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Tal vez las sociedades más primitivas de nuestro planeta, aquellos seres que viven en contacto con la tierra, que están integrados en la naturaleza, los que se rigen según los ciclos y los ritmos que marca su entorno natural… tal vez ellos sean capaces de no caer en el sufrimiento, la tristeza, la inseguridad que la muerte nos produce. Quizás nosotros, los que pertenecemos a las sociedades tecnológicas, los que nos hemos alejado de la madre Tierra y hemos construido nuestra manera de vivir en torno a los logros que acumulamos durante la vida, sean éstos materiales o de cualquier otro tipo. Quizás nosotros al no sentir el latido de la vida a nuestro alrededor nos sentimos desarraigados, sin raíces de pertenencia, como hijos que no pueden escuchar el latido del corazón de su madre; quizás nosotros por eso tengamos tanto miedo a la muerte.
Los siguientes hechos sucedieron en enero de 2009.
Hace apenas unos días acompañé a mi padre en su viaje final. Fue una experiencia hermosa, trascendente, transformadora que me enseñó que hay otra manera de mirar la muerte.
Cuando el médico pronunció aquellas palabras: “Podéis elegir entre llevarle al hospital o mantenerle aquí en la residencia”. Sentí que un pensamiento se iba imponiendo sobre los demás. Recordé los siete meses largos de hospitalización ininterrumpida de mi madre y de mi padre durante el último año. Recordé lo que tantas veces había sucedido en los ingresos anteriores: largas horas o días de espera en el servicio de urgencias, en un box de observación, enfermos rodeados de profesionales que desempeñaban su labor… y me imaginé a mi padre, otra vez como en los últimos meses, perdido entre las mascarillas de oxígeno y el ajetreo de las camillas, esclavo de una sonda y de las vías por donde le suministraban la medicación, ajeno a todo y a todos, buscando con mirada angustiada alguna referencia que le resultara familiar en aquel entorno extraño e incomprensible para él, algún rostro familiar que le rescatara de las brumas de su mente, alguien conocido que se abriera paso entre la oscuridad en que le había sumido el incipiente Alzheimer.
Los siguientes hechos sucedieron en enero de 2009.
Hace apenas unos días acompañé a mi padre en su viaje final. Fue una experiencia hermosa, trascendente, transformadora que me enseñó que hay otra manera de mirar la muerte.
Cuando el médico pronunció aquellas palabras: “Podéis elegir entre llevarle al hospital o mantenerle aquí en la residencia”. Sentí que un pensamiento se iba imponiendo sobre los demás. Recordé los siete meses largos de hospitalización ininterrumpida de mi madre y de mi padre durante el último año. Recordé lo que tantas veces había sucedido en los ingresos anteriores: largas horas o días de espera en el servicio de urgencias, en un box de observación, enfermos rodeados de profesionales que desempeñaban su labor… y me imaginé a mi padre, otra vez como en los últimos meses, perdido entre las mascarillas de oxígeno y el ajetreo de las camillas, esclavo de una sonda y de las vías por donde le suministraban la medicación, ajeno a todo y a todos, buscando con mirada angustiada alguna referencia que le resultara familiar en aquel entorno extraño e incomprensible para él, algún rostro familiar que le rescatara de las brumas de su mente, alguien conocido que se abriera paso entre la oscuridad en que le había sumido el incipiente Alzheimer.
Elegir entre la entrega y la resistencia
Photo by Bruce Tang on Unsplash
En el último año sus procesos cognitivos se habían deteriorado sensiblemente, recordaba perfectamente el pasado lejano, pero era incapaz de responder a la pregunta de qué había comido a los cinco minutos de haberlo hecho, no reconocía médicos, ni enfermeras, ni siquiera a sus compañeros de habitación, si salía de su habitación no sabía regresar, leía una y otra vez la primera página del libro que tenía sobre su mesilla porque era incapaz de recordar de qué iba. Cada noticia del periódico era nueva cuando la leía, pero también era nueva cuando daba vuelta a la página y de nuevo la releía. Vivía en un presente continuo en el que el pasado cercano no existía y el futuro tampoco. Sin embargo, reconocía perfectamente a sus hijos y nietos mientras el resto de la familia se le iba desdibujando.
