Taller de Escritura Creativa
Foto de Álvaro Serrano en Unsplash
Ejercicio 1. DESPERTAR
Creo que tardé algunos meses en darme cuenta de que Glenda había fallecido. Se encontraba en el sofá con los brazos entrelazados en el regazo y tenía los ojos abiertos, más abiertos que de costumbre.
Quizá por ese detalle debería haberme enterado mucho antes; sin embargo, no reparé en su definitiva ausencia hasta que se me cayeron dos vasos en la cocina y ella no repuso al estrépito con una frase del estilo: “No he conocido en mi vida alguien tan desmanotado como tú”. Sólo entonces sospeché que algo grave le había ocurrido.
Era noche cerrada y el tintineo de las gotas de lluvia sobre el cristal de la ventana inundaba todo el silencio en el salón. Tan solo la suave luz de la farola de la calle proyectaba sinuosas sombras en la estancia vacía. Solo mi presencia, el silencio y el aroma de una taza de té que sostenía entre mis manos, mientras, miraba sin mirar a través de la ventana, mi mente transcurría por esos laberintos del pasado, de la memoria lejana y cercana, pero al fin de cuentas un pasado que se fue.
Ahora en esa soledad que me acompaña, recuerdo con nostalgia la sonrisa de Glenda y sonrío a la vez, me fijo en sus ojos de un color que nunca pude definir, pero que contenía un brillo que transcendía a la propia mirada.
La recuerdo acariciando a Tina, la gata, sentada sobre su regazo, ella tumbada sobre el sofá rojo del salón, pasaba una y otra vez sus delicadas manos por el pelo suave de Tina. Silenciosa y pensativa, de vez en cuando dejaba salir un suspiro que como un halo se quedaba suspendido en la estancia. Era bella, si definitivamente era muy bella, incluso cuando la enfermedad comenzó hacer mella en su frágil y delicado cuerpo, y a pesar del dolor que a veces la atrapaba y la retorcía, siempre mantuvo ese semblante de dignidad y serenidad hasta el final.
Tan abstraído estaba en mis recuerdos que no reparé que Tina, la gata, había entrado en la estancia y colocada en mis pies, me hacía arrumacos para llamar mi atención. Mirandola fijamente reparé que ella también la añoraba, se sentía huérfana de una dueña que durante meses fue su confidente, porque Glenda hablaba a Tina como si la entendiera y lo más curioso es que la gata la escuchaba y le respondía con sus pequeños sonidos y esos asombrosos ojos grises le hablaba sin hablar, le respondían sin responder.
La lluvia comenzó a caer con más fuerza, algunos relámpagos se oían en el horizonte “pronto tendremos la tormenta encima”, pensé. Bruscamente un sonido sordo me invadió, todo mi cuerpo se convulsionó y la taza entre mis manos se escurrió, en un instante me vi suspendido sobre mi cuerpo, allá abajo, inerte, envejecido, era yo, pero ya no era y como si una fuerza extraña me abdujera penetré en un vacío inmenso, un silencio absoluto y una negritud que lo llenaba todo…pero no tenía miedo, no, el miedo allí no existía porque lo que inundaba todo ese espacio vacío era paz, una inmensa paz.
Poco a poco se fue colando en esa negritud una suave luz, esa luz se aproximaba cada vez más a mí hasta que me fundí en ella. Lentamente fue atenuando su intensidad e iba observando cómo se iban dibujando los contornos de un paisaje que me era muy familiar, las altas montañas con sus cumbres nevadas, las nubes que coronaban el cielo de un azul tan intenso que costaba mirar, desde donde yo estaba, aprecié a vislumbrar una granja rodeada de una verde pradera, con un verde de una riqueza tal que no se puede ver en ninguna parte, pero esa pequeña alquería y ese verde pasto contenían en sí a toda la tierra y a toda la humanidad. Había en ello un sentido de asombrosa belleza, la luz era suave con una claridad que pareciera penetrarlo todo sin dejar ninguna sombra. Y allí estaba ella, esperándome con sus brazos extendidos y abiertos, con su sonrisa pícara y sincera, más bella que nunca, me decía: “Acércate a mí, es nuestro momento, hemos regresado, estamos en casa, amor mío”.
De nuevo otra fuerte sacudida me abdujo de aquel lugar... lo siguiente que recuerdo fue despertar en la cama del hospital. Suavemente las lágrimas resbalaban sobre mi rostro, había regresado, sí, pero no a mí hogar.
