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Nada hay tan importante para el ser humano como la vida, a no ser la propia muerte. Este hecho, al que ningún ser vivo escapa, tiene la misma complejidad que la existencia. El instante mortal es una simbiosis de vida y de muerte. En nuestro siglo de refinamiento científico, podría pensarse que la exacta determinación del final de un organismo es algo perfectamente sabido. Sin embargo, los códigos que definen la frontera entre ambos estados siguen siendo motivo de investigación y discusión entre los tanatólogos y filósofos.
Para la ciencia médica, el fallecimiento se produce cuando se dan, al menos, tres circunstancias: falta de pulso, falta de respiración y electroencefalograma plano, aunque esta última sólo se puede comprobar si el paciente se encuentra en un hospital. Sin embargo, a pesar de reunirse estas circunstancias ¿ha desaparecido la vida de ese organismo? Son incontables los casos de personas dadas por muertas que posteriormente han «resucitado», muchas de ellas al cortarle la piel durante la autopsia.
La prueba más antigua que permitía establecer la muerte, era la aplicación de la llama de una vela sobre el cuerpo. La ausencia de ampollas revelaba la ausencia de circulación sanguínea. Existen otras técnicas médicas más modernas que podrían evitar trágicos errores, pero desgraciadamente no son muy utilizadas. En Inglaterra, por ejemplo, mueren cada año más de seiscientas mil personas a las que no se les ha sometido a ninguna prueba. Cabría preguntarse, entonces, cuantos miles de personas son enterradas prematuramente en el mundo entero. Recientemente, hemos podido escuchar a través de los medios de comunicación, la patética historia de un niño ruandés que iba a ser enterrado vivo junto a otros cientos de cadáveres de ruandeses.
La complejidad del problema reside en las dificultades para definir la frontera que separa la vida de la muerte, al no ser ésta un punto fijo, sino un proceso que se prolonga a lo largo del tiempo y que nadie está en condiciones de juzgar. La vida no abandona bruscamente el cuerpo, sino que éste es invadido por la muerte que se va extendiendo poco a poco por cada una de las células.
No obstante, cuando el trazado del electroencefalograma es plano, es decir, una línea recta, después de haber intentado durante algún tiempo reactivar el cerebro, entonces se puede decir que la vida ha abierto la puerta a la muerte. La destrucción del cerebro trae consigo el final biológico, el desmoronamiento de todos los órganos vitales y aunque hay células, como las de la sangre, que pueden durar cuarenta y ocho horas en los vasos sanguíneos, la mayoría de ellas suelen morir en las horas subsiguientes al fallecimiento. Los espermatozoides son los que más tiempo conservan su vitalidad, llegando incluso a mantener su movilidad durante varios días.
¿Dónde acaba la vida?, ¿dónde empieza la muerte?, ¿mantener los órganos vivos artificialmente significa que un individuo está con vida?, ¿la desaparición de la personalidad, de la individualidad, se produce con la desaparición de la última célula? La descomposición del cadáver debería ser la señal evidente del fin de un organismo. Sin embargo, algunos casos de incorrupción y de conservación espontánea de algunos restos humanos mantienen intrigados a biólogos y especialistas en tanatología. El caso de Roseline de Villeneuve, fallecida en Enero del año 1329, es un caso ciertamente sorprendente. Durante los tres días de exposición del cadáver, los miembros permanecían flexibles y los ojos conservaban un gran brillo. Cinco años más tarde los médicos comprobaron que el cuerpo seguía intacto, flexible, encarnado y pesado. En 1614 y en 1644 las observaciones fueron las siguientes: «ningún síntoma de corrupción, conservación del cuerpo, ojos vivos».
El 2 de Junio de 1935, seiscientos años después de su muerte, se constató que: «el cuerpo está incorrupto, miembros flexibles». El 3 de Septiembre de 1951 el doctor Hubert Larcher hace las siguientes comprobaciones: «manchas de moho, sobre todo en el borde cubital de su mano derecha. Los ojos están en vías de destrucción, el ojo derecho aún resulta identificable».