-“¿Qué diferencia habría entre el tratamiento que le pondrían en la Residencia y el del hospital? –pregunté al médico que le trataba.
-“Allí tienen más medios, le harían una placa para confirmar que tiene neumonía, aquí no disponemos de ese servicio. Le administrarán antibióticos específicos y quizás puedan remontarle unos días, pero su corazón está muy agotado, los pulmones están muy mal y su corazón lleva meses haciendo un sobreesfuerzo para que la sangre llegue a sus órganos, tiene fallos respiratorios, cardíacos, renales… No hay muchas esperanzas, si vive dos o tres días será un milagro, pero nunca podemos decir nada definitivo.”
Cuando miré a mi padre me encontré con esa mirada asustada que me decía que no quería irse, que no quería más cambios, que quería permanecer junto a mi madre… y decidí que se quedaría en su cama, en su habitación, en el único lugar que le resultaba familiar, donde tenía las fotos de sus hijos y nietos por las paredes. Los largos meses que pasé en la planta de cuidados paliativos con mi madre me enseñaron mucho sobre lo que significa tener “una muerte digna”, y yo sabía que el médico de la residencia, especialista en geriatría, sabía muy bien que mi padre no aguantaría su tercera neumonía en los últimos 6 meses dado su grado de deterioro general.
-“¿Qué diferencia habría entre el tratamiento que le pondrían en la Residencia y el del hospital? –pregunté al médico que le trataba.
-“Allí tienen más medios, le harían una placa para confirmar que tiene neumonía, aquí no disponemos de ese servicio. Le administrarán antibióticos específicos y quizás puedan remontarle unos días, pero su corazón está muy agotado, los pulmones están muy mal y su corazón lleva meses haciendo un sobreesfuerzo para que la sangre llegue a sus órganos, tiene fallos respiratorios, cardíacos, renales… No hay muchas esperanzas, si vive dos o tres días será un milagro, pero nunca podemos decir nada definitivo.”
Cuando miré a mi padre me encontré con esa mirada asustada que me decía que no quería irse, que no quería más cambios, que quería permanecer junto a mi madre… y decidí que se quedaría en su cama, en su habitación, en el único lugar que le resultaba familiar, donde tenía las fotos de sus hijos y nietos por las paredes. Los largos meses que pasé en la planta de cuidados paliativos con mi madre me enseñaron mucho sobre lo que significa tener “una muerte digna”, y yo sabía que el médico de la residencia, especialista en geriatría, sabía muy bien que mi padre no aguantaría su tercera neumonía en los últimos 6 meses dado su grado de deterioro general.
El derecho a una muerte digna
Photo by Simon Godfrey on Unsplash
Este año en el que ambos, mi padre y mi madre, han estado en el hospital de larga estancia y diagnosticados como enfermos crónicos, he pasado muchas horas con ellos, días y noches. Dejé a un lado mi trabajo y con el apoyo y comprensión de mi familia me dediqué a acompañarles. Era consciente de que su proceso era irreversible, los dos habían vivido momentos críticos, habían estado en coma, en la UVI, llegando incluso a fases preagónicas, sin embargo, salieron adelante. Durante tres meses, que se me hicieron eternos, intenté que trasladaran a uno de ellos para reunirles en el mismo hospital, pero fue en vano, cuando parecía que los responsables médicos estaban de acuerdo surgían problemas administrativos con los servicios sociales y cuando convencía a éstos, tras largas entrevistas, instancias y papeleos, había alguien nuevo en el equipo médico que no aprobaba el traslado porque no eran compatibles las patologías en el mismo hospital. Finalmente, cuando se estabilizaron un poco llevé los informes médicos a una Residencia privada muy cerca de casa y allí han estado desde octubre pasado.