Creo que tardé algunos meses en darme cuenta de que Glenda había fallecido. Se encontraba en el sofá con los brazos entrelazados en el regazo y tenía los ojos abiertos, más abiertos que de costumbre.
Quizá por ese detalle debería haberme enterado mucho antes; sin embargo, no reparé en su definitiva ausencia hasta que se me cayeron dos vasos en la cocina y ella no repuso al estrépito con una frase del estilo: “No he conocido en mi vida alguien tan desmanotado como tú”. Sólo entonces sospeché que algo grave le había ocurrido.
Era noche cerrada y el tintineo de las gotas de lluvia sobre el cristal de la ventana inundaba todo el silencio en el salón. Tan solo la suave luz de la farola de la calle proyectaba sinuosas sombras en la estancia vacía. Solo mi presencia, el silencio y el aroma de una taza de té que sostenía entre mis manos, mientras, miraba sin mirar a través de la ventana, mi mente transcurría por esos laberintos del pasado, de la memoria lejana y cercana, pero al fin de cuentas un pasado que se fue.
Ahora en esa soledad que me acompaña, recuerdo con nostalgia la sonrisa de Glenda y sonrío a la vez, me fijo en sus ojos de un color que nunca pude definir, pero que contenía un brillo que transcendía a la propia mirada.
La recuerdo acariciando a Tina, la gata, sentada sobre su regazo, ella tumbada sobre el sofá rojo del salón, pasaba una y otra vez sus delicadas manos por el pelo suave de Tina. Silenciosa y pensativa, de vez en cuando dejaba salir un suspiro que como un halo se quedaba suspendido en la estancia. Era bella, si definitivamente era muy bella, incluso cuando la enfermedad comenzó hacer mella en su frágil y delicado cuerpo, y a pesar del dolor que a veces la atrapaba y la retorcía, siempre mantuvo ese semblante de dignidad y serenidad hasta el final.
Tan abstraído estaba en mis recuerdos que no reparé que Tina, la gata, había entrado en la estancia y colocada en mis pies, me hacía arrumacos para llamar mi atención. Mirandola fijamente reparé que ella también la añoraba, se sentía huérfana de una dueña que durante meses fue su confidente, porque Glenda hablaba a Tina como si la entendiera y lo más curioso es que la gata la escuchaba y le respondía con sus pequeños sonidos y esos asombrosos ojos grises le hablaba sin hablar, le respondían sin responder.
La lluvia comenzó a caer con más fuerza, algunos relámpagos se oían en el horizonte “pronto tendremos la tormenta encima”, pensé. Bruscamente un sonido sordo me invadió, todo mi cuerpo se convulsionó y la taza entre mis manos se escurrió, en un instante me vi suspendido sobre mi cuerpo, allá abajo, inerte, envejecido, era yo, pero ya no era y como si una fuerza extraña me abdujera penetré en un vacío inmenso, un silencio absoluto y una negritud que lo llenaba todo…pero no tenía miedo, no, el miedo allí no existía porque lo que inundaba todo ese espacio vacío era paz, una inmensa paz.
Poco a poco se fue colando en esa negritud una suave luz, esa luz se aproximaba cada vez más a mí hasta que me fundí en ella. Lentamente fue atenuando su intensidad e iba observando cómo se iban dibujando los contornos de un paisaje que me era muy familiar, las altas montañas con sus cumbres nevadas, las nubes que coronaban el cielo de un azul tan intenso que costaba mirar, desde donde yo estaba, aprecié a vislumbrar una granja rodeada de una verde pradera, con un verde de una riqueza tal que no se puede ver en ninguna parte, pero esa pequeña alquería y ese verde pasto contenían en sí a toda la tierra y a toda la humanidad. Había en ello un sentido de asombrosa belleza, la luz era suave con una claridad que pareciera penetrarlo todo sin dejar ninguna sombra. Y allí estaba ella, esperándome con sus brazos extendidos y abiertos, con su sonrisa pícara y sincera, más bella que nunca, me decía: “Acércate a mí, es nuestro momento, hemos regresado, estamos en casa, amor mío”.
De nuevo otra fuerte sacudida me abdujo de aquel lugar... lo siguiente que recuerdo fue despertar en la cama del hospital. Suavemente las lágrimas resbalaban sobre mi rostro, había regresado, sí, pero no a mí hogar.