Nadie se muere la víspera



Luis Arribas Mercado

25/09/2019

En los últimos años he tenido la oportunidad de visitar varias veces como paciente el Servicio de Urgencias del Hospital Universitario de Puerta de Hierro en Madrid. Allí, durante las largas horas vividas en la sala de espera, tuve ocasión de observar a los diferentes enfermos que iban llegando. Sus ojos, sus rostros, expresaban la inquietud que sentían al desconocer el alcance de sus dolencias, de la incertidumbre acerca de si tendrían que permanecer allí mucho tiempo, si les ingresarían o les dejarían en observación… Buscaban respuestas en el personal sanitario, auxiliares y enfermeras sobre todo, que se refugiaban detrás de un mostrador y de las pantallas de los monitores de los ordenadores que supuestamente contenían la información de todos los que estábamos allí. Las respuestas siempre eran derivadas a los doctores que se harían cargo de ellos según el tipo de dolencia que presentaran.



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En el Servicio de Urgencias de vez en cuando aparecía algún doctor, que era observado como un semidiós por los enfermos. A veces, ese doctor venía acompañado por unos cuantos doctores jóvenes, estudiantes que deberían estar en los últimos años de carrera o residentes, con sus blocs para tomar notas de cuanto el doctor hablara con los pacientes. Ocasionalmente, el paciente era informado de lo que iba a ser su estancia en el hospital, siempre que estuviera en condiciones de entenderlo, dado su estado psico-físico.
 
La verdad es que cuando uno entra como paciente en un hospital, su primer deseo es salir de él cuanto antes, a ser posible por su propio pie. Durante el tiempo en que uno está ingresado –sea en Urgencias o en la planta correspondiente- la sensación de desvalimiento es la que impera en nuestro ánimo. Nos pasamos el día pendiente de lo que sentimos físicamente para poder comentárselo a los doctores que nos visitan, a ver si, con un poco de suerte, nos aplican el tratamiento adecuado y pueden darnos el alta cuanto antes.
 
Pero, sobre todo, lo que más deseamos de esos doctores es que nos digan que no nos preocupemos, que lo que tenemos es algo que podemos superar y que saldremos pronto del hospital, todo ello aderezado, a ser posible, con una sonrisa, porque eso nos da confianza.
 
Durante los días en que uno está ingresado, tal vez tiene la oportunidad de observar a otros pacientes y a sus familiares. Escucha sus conversaciones mientras pasean por los pasillos de la planta y se da cuenta de que lo que más les preocupa es no saber con exactitud cuál es el mal que les aqueja y cuando saldrán de allí. Cuando un familiar llega a la habitación siempre hace las mismas preguntas: ¿Ha venido el médico?, ¿qué te ha dicho? Y entonces a mí me surge una inquietud: ¿deben los médicos decir toda la verdad a los pacientes acerca de su enfermedad? Si un paciente está en trance de morir ¿debe el médico darle esta noticia?
 
En mi opinión, los médicos son bastante reacios a comentar a los enfermos las características de su enfermedad, probablemente porque presuponen que el paciente no las va a entender, limitándose a comentar generalidades que le tranquilicen –no es mi caso, porque a mí me gusta preguntar todo y, en ocasiones, me han preguntado con una sonrisa condescendiente si yo era médico, por el tipo de cuestiones que planteaba.
 
De cualquier manera, parece que no está tan claro el controvertido tema de si se debe o no informar al paciente de la gravedad de su enfermedad o de que está en trance de muerte. Porque la experiencia demuestra que siempre existe cierto nivel de incertidumbre; la probabilidad, incluso ínfima, de una remisión de la enfermedad. No sería el primer caso de un enfermo desahuciado que “milagrosamente” recupera la salud de la noche a la mañana. Conozco algún caso personalmente.
 
Hay que tener en cuenta que la tecnología actual permite realizar, en la mayoría de los casos, diagnósticos muy acertados, aunque en lo relativo a los pronósticos la cosa varía bastante. Cada persona es un mundo y lo que se cumple en un paciente puede no cumplirse en otros. Además, existe el curioso tema de las “curaciones espontáneas”, del que hablaremos en otro momento pero que algún día tendrá que plantearse el colectivo médico de todo el mundo.

¿Decir la verdad puede agravar la situación?

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La experiencia del personal sanitario en contacto con personas gravemente enfermas corrobora esta misma teoría. Diciendo la verdad al enfermo se corre el riesgo de arruinarle los últimos momentos de su vida, provocándole además la rendición (y con ello la muerte) prematura. De hecho, no son pocos los suicidios que se dan tras un diagnóstico especialmente grave, o los casos de personas que rechazan todo tipo de cuidados tras conocer qué enfermedad sufren. 

