Photo by Wolfgang Hasselmann on Unsplash
La noche del Martes Santo, antes de salir la luna, le confié a Haiduma mi sensación de que allí, en el Sáhara, el cielo está más bajo que en cualquier otro lugar. Sus risas espantaron a las dos únicas golondrinas que aún quedan vivas en Smara, la inmensa ciudad provisional de chatarra, escasez y arena que a esas horas hacía ya rato que dormía (a excepción de medio millón de cabras, calculando por los balidos) bajo un firmamento copiosamente nevado y, riérase lo que se riera la anfitriona, cercano como nunca jamás. Allí, sobre la inmensa estera del patio, a tres mil kilómetros de la Semana Santa y hablando de camellos, de inquietudes, de esperanzas y del Corán en pasta, Dios no se manifestaba como una creencia, sino como una constante. Encontré la confirmación al día siguiente en el diario de otro aventurero del desierto, Théodore Monod, regalo de Marina para este viaje: “El cielo, por su parte, es el elemento móvil y cambiante, la eterna novedad, la vida que consuela de tanta nada. No se está ya en una tierra sin forma, sin color ni gracia, sino bajo el cielo, en el cielo casi.”
Es aquélla una religión recíproca, con un Dios que constantemente pide también milagros a los humanos. El milagro de mirar como nunca lo han mirado a uno, de reír como nunca se ha oído reír de Gibraltar para arriba, de jugar los niños sobre el pedregal como si la vida dependiera de la alegría de sus saltos; el milagro de alimentarse cada día, de llegar vivos a la noche; de que, de repente, en plenas procesiones, aparezca por allí un sevillano y les llene la despensa de fruta, esa fruta dulce y jugosa que tiene la osadía de costar un euro el kilo y que, por consiguiente, no comen nunca.
Se lo habíamos dicho a Hasina el verano pasado, en vísperas de su partida hacia los campamentos: “Déjanos tu carta para los Reyes Magos, que son unos señores que te traen lo que les pidas.” Ella mostró sus reticencias con el tonillo aerodinámico que éstas suelen tener: “¿Lo que yo quiera?”, y escribió: “Quiero un coche para Suleimán (su padre); una lavadora para Haiduma (su madre); miel para Barcalina (su abuela); un millón de euros…” Y deteniéndose cinco segundos ante la lista que estaba escribiendo, retomó el bolígrafo, le chuperreteó la contera pensativa, lo tachó todo y apuntó en letras grandes: “Que vengáis a verme”.
El cielo suele estar a la distancia que uno quiere. En Sevilla, ya de vuelta del desierto, nos saluda la noticia de que hay 1.500 parados menos y de que la posibilidad de restaurar el viejo estado de cosas, consistente en hacer del exceso necesidad, se antoja más cercana que nunca. Y luego dice otra información que la Semana Santa ha generado en Sevilla 240 millones. Tenemos suerte de que aquí sea Dios quien hace los milagros y el resto de las tareas del hogar. La pena es lo lejos que estamos del cielo.
Es aquélla una religión recíproca, con un Dios que constantemente pide también milagros a los humanos. El milagro de mirar como nunca lo han mirado a uno, de reír como nunca se ha oído reír de Gibraltar para arriba, de jugar los niños sobre el pedregal como si la vida dependiera de la alegría de sus saltos; el milagro de alimentarse cada día, de llegar vivos a la noche; de que, de repente, en plenas procesiones, aparezca por allí un sevillano y les llene la despensa de fruta, esa fruta dulce y jugosa que tiene la osadía de costar un euro el kilo y que, por consiguiente, no comen nunca.
Se lo habíamos dicho a Hasina el verano pasado, en vísperas de su partida hacia los campamentos: “Déjanos tu carta para los Reyes Magos, que son unos señores que te traen lo que les pidas.” Ella mostró sus reticencias con el tonillo aerodinámico que éstas suelen tener: “¿Lo que yo quiera?”, y escribió: “Quiero un coche para Suleimán (su padre); una lavadora para Haiduma (su madre); miel para Barcalina (su abuela); un millón de euros…” Y deteniéndose cinco segundos ante la lista que estaba escribiendo, retomó el bolígrafo, le chuperreteó la contera pensativa, lo tachó todo y apuntó en letras grandes: “Que vengáis a verme”.
El cielo suele estar a la distancia que uno quiere. En Sevilla, ya de vuelta del desierto, nos saluda la noticia de que hay 1.500 parados menos y de que la posibilidad de restaurar el viejo estado de cosas, consistente en hacer del exceso necesidad, se antoja más cercana que nunca. Y luego dice otra información que la Semana Santa ha generado en Sevilla 240 millones. Tenemos suerte de que aquí sea Dios quien hace los milagros y el resto de las tareas del hogar. La pena es lo lejos que estamos del cielo.