Frente a estas incertidumbres, es posible considerar la muerte menos como un estado definitivo que como una enfermedad que no se puede curar.
Para Alain Sotto y Varinia Oberto, psicólogos e investigadores, la vida es un azar. Según su opinión «la probabilidad de su existencia, al igual que lo fue su aparición, es infinitesimal. Los fenómenos del mundo físico están regidos por el segundo principio de la termodinámica. Pasado un tiempo de desgaste más o menos largo, todo el universo tiende hacia la muerte. El caos es el estado natural de la materia. Todo tiende a dejarse llevar por el desorden. Abandonada a sí misma, la materia se desintegra hasta el estado de equilibrio, la condición natural, es decir, la distribución totalmente azarosa del caos. La vida de un organismo vivo, formada de materia altamente organizada, es un acontecimiento sin razón de ser ocurrido gracias a unos encuentros fortuitos. Para luchar contra el proceso de desintegración, saca sus fuentes de energía y su información de microestructuras de orden, formadas a su vez por encuentros estadísticamente poco probables dentro de ese desorden general. La muerte no es la ausencia de vida, es la vida la que es ausencia de muerte...».
Evidentemente, la biología no contempla, hoy por hoy, el que los organismos vivos estén organizados por un sistema paralelo de tipo bioenergético que es, en realidad, responsable del orden establecido en la interrelación celular. No es que la vida sea un azar, por mucho que su aparición sea un acontecimiento poco probable. El hecho de que exista en tal variedad de formas sugiere la idea de que existe un plan perfectamente elaborado que, bajo el nombre de biodiversidad, permite la interrelación constante de todos los seres vivos para su supervivencia y su reproducción. De la misma manera que una célula separada del organismo al que pertenece tarda poco tiempo en morir, así un organismo aislado tampoco consigue sobrevivir. Esto nos da una idea de la estrecha relación existente entre todos los seres vivos.
El caos, bajo este punto de vista, no sería el estado natural de la materia, sino el caldo de cultivo o materia prima que, organizada por sistemas más sutiles que el material, como el etérico y el mental, darían lugar a un fenómeno extraordinario como es el de la vida. La hipótesis, cada día más empírica, de la existencia de un tipo de vida más allá de la muerte física, nos acerca a la idea de una organización superior a la meramente biológica que daría sentido a ésta.
De cualquier manera, sigue latente la interrogante acerca de las causas por las que la muerte es la consecuencia final de un organismo vivo. Sin entrar, de momento, en razones de orden superior, hay dos escuelas de biólogos que se encuentran enfrentadas sobre la causa de esta condena a muerte. Según la primera, la célula, desde su nacimiento, lleva impresa la muerte entre los cien mil genes de su núcleo. La muerte está predeterminada como resultado de una «desprogramación programada».
Para la ciencia médica, el fallecimiento se produce cuando se dan, al menos, tres circunstancias: falta de pulso, falta de respiración y electroencefalograma plano, aunque esta última sólo se puede comprobar si el paciente se encuentra en un hospital. Sin embargo, a pesar de reunirse estas circunstancias ¿ha desaparecido la vida de ese organismo? Son incontables los casos de personas dadas por muertas que posteriormente han «resucitado», muchas de ellas al cortarle la piel durante la autopsia.
La prueba más antigua que permitía establecer la muerte, era la aplicación de la llama de una vela sobre el cuerpo. La ausencia de ampollas revelaba la ausencia de circulación sanguínea. Existen otras técnicas médicas más modernas que podrían evitar trágicos errores, pero desgraciadamente no son muy utilizadas. En Inglaterra, por ejemplo, mueren cada año más de seiscientas mil personas a las que no se les ha sometido a ninguna prueba. Cabría preguntarse, entonces, cuantos miles de personas son enterradas prematuramente en el mundo entero. Recientemente, hemos podido escuchar a través de los medios de comunicación, la patética historia de un niño ruandés que iba a ser enterrado vivo junto a otros cientos de cadáveres de ruandeses.