Yo sentía dentro de mí que, si ellos no se habían marchado, a pesar de su gravedad y de haber estado con un pie en el otro lado en muchos momentos, era porque todavía tenían que estar juntos, aún les quedaba un trecho del camino por recorrer.
Ellos no se habían separado en 56 años y se echaban mucho de menos. Cuando a primeros de octubre por fin se reunieron fue un momento emocionante y yo sentí ese alivio que nace de dentro cuando sentimos que hemos conseguido lo que queríamos, que el objetivo estaba cubierto: ya estaban juntos, yo había cumplido.
Estos tres meses juntos han sido un regalo, volvieron a sonreír, mi padre recuperó el sentido del humor y se convirtió en un apéndice de mi madre, la acompañaba a todas partes, iba con ella a su sesión diaria de rehabilitación y en cuanto desaparecía de su campo visual empezaba a llamarla a gritos: “¿Dónde está? ¿Dónde está?” preguntaba una y otra vez.
Durante los meses de hospitalización tuve la oportunidad de convivir con muchas personas, de compartir emociones, de vivir experiencias de todos los colores y profundidades, hoy agradezco a la vida esa etapa porque ha sido la antesala de lo que me ha tocado vivir en estos últimos días en que he acompañado a mi padre.
Yo sentía dentro de mí que, si ellos no se habían marchado, a pesar de su gravedad y de haber estado con un pie en el otro lado en muchos momentos, era porque todavía tenían que estar juntos, aún les quedaba un trecho del camino por recorrer.
Ellos no se habían separado en 56 años y se echaban mucho de menos. Cuando a primeros de octubre por fin se reunieron fue un momento emocionante y yo sentí ese alivio que nace de dentro cuando sentimos que hemos conseguido lo que queríamos, que el objetivo estaba cubierto: ya estaban juntos, yo había cumplido.
Estos tres meses juntos han sido un regalo, volvieron a sonreír, mi padre recuperó el sentido del humor y se convirtió en un apéndice de mi madre, la acompañaba a todas partes, iba con ella a su sesión diaria de rehabilitación y en cuanto desaparecía de su campo visual empezaba a llamarla a gritos: “¿Dónde está? ¿Dónde está?” preguntaba una y otra vez.
Durante los meses de hospitalización tuve la oportunidad de convivir con muchas personas, de compartir emociones, de vivir experiencias de todos los colores y profundidades, hoy agradezco a la vida esa etapa porque ha sido la antesala de lo que me ha tocado vivir en estos últimos días en que he acompañado a mi padre.
Las despedidas
Photo by Danie Franco on Unsplash
Hace una semana publicamos en esta misma revista un artículo sobre mis experiencias en una unidad de cuidados paliativos, esa vez con mi madre. Tal vez todo lo que aprendí allí unido a mis convicciones internas y a mi filosofía de vida me han permitido mirar la muerte de otra manera, de una forma distinta a la que nos han enseñado, y no me refiero a que lo hayamos aprendido en el colegio sino lo que hemos “respirado” desde niños con respecto a este tema tabú.
Estuve sentada junto a la cama de mi padre en todo momento, mantenía su mano entre las mías, le hablaba, le preguntaba… Pasó el lunes y avisamos al resto de la familia de su estado y ese día y el siguiente, nietos, hermanos y sobrinos pasaron por allí para despedirse de él y acompañarnos. Él iba empeorando paso a paso, su corazón latía enloquecido y sus niveles de oxígeno descendían vertiginosamente. A partir de mediodía cerró los ojos y ya no respondió más, pero seguía respondiendo a las presiones de mi mano. Yo seguí hablándole, para poder estar más cerca de él y que me oyera mejor bajé las barras de la cama y apoyé mi cabeza en su almohada mientras le musitaba al oído consejos para su viaje, le pedía que buscara a su madre, mi querida abuela, que por circunstancias de la vida también había muerto en mis brazos cuando yo era muy joven.
