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Vivir una vida basada en la ética no es sencillo, pero no por eso debemos dejar de intentarlo y si la vida nos pone delante una oportunidad de ser ético o justo, no deberíamos desaprovechar la ocasión de ejercer como ser humano coherente y consciente.
La ética es la parte de la filosofía que reflexiona sobre el hecho moral, es decir, sobre lo que está bien o está mal. Así, pues, en nuestro día a día, nos ajustamos a ciertos principios o normas que guían u orientan nuestra conducta. De este modo, podemos distinguir lo que es bueno de lo que no lo es, lo correcto de lo incorrecto.
La ética puede ser observada en nuestra vida cotidiana en todos los actos, decisiones y comportamientos con los que nos conducimos, bien sea en el trabajo o la escuela, en la forma en que nos relacionamos con nuestros seres queridos o con las demás personas, así como con el medio ambiente.
Es gracias al respeto de todos estos principios y reglas que creamos las condiciones adecuadas para convivir en sociedad. La ética puede aplicarse a la vida personal de alguien que contempla no solo sus relaciones con la familia, los amigos y la pareja, sino también su relación consigo mismo y la forma en que actúa y toma decisiones en función de sus valores morales fundamentales.
Así, la ética en la vida personal está también influida por los sentimientos, las emociones, las sensaciones, los sueños, las ideas y las opiniones de una persona, que son, en definitiva, los que determinan su forma de ser y comportarse en la vida íntima.
A lo largo de mi existencia he conocido a personas que hacen de lo que ellas consideran ético, su particular forma de entender la vida, llegando en muchos casos al fundamentalismo, a la no aceptación de otras opiniones distintas a las suyas. Hay incluso quien, llevado por una pasión ética mal entendida, rompe sus relaciones familiares o de amistad con tal de apuntarse la medalla al “paladín de la ética”. Esas personas, en mi opinión, carecen de la tolerancia necesaria para mantener su relación con el mundo de una manera coherente, teniendo en cuenta que nadie posee la verdad absoluta y que, generalmente, todos nos posicionamos mental y socialmente según nos ha ido en la “feria” de la vida.
Por otra parte, la línea que separa a la falta de respeto de la crítica es muy fina, lo que da lugar a enfrentamientos dialécticos que no suelen llegar a buen puerto, seguramente porque los planteamientos de partida de quienes discuten no están situados en el mismo escenario, ni están basados probablemente en la misma escala de valores. Un buen ejemplo de ello lo patentizan con frecuencia los partidos políticos en sus “debates parlamentarios”.
El respeto es un valor recíproco que se debe inculcar desde temprana edad. Las personas respetuosas saben apreciar la importancia de la familia, las amistades, el trabajo y de todas aquellas personas que están a su alrededor y con quienes comparten su día a día.
El respeto como valor es aplicable a lo largo de toda la vida. A través del respeto las personas se pueden relacionar y comprender mejor, así como también compartir sus intereses y necesidades, por eso el contraste de ideas, sean del tipo que sean, no deberían desembocar en rupturas personales.
El respeto es uno de los valores morales más importantes del ser humano, pues es fundamental para lograr una armoniosa interacción social. El respeto debe ser mutuo y nacer de un sentimiento de reciprocidad.
Una de las premisas más importantes sobre el respeto es que para ser respetado es necesario saber o aprender a respetar, a comprender al otro, a valorar sus intereses y necesidades. Respetar no significa estar de acuerdo en todos los ámbitos con otra persona, sino que se trata de no discriminar ni ofender a esa persona por su forma de vida, sus decisiones o sus creencias, siempre y cuando dichas decisiones o creencias no causen ningún daño, ni afecten o falten el respeto a los demás.
Respetar es también ser tolerante con quien no piensa igual que tú, con quien no comparte tus mismos gustos o intereses, con quien es diferente o ha decidido diferenciarse. El respeto a la diversidad de ideas, opiniones y maneras de ser es un valor fundamental en las sociedades que aspiran a ser justas y a garantizar una sana convivencia.