La complejidad del problema reside en las dificultades para definir la frontera que separa la vida de la muerte, al no ser ésta un punto fijo, sino un proceso que se prolonga a lo largo del tiempo y que nadie está en condiciones de juzgar. La vida no abandona bruscamente el cuerpo, sino que éste es invadido por la muerte que se va extendiendo poco a poco por cada una de las células.
No obstante, cuando el trazado del electroencefalograma es plano, es decir, una línea recta, después de haber intentado durante algún tiempo reactivar el cerebro, entonces se puede decir que la vida ha abierto la puerta a la muerte. La destrucción del cerebro trae consigo el final biológico, el desmoronamiento de todos los órganos vitales y aunque hay células, como las de la sangre, que pueden durar cuarenta y ocho horas en los vasos sanguíneos, la mayoría de ellas suelen morir en las horas subsiguientes al fallecimiento. Los espermatozoides son los que más tiempo conservan su vitalidad, llegando incluso a mantener su movilidad durante varios días.
¿Dónde acaba la vida?, ¿dónde empieza la muerte?, ¿mantener los órganos vivos artificialmente significa que un individuo está con vida?, ¿la desaparición de la personalidad, de la individualidad, se produce con la desaparición de la última célula? La descomposición del cadáver debería ser la señal evidente del fin de un organismo. Sin embargo, algunos casos de incorrupción y de conservación espontánea de algunos restos humanos mantienen intrigados a biólogos y especialistas en tanatología. El caso de Roseline de Villeneuve, fallecida en Enero del año 1329, es un caso ciertamente sorprendente. Durante los tres días de exposición del cadáver, los miembros permanecían flexibles y los ojos conservaban un gran brillo. Cinco años más tarde los médicos comprobaron que el cuerpo seguía intacto, flexible, encarnado y pesado. En 1614 y en 1644 las observaciones fueron las siguientes: «ningún síntoma de corrupción, conservación del cuerpo, ojos vivos».
El 2 de Junio de 1935, seiscientos años después de su muerte, se constató que: «el cuerpo está incorrupto, miembros flexibles». El 3 de Septiembre de 1951 el doctor Hubert Larcher hace las siguientes comprobaciones: «manchas de moho, sobre todo en el borde cubital de su mano derecha. Los ojos están en vías de destrucción, el ojo derecho aún resulta identificable».
Frente a estas incertidumbres, es posible considerar la muerte menos como un estado definitivo que como una enfermedad que no se puede curar.
Para Alain Sotto y Varinia Oberto, psicólogos e investigadores, la vida es un azar. Según su opinión «la probabilidad de su existencia, al igual que lo fue su aparición, es infinitesimal. Los fenómenos del mundo físico están regidos por el segundo principio de la termodinámica. Pasado un tiempo de desgaste más o menos largo, todo el universo tiende hacia la muerte. El caos es el estado natural de la materia. Todo tiende a dejarse llevar por el desorden. Abandonada a sí misma, la materia se desintegra hasta el estado de equilibrio, la condición natural, es decir, la distribución totalmente azarosa del caos. La vida de un organismo vivo, formada de materia altamente organizada, es un acontecimiento sin razón de ser ocurrido gracias a unos encuentros fortuitos. Para luchar contra el proceso de desintegración, saca sus fuentes de energía y su información de microestructuras de orden, formadas a su vez por encuentros estadísticamente poco probables dentro de ese desorden general. La muerte no es la ausencia de vida, es la vida la que es ausencia de muerte...».
Evidentemente, la biología no contempla, hoy por hoy, el que los organismos vivos estén organizados por un sistema paralelo de tipo bioenergético que es, en realidad, responsable del orden establecido en la interrelación celular. No es que la vida sea un azar, por mucho que su aparición sea un acontecimiento poco probable. El hecho de que exista en tal variedad de formas sugiere la idea de que existe un plan perfectamente elaborado que, bajo el nombre de biodiversidad, permite la interrelación constante de todos los seres vivos para su supervivencia y su reproducción. De la misma manera que una célula separada del organismo al que pertenece tarda poco tiempo en morir, así un organismo aislado tampoco consigue sobrevivir. Esto nos da una idea de la estrecha relación existente entre todos los seres vivos.