Ella se fue muy suavemente mientras esperábamos que llegara el médico de urgencias. “No te preocupes abuela que ya ha ido mi madre a llamar al médico” –le dije mientras la ayudaba a ponerse el camisón. “Vosotros sois los que no debéis preocuparos porque esto para mí se termina” –me respondió mientras sus ojos me miraban ya desde muy lejos. La acosté en la cama, me sonrió, cerró los ojos y con dos profundos suspiros se marchó, igual que se apaga la llama de una vela, quedamente –como a ella le gustaba hacer las cosas-. Esa palabra preciosa “hacer las cosas quedamente” la aprendí de ella, a ella se la escuché por primera vez.
Ahora me encontraba 25 años después viviendo una situación idéntica, mi padre se apagaba lentamente. El médico nos ofreció la posibilidad de sedarle para evitarle sufrimiento, según él las muertes por problemas respiratorios son muy traumáticas porque el enfermo siente que le falta el aire y lo busca con ansiedad, pero no fue necesario, su respiración –tras la máscara de oxígeno- fue espaciándose más y más, haciéndose más lenta, y todo siguió un proceso absolutamente natural.
Estuve sentada junto a la cama de mi padre en todo momento, mantenía su mano entre las mías, le hablaba, le preguntaba… Pasó el lunes y avisamos al resto de la familia de su estado y ese día y el siguiente, nietos, hermanos y sobrinos pasaron por allí para despedirse de él y acompañarnos. Él iba empeorando paso a paso, su corazón latía enloquecido y sus niveles de oxígeno descendían vertiginosamente. A partir de mediodía cerró los ojos y ya no respondió más, pero seguía respondiendo a las presiones de mi mano. Yo seguí hablándole, para poder estar más cerca de él y que me oyera mejor bajé las barras de la cama y apoyé mi cabeza en su almohada mientras le musitaba al oído consejos para su viaje, le pedía que buscara a su madre, mi querida abuela, que por circunstancias de la vida también había muerto en mis brazos cuando yo era muy joven.
Ella se fue muy suavemente mientras esperábamos que llegara el médico de urgencias. “No te preocupes abuela que ya ha ido mi madre a llamar al médico” –le dije mientras la ayudaba a ponerse el camisón. “Vosotros sois los que no debéis preocuparos porque esto para mí se termina” –me respondió mientras sus ojos me miraban ya desde muy lejos. La acosté en la cama, me sonrió, cerró los ojos y con dos profundos suspiros se marchó, igual que se apaga la llama de una vela, quedamente –como a ella le gustaba hacer las cosas-. Esa palabra preciosa “hacer las cosas quedamente” la aprendí de ella, a ella se la escuché por primera vez.
Ahora me encontraba 25 años después viviendo una situación idéntica, mi padre se apagaba lentamente. El médico nos ofreció la posibilidad de sedarle para evitarle sufrimiento, según él las muertes por problemas respiratorios son muy traumáticas porque el enfermo siente que le falta el aire y lo busca con ansiedad, pero no fue necesario, su respiración –tras la máscara de oxígeno- fue espaciándose más y más, haciéndose más lenta, y todo siguió un proceso absolutamente natural.
El momento de partir
Photo by David Sinclair on Unsplash
Yo le musitaba al oído: “No te preocupes papá, tranquilo, tienes que buscar la luz, confía, sé que te van a ayudar, ahí al otro lado te espera tu familia, tus hermanos… Busca a tu madre, la abuela debe tener unas ganas tremendas de abrazarte, de reunirse contigo, tranquilo papá, tranquilo, no tengas miedo, no estás solo, busca a la abuela, seguro que ella viene a recibirte…”.
Las lágrimas se me escapaban incontenibles, sentía una emoción indescriptible, yo lloraba pero muy suavemente, sin congoja, mientras seguía repitiéndole una y otra vez las mismas frases. Entonces me di cuenta de que me sentía como una comadrona que estaba ayudando a nacer a alguien, por mi cabeza pasó la imagen de mi abuela que venía a recoger a su hijo y que yo se lo llevaba en mis brazos y dentro de mi pecho sucedió algo increíble, sentí como si algo explotara dentro y comencé a sentir una sensación de serenidad que se extendía rápidamente por todo mi cuerpo, y tras esa serenidad apareció una extraña sensación de gozo, de plenitud, de una gran paz.
