Mis certezas como "epidemiólogo doméstico" sobre la COVID-19



Pablo Ramiro Guzmán

02/10/2020



Photo by Max Bender on Unsplash
Tras una avalancha informativa (y desinformativa) de más de 8 meses desde que el llamado “coronavirus” llegará a nuestro día a día, tras una montaña rusa de emociones y de anhelos al respecto, tras discusiones cada vez más polarizadas en cualquier entorno sobre el tema y, en especial, en las redes sociales, tras una brutal campaña que hoy todavía sigue  (me da igual si orquestada o espontánea) que hace que la congoja, la angustia, el recelo o el miedo campen a sus anchas, tras contemplar cómo estamos debilitándonos como sociedad, cómo se disuelven los lazos afectivos, cómo la solidaridad evita la caricia, cómo la soledad y la independencia se muestra como la única salida viable a esta situación sanitaria... he decidido plasmar, por ordenarlas un poco para que me ayuden a situarme, cuáles son mis certezas como “epidemiólogo doméstico” sobre la enfermedad COVID-19:
 
El virus SARS-COV-2 existe y puede causar la muerte. Hace falta más investigación (nunca es suficiente) contrastada y despojada de condicionamientos, sobre sus vías de difusión y sobre los efectos en el organismo, realizando también suficientes autopsias cuando haya fallecimientos. Con los números en la mano, por suerte y con mucho esfuerzo, su letalidad sigue siendo no demasiado alta. Si ha sido mayor al principio, lo ha sido por el colapso que ha provocado en los sistemas sanitarios mundiales, desconocedores de cómo abordar la enfermedad (como es natural), poco preparados y poco previsores ante este tipo de eventos. Se están detectando muchos casos por PCRs positivas porque se están haciendo cada vez más PCRs. Una PCR positiva no implica enfermedad (se puede no tener síntomas ni daños) ni siquiera que se pueda ser vector de contagio, pues no asegura que los fragmentos de ARN vírico detectados provengan de virus viables y en cantidad suficiente en el organismo. Las PCRs no son infalibles y tienen reconocidas al menos un 5% de falsos positivos. Sería bueno que se diera también el número o el porcentaje de negativos que salen en los test que se realizan cada día. Además, en este momento, entre el 60 y el 80% de los casos positivos detectados son asintomáticos, cuando al principio de la primavera no era así ni de lejos. Si no se matiza también esto, los datos se perciben como muy preocupantes, cuando es en realidad una muy buena noticia porque nos va acercando a lo que se denomina inmunidad de rebaño. Para que como sociedad seamos realmente conscientes de la gravedad del asunto, necesitamos saber también el número de nuevas hospitalizaciones y nuevos ingresos en UCI que se van produciendo, referenciados siempre a la capacidad del sistema sanitario de atenderlos. Nadie ha contado ni parece que vaya a contar los daños en la salud y las muertes colaterales que está generando la psicosis generalizada que se ha instalado en la sociedad, agravada durante el confinamiento. Es imprescindible que esto se valore para tener una idea de cuánto de acertadas han sido las medidas tomadas respecto a la COVID-19. Tomar decisiones en estas circunstancias que afectan a la población es tremendamente complicado. Mi apoyo a quienes las toman no puede ni debe ser incondicional ni falto de capacidad crítica. Hace falta rigor, apertura y moderación. A quien discrepa en algo del relato oficial, que es bastante homogéneo, se le tacha de negacionista, de conspiranoia, de anti-mascarillas, de charlatanería, de antivacunas, de sectarista, de fascista, de terrorista, de vende-humos, de anticientífico o directamente se le insulta y defenestra. A todos por igual y a todos se les atribuyen todos los apelativos, sin distinción. Y es que hasta en la discrepancia hay matices; se puede estar a favor de ciertas cosas de la versión oficial, en contra de otras y pedir la revisión de algunas. No podemos seguir con las estrategias burdas de tomar la parte por el todo ni el todo por la parte porque el entendimiento es más que nunca necesario. Se necesita mayor inversión en sanidad: medios humanos, tecnológicos, infraestructuras e investigación. También en tratamientos que se califican, siendo suaves, como "alternativos", para dilucidar su posible mecanismo de acción en el organismo, como con cualquier otro posible fármaco, en vista de que existen numerosas evidencias de que pueden ayudar al control del virus. Los efectos secundarios de muchísimos fármacos hoy autorizados son devastadores, y no por ello están proscritos. La industria farmacéutica vive gracias a la existencia de dolencias y enfermedades. A nadie se le escapa que le interesa sobre todo aquellos productos y procesos patológicos a los que les pueden sacar mayor rendimiento: medicamentos caros, patologías crónicas, daños colaterales "tratables" de sus propios fármacos y a la aplicación masiva de medicamentos preventivos (vacunas). Aunque han sido y son clave para la Humanidad, no todas las vacunas de la historia de la medicina son igual de seguras, efectivas, necesarias, duraderas y lucrativas para quienes las producen. En las últimas décadas hay ejemplos bastante lamentables de ello que también debemos tener presentes para avanzar con firmeza. Incluso en vacunas ya "asentadas" hay porcentajes mínimos, pero reales, de graves efectos tras su aplicación. No todos los organismos reaccionan igual frente a virus atenuados. Y no todo vale. Son necesarias medidas de prevención del contagio para que no se disparen los casos graves: higiene de manos principalmente (pero no hasta el punto de destrozarnos las defensas naturales que tenemos en la piel) y cierta distancia o, en su defecto, las mascarillas, al menos si no somos capaces de evitar toser, estornudar o hablar "soltando perdigones". Las mascarillas no producen falta de oxígeno, aunque sí ayudan a la proliferación de un montón de patógenos, por eso se recomienda cambiarlas frecuentemente. Las mascarillas sí dificultan el flujo natural e intenso del aire a través de las fosas nasales, provocando, por una cuestión neurofisiológica de falta de estimulación, un funcionamiento más ineficiente de nuestro cerebro que será especialmente delicado en tareas laborales o escolares, por afectar a sus funciones cognitivas y de concentración. Con unas defensas a tono (buena alimentación, algo de ejercicio y ausencia de estrés, miedos y malos rollos) y ausencia de otras patologías, a veces ocultas, ni te enteras. Se nos está desmontando nuestra manera de vivir y si no atajamos los daños colaterales que ahora mismo estamos admitiendo como sociedad, especialmente en lo que respecta a la educación de nuestras hijas e hijos con la reanudación del curso, el daño puede ser mucho mayor y más duradero.
 
Es necesario invertir  tiempo y recursos económicos, pero también es necesario equilibrar prevención con desarrollo humano interno, no material. Tantas sociedades en tantos otros países con menor grado de bienestar material conviven con el riesgo a enfermedades contagiosas y no por ello dejan de disfrutar de la vida. ¿Prevención? ¡por supuesto! ¿Corresponsabilidad? ¡Imprescindible! ¡Pero ojo con la factura que la falta de rigor científico y de sentido común nos puede pasar si no se anda con pies de plomo! Debemos salvaguardar por encima de todo nuestra capacidad crítica y nuestras habilidades sociales y afectivas, imprescindibles todas ellas para seguir construyendo de manera inaplazable un mundo mejor.






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