El caos, bajo este punto de vista, no sería el estado natural de la materia, sino el caldo de cultivo o materia prima que, organizada por sistemas más sutiles que el material, como el etérico y el mental, darían lugar a un fenómeno extraordinario como es el de la vida. La hipótesis, cada día más empírica, de la existencia de un tipo de vida más allá de la muerte física, nos acerca a la idea de una organización superior a la meramente biológica que daría sentido a ésta.
De cualquier manera, sigue latente la interrogante acerca de las causas por las que la muerte es la consecuencia final de un organismo vivo. Sin entrar, de momento, en razones de orden superior, hay dos escuelas de biólogos que se encuentran enfrentadas sobre la causa de esta condena a muerte. Según la primera, la célula, desde su nacimiento, lleva impresa la muerte entre los cien mil genes de su núcleo. La muerte está predeterminada como resultado de una «desprogramación programada».
Para la segunda escuela, el envejecimiento y la muerte se producen por una mutación debida a los mecanismos complejos del ADN. Existe entre el ADN y las moléculas-vida ARN una permanente circulación (en ambos sentidos) de las transcripciones del código genético. Estas informaciones están pues constantemente codificadas, decodificadas y recodificadas. El azar quántico trae consigo la acumulación de errores accidentales de traducción, provocando unas mutaciones en los procesos de reproducción. Según opina el biólogo, Edgar Morin en su libro «El Hombre y la Muerte», «Cada célula, por tanto cada organismo constituido por células, está tarde o temprano condenado a muerte por la acumulación de errores en el programa de las moléculas maestras. Según esa concepción, la muerte celular estaría constituida únicamente por una serie de accidentes microfísicos que intervienen al azar».
Como vemos, la biología no incorpora aspectos relacionados con un orden de inteligencia superior. Sin embargo, la vida y la muerte forman una simbiosis que constantemente está mostrando que la una es causa de la otra y viceversa. El azar, como elemento determinante de las mutaciones genéticas, no tiene sentido si incorporamos el hecho de que nada en el universo es azaroso, sino que todo se comporta de acuerdo a unas leyes donde la probabilidad no es sino la palabra con que se designa a aquellos acontecimientos cuya causa se desconoce. Bajo un punto de vista holográfico tendríamos que aceptar que cualquier alteración en el estado de equilibrio universal tiende a ser equilibrado por una alteración de signo contrario. Por tanto, las mutaciones genéricas producidas en el núcleo de una célula deben corresponder a esa búsqueda de equilibrio de las fuerzas universales. Realmente, la vida es una adaptación constante al medio ambiente, por lo que las mutaciones genéticas corresponderían, en este caso, a una adaptación a las circunstancias o presiones externas, las cuales no son otra cosa que la manifestación de leyes cuya identificación queda muy lejos de las investigaciones biológicas, entrando más de lleno en el campo de la filosofía.
Por otra parte, si entendemos que la vida humana tiene como objetivo prioritario el aprendizaje y la adquisición de experiencias como parte fundamental en la búsqueda de la perfección, llegaríamos a la conclusión de que el envejecimiento y la muerte no son sino la consecuencia lógica de un proceso espacio-temporal, prefijado antes incluso de la concepción, que nos haría cuestionamos si la vida, además de su función biológica, representa una oportunidad para que el espíritu vaya encontrando el camino de vuelta hacia su Creador.