Acariciaba a mi padre, le besaba en la frente, le decía palabras dulces que intentaban expresar todo el amor que sentía por él en esos momentos y recordé un momento de mi vida en que me sentí exactamente igual: fue cuando el médico puso sobre mi pecho a mi hijo recién nacido, yo le besaba sin parar y le decía las mismas palabras que ahora decía a mi padre, sólo que a mi pequeño le daba la bienvenida tras su largo viaje y a él le despedía.
Sentía que eran las endorfinas lo que me estaba produciendo ese estado de gozo interior, en el parto tenía sentido, pero ahora… ¿qué estaba pasando?
No lo sé, sólo puedo intentar expresar con palabras lo que sentí en aquella habitación en la madrugada del 21 de enero: sentía el aire más denso, como si algo mullido y suave nos rodeara a todos, percibía cuando entrecerraba los ojos un color rosa-anaranjado invadiendo el espacio, sentía energías alrededor, percibía la compañía de algo o alguien. Mi madre descansaba en la cama de al lado, le habían dado algo para relajarla, pero no dormía, me escuchaba y preguntaba de vez en cuando: ¿Cómo está?...
-“Se está yendo mamá, pero está tranquilo, no te preocupes, todo está bien”.
Las lágrimas se me escapaban incontenibles, sentía una emoción indescriptible, yo lloraba pero muy suavemente, sin congoja, mientras seguía repitiéndole una y otra vez las mismas frases. Entonces me di cuenta de que me sentía como una comadrona que estaba ayudando a nacer a alguien, por mi cabeza pasó la imagen de mi abuela que venía a recoger a su hijo y que yo se lo llevaba en mis brazos y dentro de mi pecho sucedió algo increíble, sentí como si algo explotara dentro y comencé a sentir una sensación de serenidad que se extendía rápidamente por todo mi cuerpo, y tras esa serenidad apareció una extraña sensación de gozo, de plenitud, de una gran paz.
Acariciaba a mi padre, le besaba en la frente, le decía palabras dulces que intentaban expresar todo el amor que sentía por él en esos momentos y recordé un momento de mi vida en que me sentí exactamente igual: fue cuando el médico puso sobre mi pecho a mi hijo recién nacido, yo le besaba sin parar y le decía las mismas palabras que ahora decía a mi padre, sólo que a mi pequeño le daba la bienvenida tras su largo viaje y a él le despedía.
Sentía que eran las endorfinas lo que me estaba produciendo ese estado de gozo interior, en el parto tenía sentido, pero ahora… ¿qué estaba pasando?
No lo sé, sólo puedo intentar expresar con palabras lo que sentí en aquella habitación en la madrugada del 21 de enero: sentía el aire más denso, como si algo mullido y suave nos rodeara a todos, percibía cuando entrecerraba los ojos un color rosa-anaranjado invadiendo el espacio, sentía energías alrededor, percibía la compañía de algo o alguien. Mi madre descansaba en la cama de al lado, le habían dado algo para relajarla, pero no dormía, me escuchaba y preguntaba de vez en cuando: ¿Cómo está?...
-“Se está yendo mamá, pero está tranquilo, no te preocupes, todo está bien”.
Cuando el final y el principio se conectan
Photo by Nina Hill on Unsplash
Cuando yo era pequeña y subía las escaleras para irme a dormir a mi habitación en la casa del pueblo, mi padre me perseguía intentando darme en el “culete” mientras decía: “El cascabelillo delante”. No sé por qué recordé esa escena, sentía un inmenso amor por mi padre, me sentía unida a él como nunca lo había estado, un sentimiento de ternura nos envolvía a los dos… Las lágrimas seguían saliendo pero no eran de tristeza, ni mucho menos de dolor, eran de una profundísima emoción y empecé a darle las gracias por todo lo que había compartido con él, por lo que había recibido, por lo que me había enseñado, por lo que habíamos vivido juntos. Pasaron por mi mente tantas escenas, tantos momentos hermosos en los que él había estado presente que solo podía decirle: “Papá, soy tu cascabelillo, te quiero, te quiero muchísimo, ve en paz…”.
