche anterior; todo el pueblo estaba cubierto de blanco y se podía escuchar ese silencio de la montaña cuando parece que todos sus habitantes duermen. Los coches se movían lentamente y casi sin hacer ruido; las pocas personas que andaban por las calles, lo hacían pisando con cuidado para no resbalar;  se saludaban sin pararse, volviendo enseguida a mirar al suelo concentrados en la tarea de no caer.  
 
Pero algo cambió cuando a las cinco, como todas las tardes de lunes a viernes, las puertas de la cancela del colegio se abrieron. Los niños salían gritando, tirándose bolas de nieve, riendo… mientras los adultos que les esperaban, entre  pacientes y desorientados intentaban mantener la compostura y salir airosos de semejante aquelarre.
 
Mariana era una mujer del pueblo, de unos sesenta años, con el pelo blanco, los ojos claros y nariz y labios finos; las arrugas de su piel realzaban una belleza aún no perdida. Se arropaba con  un abrigo marrón oscuro de piel vuelta, unos pantalones y unas botas de suela gruesa. Era la abuela de Marco y Myriam, que salieron llamándola al unísono y se abalanzaron sobre ella en un abrazo entusiasmado. Con un gesto de apremio, se separó de ellos y empezó a caminar con agilidad mientras les repartía la merienda y se iban charlando animadamente.
 
Andaban por la acera, ella delante y los niños detrás sorteando los montones de nieve acumulados en los bordes. Mariana miró su reloj.  Entraron en un supermercado y se enfrascó en la tarea de elegir los productos; a ver, a ver… una caja de langostinos… no, mejor gambas; una bandeja de endivias, o de cogollos; ay, no sé; salmón fresco o quizás lubina; quesos variados, si, si, quesos especiales, de esos que no se comen todos los días y un pack de botellas de champán de tamaño “benjamín”, ¿habrá bastante? Una sonrisa se escapó de sus labios durante unos segundos para volver a su expresión de abuela inflexible; los niños pedían huevos de chocolate, bolsas de gusanitos, caramelos… pero ella resistió con firmeza, cediendo sólo ante la petición de una bolsa de globos.
 
Al salir se dirigieron a toda prisa a la plaza del ayuntamiento donde habían instalado un calendario de adviento gigante. A las seis de cada tarde ocurría algo mágico: el número del día, desaparecía y del agujero que había quedado  en su lugar, salían despedidos montones de caramelos y monedas de chocolate que los niños esperando allí desde un rato antes, se apresuran a recoger. Mientras sus nietos disfrutaban cogiendo del suelo las golosinas, Mariana se ponía y se quitaba un guante mecánicamente y su mirada parecía perdida. A veces volvía a la escena y miraba con atención el reloj del ayuntamiento, volviendo al suyo como para comprobar que tenía bien la hora.
 
¡Vamos, niños, que se hace tarde! Gritó mientras se dirigía a una de las calles que salían de la plaza. Chapoteando en los restos de nieve, recorrió las dos manzanas que les separaban de la casa de su hija. Sin entrar, abrió la puerta, dio un beso a los niños y siguió su camino.

Subió las escaleras de dos en dos desafiando a su dolor de rodillas. Se precipitó a preparar la cena en su cocina. Puso la mesa para dos con su mejor mantel y una vela en medio; encendió el viejo tocadiscos de vinilos con “extraños en la noche” y justo entonces, sonó el timbre.

Era él; traía una rosa roja… se miraron un momento y se fundieron en un largo abrazo.






Artículo leído 163 veces

Otros artículos de esta misma sección