Las células del cuerpo mueren en el organismo para que éste siga viviendo. El hombre pierde a diario más de quinientos mil millones de células, las cuales son inmediatamente sustituidas por otras nuevas. Este ciclo destrucción/nacimiento es más o menos rápido según las diversas partes del organismo implicadas. Los glóbulos rojos, por ejemplo, se desgastan rápidamente y sólo viven dos meses. Cada día desaparecen cerca de trescientos cincuenta mil millones de ellos. Podríamos decir que el organismo se regenera completamente cada cierto tiempo (alrededor de los siete años), excepto las células del tejido nervioso o neuronas que tienen procesos distintos al resto, lo que nos lleva a la conclusión de que durante una vida de setenta años, un organismo humano ha muerto y renacido alrededor de diez veces.
El biólogo francés M. Marois, en su libro «Pasado y Futuro de la Vida. Ciencia y Responsabilidad», se maravilla de que la vida se muestre tan generosa en su tumultuoso brotar. «Una emisión seminal de un hombre contiene trescientos millones de espermatozoides, es decir, la cifra de la población de Europa occidental. Veinte emisiones equivalen a la población de toda la Tierra. Los ovarios de una niña, cuando nace, contienen setecientos mil óvulos, de los cuales sólo cuatrocientos serán expulsados, a razón de uno cada veintiocho días, durante los treinta años de la vida fértil de una mujer ¡Todos esos miles de millones de espermatozoides y esos cientos de miles de óvulos, para que luego una pareja pueda tener uno, dos o tres hijos!».
Si la existencia de los organismos vivos no tuviera fin, la naturaleza se enfrentaría con su propia prodigalidad. En menos de dos días, la Tierra se vería inundada por una espesa capa de bacterias. Las moscas cubrirían el globo en menos de un año. Las ratas establecerían su reino en ocho años, los cerdos en cinco o seis y las gallinas en quince.
Afortunadamente existe un freno a esa galopante demografía: la muerte accidental. El 99,9% de los huevos o de las larvas de caballa mueren durante los setenta primeros días de vida; el 77% de las liebres no sobreviven a la primavera que las vio nacer; cerca del 60% de los huevos de las aves no se convierten en adultos. Además, cierto número de especies regularizan por sí mismas su crecimiento. Así, los pequeños roedores escandinavos, los lemmings, se arrojan al agua por cientos de miles y los ratones dejan de procrear cuando les amenaza la superpoblación.
Aplicados estos términos al ser humano, se podría decir que «su muerte es la condición indispensable de la supervivencia de la especie, de la continuación de la aventura humana sobre la Tierra», tal como indica el doctor Marois. De hecho, es como si hubiera una subordinación de la célula al individuo, del individuo a la especie y de la especie al impenetrable sentido de la vida.
La vida se alimenta de la vida y, por tanto, de la muerte. La planta obtiene sus medios de subsistencia del aire, del agua y del sol, y su crecimiento está subordinado a la presencia de antiguas materias orgánicas descompuestas. El hervíboro destruye la sustancia vegetal antes de ser devorado por el carnívoro... Todos los átomos y las moléculas que forman un ser vivo han estado implicadas en otros organismos y volverán a encontrarse en el futuro, aprisionados en la materia viva.
Las recientes investigaciones llevadas a cabo por científicos de diversas partes del mundo sobre los campos bioenergéticos que acompañan a los organismos vivos, han puesto de manifiesto la íntima relación que existe entre la vida y la presencia de este tipo de energía. Ya las tradiciones orientales nos hablaban del cuerpo astral como responsable de la vida física, hecho éste que de alguna forma se ve confirmado por estas investigaciones. Sin embargo, sólo en los últimos años se han puesto en marcha algunas terapias que actúan sobre la energía vital, si bien los médicos, que a pesar de la evidencia no admiten en su totalidad el fenómeno, sólo las aplican en casos muy aislados como, por ejemplo, en el tratamiento de fracturas por aplicación de corrientes electromagnéticas o en el diagnóstico precoz de enfermedades a través de medios sofisticados como la Resonancia Magnética Nuclear o los scanners. La medicina homeopática, así como la aplicación de cristales o las esencias florales, no son tenidas en cuenta por la medicina oficial a pesar de los excelentes resultados que están ofreciendo. Consideran estos médicos que la aplicación de productos químicos que actúen sobre la célula es más eficaz que actuar sobre el cuerpo energético, a pesar de que algunos médicos menos «encorsetados» están ya demostrando que actuando sobre este cuerpo evita la aparición de la enfermedad en el plano físico además de no producir las secuelas y los efectos secundarios que conlleva la alopatía.