Y entonces vi como una lágrima se le escapaba y rodaba por su mejilla, no abrió los ojos, ni hizo ningún gesto, lanzó dos suspiros espaciados y profundos y se marchó, igual que se fue la abuela.
He dejado pasar una semana para que las emociones se aquietaran, para que los sentimientos encajaran los hechos en el lugar que les correspondía, he querido dejar que el tiempo me hiciera tomar distancia de lo que viví en aquellas horas… pero todo sigue vívido como cuando sucedió.
Y entonces vi como una lágrima se le escapaba y rodaba por su mejilla, no abrió los ojos, ni hizo ningún gesto, lanzó dos suspiros espaciados y profundos y se marchó, igual que se fue la abuela.
He dejado pasar una semana para que las emociones se aquietaran, para que los sentimientos encajaran los hechos en el lugar que les correspondía, he querido dejar que el tiempo me hiciera tomar distancia de lo que viví en aquellas horas… pero todo sigue vívido como cuando sucedió.
Cuando el amor sustituye al dolor
Photo by Ryan Hutton on Unsplash
No sentí ni siento dolor, mantengo dentro esa sensación de ternura, de continuidad y cada día me despierto agradeciendo a mi padre y a la vida por regalarme esa experiencia. Sentí el “más allá”, de una forma que no puedo explicar, sentí que las paredes de aquel cuarto desaparecían y el otro lado y éste se fundían en un mismo espacio, que la energía era única, idéntica, que había un fluido constante que nos acompañaba a todos en nuestros movimientos, sentí la alegría de la familia al recibir a uno de sus miembros y sentí el vínculo que nos unía a todos: el amor.
¡Cómo se sentía el amor! Era algo indescriptible, pero sé que lo he experimentado y eso me proporciona una sensación de paz y plenitud. Sé que he tenido una experiencia trascendente que se ha llevado tal vez algunos miedos. No fue algo buscado, me limité a vivir cada instante con toda la consciencia de que era capaz y he encontrado un sentido profundo a la vida, no a la muerte, porque todo es vida, sólo hay vida.
Me fui a abrazar a mi madre y a consolarla, a tranquilizarla… y poco a poco se fue quedando dormida. Un rato después, cuando ya la enfermera había terminado de arreglarle y estábamos en la habitación mi madre, mi marido Luis, mi padre y yo, una de las ventanas se abrió con un fuerte golpe de viento, los visillos salieron volando… y yo sonreí tranquila diciendo: “Venga papá, que ya vienen a por ti, es hora de marcharos…”.
Una tranquilidad que mantengo desde entonces, viví el velatorio con serenidad y pidiéndoles a los que venían a acompañarnos en el sentimiento que recordaran tres cosas de mi padre; enseguida se formaron corrillos que comentaban anécdotas, momentos compartidos, el tono de dolor se fue transformando en emoción al recordar lo vivido.
Pegué sobre el cristal una foto de mi padre, grande, en color, que nos mostraba su imagen sonriente y que fue tomada las Navidades de hace dos años, desde allí nos miraba con su gesto afable y divertido, así quería que le recordáramos.
Pienso en él cada día para mandarle un único mensaje: que vaya hacia la luz, que sea consciente de su nuevo estado, que se apoye en los que le quieren y le acompañan, que esté tranquilo y no se preocupe por los que quedamos aquí, nosotros le mantenemos vivo en nuestro corazón.