La ética es la parte de la filosofía que reflexiona sobre el hecho moral, es decir, sobre lo que está bien o está mal. Así, pues, en nuestro día a día, nos ajustamos a ciertos principios o normas que guían u orientan nuestra conducta. De este modo, podemos distinguir lo que es bueno de lo que no lo es, lo correcto de lo incorrecto.
La ética puede ser observada en nuestra vida cotidiana en todos los actos, decisiones y comportamientos con los que nos conducimos, bien sea en el trabajo o la escuela, en la forma en que nos relacionamos con nuestros seres queridos o con las demás personas, así como con el medio ambiente.
Es gracias al respeto de todos estos principios y reglas que creamos las condiciones adecuadas para convivir en sociedad. La ética puede aplicarse a la vida personal de alguien que contempla no solo sus relaciones con la familia, los amigos y la pareja, sino también su relación consigo mismo y la forma en que actúa y toma decisiones en función de sus valores morales fundamentales.
Así, la ética en la vida personal está también influida por los sentimientos, las emociones, las sensaciones, los sueños, las ideas y las opiniones de una persona, que son, en definitiva, los que determinan su forma de ser y comportarse en la vida íntima.
A lo largo de mi existencia he conocido a personas que hacen de lo que ellas consideran ético, su particular forma de entender la vida, llegando en muchos casos al fundamentalismo, a la no aceptación de otras opiniones distintas a las suyas. Hay incluso quien, llevado por una pasión ética mal entendida, rompe sus relaciones familiares o de amistad con tal de apuntarse la medalla al “paladín de la ética”. Esas personas, en mi opinión, carecen de la tolerancia necesaria para mantener su relación con el mundo de una manera coherente, teniendo en cuenta que nadie posee la verdad absoluta y que, generalmente, todos nos posicionamos mental y socialmente según nos ha ido en la “feria” de la vida.
Por otra parte, la línea que separa a la falta de respeto de la crítica es muy fina, lo que da lugar a enfrentamientos dialécticos que no suelen llegar a buen puerto, seguramente porque los planteamientos de partida de quienes discuten no están situados en el mismo escenario, ni están basados probablemente en la misma escala de valores. Un buen ejemplo de ello lo patentizan con frecuencia los partidos políticos en sus “debates parlamentarios”.
El respeto es un valor recíproco que se debe inculcar desde temprana edad. Las personas respetuosas saben apreciar la importancia de la familia, las amistades, el trabajo y de todas aquellas personas que están a su alrededor y con quienes comparten su día a día.
El respeto como valor es aplicable a lo largo de toda la vida. A través del respeto las personas se pueden relacionar y comprender mejor, así como también compartir sus intereses y necesidades, por eso el contraste de ideas, sean del tipo que sean, no deberían desembocar en rupturas personales.
El respeto es uno de los valores morales más importantes del ser humano, pues es fundamental para lograr una armoniosa interacción social. El respeto debe ser mutuo y nacer de un sentimiento de reciprocidad.
Una de las premisas más importantes sobre el respeto es que para ser respetado es necesario saber o aprender a respetar, a comprender al otro, a valorar sus intereses y necesidades. Respetar no significa estar de acuerdo en todos los ámbitos con otra persona, sino que se trata de no discriminar ni ofender a esa persona por su forma de vida, sus decisiones o sus creencias, siempre y cuando dichas decisiones o creencias no causen ningún daño, ni afecten o falten el respeto a los demás.
Respetar es también ser tolerante con quien no piensa igual que tú, con quien no comparte tus mismos gustos o intereses, con quien es diferente o ha decidido diferenciarse. El respeto a la diversidad de ideas, opiniones y maneras de ser es un valor fundamental en las sociedades que aspiran a ser justas y a garantizar una sana convivencia.