Algunas personas con capacidades sensitivas, han podido apreciar cómo en el momento del fallecimiento se producía el desprendimiento o la desconexión del cuerpo astral o etérico del cuerpo físico. Llegados a este punto, podríamos decir que la muerte física se produce cuando esta desconexión se ha completado.
Si aceptamos la propuesta de la escuela biológica que indica que la muerte está prefijada en el ADN desde el momento de la concepción, tendríamos que aceptar que el cuerpo etérico es «consciente» a su vez de esta programación, puesto que su desconexión acarrea el caos celular. Esta consciencia pertenece a la mente como reguladora de todos los procesos biológicos, tal como parecen indicar los estudios más recientes sobre medicina psicosomática. Así pues, tanto el cuerpo físico como el etérico y la mente forman un conjunto indisoluble de diferentes niveles vibratorios. El doctor Richard Gerber, neuroanatomista norteamericano, propone una definición que se nos antoja muy adecuada para entender esta relación. Según este doctor el ser humano es «un conjunto multidimensional de cuerpos en interacción constante», lo que viene a significar que cualquier alteración en uno de ellos lleva aparejada una similar en los demás cuerpos. El estrés, causante de una gran cantidad de reacciones físicas, es un ejemplo evidente de lo anterior.
Quizás, sólo el que traspasa el umbral de la vida sumergiéndose en el mundo de la muerte sea capaz, hoy por hoy, de saber el momento exacto en que se produce tal paso. Sin embargo, el ser humano que busca la razón de su existencia, debe profundizar en las causas para hacerlas presentes en su cotidianidad, única manera de que la muerte y la vida sean percibidas como una sola cosa con diferentes formas de manifestación. La ciencia y la filosofía deberán encontrar el camino convergente que les lleve al descubrimiento de las causas, no sólo de los efectos. El día en que los biólogos empiecen a aceptar que las leyes de la Naturaleza son más amplias que las que tradicionalmente han venido aceptando desde los postulados mecanicistas, quizás dejen de sorprenderse con cada descubrimiento que realicen sobre la realidad del ser humano, su manifestación biológica y energética, su pervivencia como entidad más allá de la vida física y, en definitiva, como parte de un holograma inmenso del que sólo ahora se empieza a ser consciente.
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Bibliografía:
Edgar Morin. «El hombre y la Muerte». Editions du Seuil. París 1970
M. Marois. «Pasado y futuro de la vida. Ciencia y Responsabilidad». Cahiers de I'institut de la vie. Junio 1964 Alain Sotto y Varinia Oberto. «Más Allá de la Muerte». Edaf 1980
Como vemos, la biología no incorpora aspectos relacionados con un orden de inteligencia superior. Sin embargo, la vida y la muerte forman una simbiosis que constantemente está mostrando que la una es causa de la otra y viceversa. El azar, como elemento determinante de las mutaciones genéticas, no tiene sentido si incorporamos el hecho de que nada en el universo es azaroso, sino que todo se comporta de acuerdo a unas leyes donde la probabilidad no es sino la palabra con que se designa a aquellos acontecimientos cuya causa se desconoce. Bajo un punto de vista holográfico tendríamos que aceptar que cualquier alteración en el estado de equilibrio universal tiende a ser equilibrado por una alteración de signo contrario. Por tanto, las mutaciones genéricas producidas en el núcleo de una célula deben corresponder a esa búsqueda de equilibrio de las fuerzas universales. Realmente, la vida es una adaptación constante al medio ambiente, por lo que las mutaciones genéticas corresponderían, en este caso, a una adaptación a las circunstancias o presiones externas, las cuales no son otra cosa que la manifestación de leyes cuya identificación queda muy lejos de las investigaciones biológicas, entrando más de lleno en el campo de la filosofía.