Mi hija no podía dormir al día siguiente, recordaba a su abuelo, le echaba de menos, así que le dije: “Mira, durante el día no podemos ver las estrellas ¿verdad? Pero están ahí, lo sabemos. No podemos verlas por la luz del Sol, pero ahí siguen. Con el abuelo pasa igual, ahora no podemos verle, pero está con nosotros, forma parte de mi cadena genética, y de la tuya, de nuestras energías, de nuestros pensamientos, de nuestros recuerdos, ha formado parte de nuestra historia y de nuestra personalidad; piensa que antes le veíamos porque éramos dos seres distintos, sin embargo, ahora somos uno porque él está en nosotros”.
Y así lo creo, me encontraré con él en sueños, ese territorio puente entre los dos mundos; sé que me encontraré con él cada vez que mire hacia dentro y piense en él. Deseo que esté bien y sé que sigue existiendo porque el espíritu nunca desaparece.
Ahora le ha tocado al personaje que representaba mi padre salir del escenario (la vida física) y colocarse detrás del telón, entre las bambalinas, donde otros actores y él mismo esperan que llegue el momento en que tengan que interpretar un nuevo papel… entretanto la vida sigue, aquí y allí.
¡Cómo se sentía el amor! Era algo indescriptible, pero sé que lo he experimentado y eso me proporciona una sensación de paz y plenitud. Sé que he tenido una experiencia trascendente que se ha llevado tal vez algunos miedos. No fue algo buscado, me limité a vivir cada instante con toda la consciencia de que era capaz y he encontrado un sentido profundo a la vida, no a la muerte, porque todo es vida, sólo hay vida.
Me fui a abrazar a mi madre y a consolarla, a tranquilizarla… y poco a poco se fue quedando dormida. Un rato después, cuando ya la enfermera había terminado de arreglarle y estábamos en la habitación mi madre, mi marido Luis, mi padre y yo, una de las ventanas se abrió con un fuerte golpe de viento, los visillos salieron volando… y yo sonreí tranquila diciendo: “Venga papá, que ya vienen a por ti, es hora de marcharos…”.
Una tranquilidad que mantengo desde entonces, viví el velatorio con serenidad y pidiéndoles a los que venían a acompañarnos en el sentimiento que recordaran tres cosas de mi padre; enseguida se formaron corrillos que comentaban anécdotas, momentos compartidos, el tono de dolor se fue transformando en emoción al recordar lo vivido.
Pegué sobre el cristal una foto de mi padre, grande, en color, que nos mostraba su imagen sonriente y que fue tomada las Navidades de hace dos años, desde allí nos miraba con su gesto afable y divertido, así quería que le recordáramos.
Pienso en él cada día para mandarle un único mensaje: que vaya hacia la luz, que sea consciente de su nuevo estado, que se apoye en los que le quieren y le acompañan, que esté tranquilo y no se preocupe por los que quedamos aquí, nosotros le mantenemos vivo en nuestro corazón.
Mi hija no podía dormir al día siguiente, recordaba a su abuelo, le echaba de menos, así que le dije: “Mira, durante el día no podemos ver las estrellas ¿verdad? Pero están ahí, lo sabemos. No podemos verlas por la luz del Sol, pero ahí siguen. Con el abuelo pasa igual, ahora no podemos verle, pero está con nosotros, forma parte de mi cadena genética, y de la tuya, de nuestras energías, de nuestros pensamientos, de nuestros recuerdos, ha formado parte de nuestra historia y de nuestra personalidad; piensa que antes le veíamos porque éramos dos seres distintos, sin embargo, ahora somos uno porque él está en nosotros”.
Y así lo creo, me encontraré con él en sueños, ese territorio puente entre los dos mundos; sé que me encontraré con él cada vez que mire hacia dentro y piense en él. Deseo que esté bien y sé que sigue existiendo porque el espíritu nunca desaparece.
Ahora le ha tocado al personaje que representaba mi padre salir del escenario (la vida física) y colocarse detrás del telón, entre las bambalinas, donde otros actores y él mismo esperan que llegue el momento en que tengan que interpretar un nuevo papel… entretanto la vida sigue, aquí y allí.