Y es que hay ciertas palabras, como por ejemplo, “cáncer” o “metástasis”, capaces de asustar a cualquiera. En concreto, “el término ‘metástasis’ es tabú. A veces los médicos prefieren obviarlo y simplemente dejan caer el tono de voz cuando tratan de someter a un paciente a una nueva quimio y ven que éste es reticente”, explica Sylvie Fainzang, autora de “La relación médico-paciente: información y falsedades”. Por consiguiente, una de las primeras cosas a tener en cuenta es de qué tipo de paciente se trata, cómo puede tomarse la noticia.
 
También puede verse el problema desde otro punto de vista totalmente diferente. No decir la verdad a una persona en estado muy grave implica cierto riesgo de “robarle” parte del tiempo que le queda. Y es que sin saber qué le depara de verdad el futuro inmediato, engañado sobre su devenir más probable, la persona no dedica su tiempo y sus energías a las cosas que haría si supiese qué le espera en realidad. Por el contrario, sabiendo la verdad, el enfermo podría afrontar su propio destino. Prepararse para la muerte, poner en orden sus cosas, visitar a un notario cuando todavía dispone de tiempo y fuerzas para hacerlo… En definitiva, decidir con pleno conocimiento de causa cómo utilizar el tiempo que le queda, pero como he mencionado anteriormente todo depende de las características personales del paciente, de cómo se relaciona con la vida, con la enfermedad, con su religiosidad...
 
Además algunos enfermos se ven estimulados por el conocimiento a fondo de su enfermedad, encontrando en ello un motivo para cooperar activamente con el médico, incluso de abrirse a vías y terapias alternativas y complementarias (en las cuales puede que no hubiesen visto interés si hubieran permanecido en la visión estrecha de una medicina científica salvadora y “todopoderosa”). 

Un clima de mentiras y de evasivas, tanto por parte del médico como de los familiares, también puede derivar en una exageración de la gravedad de la situación, desencadenando en consecuencia una angustia extrema (con pensamientos del tipo: “Si no me dicen nada es porque estoy perdido”). Precisamente por eso es tan necesario alcanzar un punto intermedio que concilie ambas posturas aparentemente contradictorias.

Buscar el equilibrio: decir la verdad con humanidad

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Cuando un paciente sufre una enfermedad grave, en fase terminal, me planteo la cuestión. No miento jamás, pero sí le digo que el saber científico es por naturaleza incierto y que nadie puede decir jamás cuándo va a llegar la muerte”, comentaba hace tiempo el jefe de servicio de cuidados paliativos en un hospital. 

Sobre todo trato de tener en cuenta la historia del paciente y su capacidad de aceptar la verdad. Y también me repito a mí mismo que no decirlo todo o no hacerlo de repente, de forma brutal, no significa mentir. A veces es importante decir las cosas de manera progresiva, tomándose un tiempo. No tenemos derecho a quitarle a nadie la esperanza. Hay que decirle al paciente, por ejemplo, que nunca hemos visto a nadie sobrevivir más allá de 5 años, pero añadiendo que tampoco es algo imposible”. 

El médico debe a la persona que examina, cura y aconseja una información que sea leal, clara y apropiada sobre su estado, así como sobre los cuidados que le propone. Un pronóstico fatal solo puede ser revelado con cautela y cuidando también al informar a los familiares del paciente -salvo que éste hubiera pedido expresamente que no se les informe-. En este sentido, cabe destacar que en nuestro país la Ley de Autonomía del Paciente, del año 2002, deja claro que el destinatario de la información es exclusivamente el paciente y las personas que éste autorice.

Me parece que ese es exactamente el buen equilibrio, por supuesto muy difícil de encontrar, entre el derecho a la verdad y el derecho a no ser “traumatizado” por una “verdad médica” que, por definición, es una realidad incierta. La deshumanización de los grandes hospitales no permite que se establezcan relaciones fluidas con los enfermos, si bien es cierto que, en mi experiencia personal, en los diferentes ingresos que he tenido en hospitales, he encontrado una atención bastante cercana por parte del personal auxiliar y no tan cercana pero sí muy profesional por parte de los médicos.
 
Desde luego, considero que es muy importante que en la formación del personal sanitario en todos sus niveles, se tenga muy en cuenta la relación con los pacientes. Es fundamental que exista una estrecha colaboración y confianza médico-paciente para que éstos cuenten la verdad de su situación, que no mientan a la hora de informar de si están siguiendo o no el tratamiento prescrito, por ejemplo. Es importante que el enfermo se haga cargo de su enfermedad y no dejarlo todo en manos de los médicos. Muchas veces es la actitud del paciente la que determina la curación o no de su enfermedad. Una actitud positiva genera todo tipo de reacciones internas que favorecen la recuperación de la enfermedad, mientras que una actitud derrotista favorece el avance de la enfermedad.
 
Pero sobre todo, querido amigo lector, tenga en cuenta que –como decía un abuelo sabio-: “nadie se muere la víspera”




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