Por otra parte, si entendemos que la vida humana tiene como objetivo prioritario el aprendizaje y la adquisición de experiencias como parte fundamental en la búsqueda de la perfección, llegaríamos a la conclusión de que el envejecimiento y la muerte no son sino la consecuencia lógica de un proceso espacio-temporal, prefijado antes incluso de la concepción, que nos haría cuestionamos si la vida, además de su función biológica, representa una oportunidad para que el espíritu vaya encontrando el camino de vuelta hacia su Creador.
Las células del cuerpo mueren en el organismo para que éste siga viviendo. El hombre pierde a diario más de quinientos mil millones de células, las cuales son inmediatamente sustituidas por otras nuevas. Este ciclo destrucción/nacimiento es más o menos rápido según las diversas partes del organismo implicadas. Los glóbulos rojos, por ejemplo, se desgastan rápidamente y sólo viven dos meses. Cada día desaparecen cerca de trescientos cincuenta mil millones de ellos. Podríamos decir que el organismo se regenera completamente cada cierto tiempo (alrededor de los siete años), excepto las células del tejido nervioso o neuronas que tienen procesos distintos al resto, lo que nos lleva a la conclusión de que durante una vida de setenta años, un organismo humano ha muerto y renacido alrededor de diez veces.
El biólogo francés M. Marois, en su libro «Pasado y Futuro de la Vida. Ciencia y Responsabilidad», se maravilla de que la vida se muestre tan generosa en su tumultuoso brotar. «Una emisión seminal de un hombre contiene trescientos millones de espermatozoides, es decir, la cifra de la población de Europa occidental. Veinte emisiones equivalen a la población de toda la Tierra. Los ovarios de una niña, cuando nace, contienen setecientos mil óvulos, de los cuales sólo cuatrocientos serán expulsados, a razón de uno cada veintiocho días, durante los treinta años de la vida fértil de una mujer ¡Todos esos miles de millones de espermatozoides y esos cientos de miles de óvulos, para que luego una pareja pueda tener uno, dos o tres hijos!».
Si la existencia de los organismos vivos no tuviera fin, la naturaleza se enfrentaría con su propia prodigalidad. En menos de dos días, la Tierra se vería inundada por una espesa capa de bacterias. Las moscas cubrirían el globo en menos de un año. Las ratas establecerían su reino en ocho años, los cerdos en cinco o seis y las gallinas en quince.
Afortunadamente existe un freno a esa galopante demografía: la muerte accidental. El 99,9% de los huevos o de las larvas de caballa mueren durante los setenta primeros días de vida; el 77% de las liebres no sobreviven a la primavera que las vio nacer; cerca del 60% de los huevos de las aves no se convierten en adultos. Además, cierto número de especies regularizan por sí mismas su crecimiento. Así, los pequeños roedores escandinavos, los lemmings, se arrojan al agua por cientos de miles y los ratones dejan de procrear cuando les amenaza la superpoblación.
Aplicados estos términos al ser humano, se podría decir que «su muerte es la condición indispensable de la supervivencia de la especie, de la continuación de la aventura humana sobre la Tierra», tal como indica el doctor Marois. De hecho, es como si hubiera una subordinación de la célula al individuo, del individuo a la especie y de la especie al impenetrable sentido de la vida.
La vida se alimenta de la vida y, por tanto, de la muerte. La planta obtiene sus medios de subsistencia del aire, del agua y del sol, y su crecimiento está subordinado a la presencia de antiguas materias orgánicas descompuestas. El hervíboro destruye la sustancia vegetal antes de ser devorado por el carnívoro... Todos los átomos y las moléculas que forman un ser vivo han estado implicadas en otros organismos y volverán a encontrarse en el futuro, aprisionados en la materia viva.
Las recientes investigaciones llevadas a cabo por científicos de diversas partes del mundo sobre los campos bioenergéticos que acompañan a los organismos vivos, han puesto de manifiesto la íntima relación que existe entre la vida y la presencia de este tipo de energía. Ya las tradiciones orientales nos hablaban del cuerpo astral como responsable de la vida física, hecho éste que de alguna forma se ve confirmado por estas investigaciones. Sin embargo, sólo en los últimos años se han puesto en marcha algunas terapias que actúan sobre la energía vital, si bien los médicos, que a pesar de la evidencia no admiten en su totalidad el fenómeno, sólo las aplican en casos muy aislados como, por ejemplo, en el tratamiento de fracturas por aplicación de corrientes electromagnéticas o en el diagnóstico precoz de enfermedades a través de medios sofisticados como la Resonancia Magnética Nuclear o los scanners. La medicina homeopática, así como la aplicación de cristales o las esencias florales, no son tenidas en cuenta por la medicina oficial a pesar de los excelentes resultados que están ofreciendo. Consideran estos médicos que la aplicación de productos químicos que actúen sobre la célula es más eficaz que actuar sobre el cuerpo energético, a pesar de que algunos médicos menos «encorsetados» están ya demostrando que actuando sobre este cuerpo evita la aparición de la enfermedad en el plano físico además de no producir las secuelas y los efectos secundarios que conlleva la alopatía.
Algunas personas con capacidades sensitivas, han podido apreciar cómo en el momento del fallecimiento se producía el desprendimiento o la desconexión del cuerpo astral o etérico del cuerpo físico. Llegados a este punto, podríamos decir que la muerte física se produce cuando esta desconexión se ha completado.
Si aceptamos la propuesta de la escuela biológica que indica que la muerte está prefijada en el ADN desde el momento de la concepción, tendríamos que aceptar que el cuerpo etérico es «consciente» a su vez de esta programación, puesto que su desconexión acarrea el caos celular. Esta consciencia pertenece a la mente como reguladora de todos los procesos biológicos, tal como parecen indicar los estudios más recientes sobre medicina psicosomática. Así pues, tanto el cuerpo físico como el etérico y la mente forman un conjunto indisoluble de diferentes niveles vibratorios. El doctor Richard Gerber, neuroanatomista norteamericano, propone una definición que se nos antoja muy adecuada para entender esta relación. Según este doctor el ser humano es «un conjunto multidimensional de cuerpos en interacción constante», lo que viene a significar que cualquier alteración en uno de ellos lleva aparejada una similar en los demás cuerpos. El estrés, causante de una gran cantidad de reacciones físicas, es un ejemplo evidente de lo anterior.
Quizás, sólo el que traspasa el umbral de la vida sumergiéndose en el mundo de la muerte sea capaz, hoy por hoy, de saber el momento exacto en que se produce tal paso. Sin embargo, el ser humano que busca la razón de su existencia, debe profundizar en las causas para hacerlas presentes en su cotidianidad, única manera de que la muerte y la vida sean percibidas como una sola cosa con diferentes formas de manifestación. La ciencia y la filosofía deberán encontrar el camino convergente que les lleve al descubrimiento de las causas, no sólo de los efectos. El día en que los biólogos empiecen a aceptar que las leyes de la Naturaleza son más amplias que las que tradicionalmente han venido aceptando desde los postulados mecanicistas, quizás dejen de sorprenderse con cada descubrimiento que realicen sobre la realidad del ser humano, su manifestación biológica y energética, su pervivencia como entidad más allá de la vida física y, en definitiva, como parte de un holograma inmenso del que sólo ahora se empieza a ser consciente.
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Bibliografía:
Edgar Morin. «El hombre y la Muerte». Editions du Seuil. París 1970
M. Marois. «Pasado y futuro de la vida. Ciencia y Responsabilidad». Cahiers de I'institut de la vie. Junio 1964 Alain Sotto y Varinia Oberto. «Más Allá de la Muerte». Edaf 1980