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Todos, en mayor o menor medida, somos obedientes, disciplinados, corteses y serviciales cuando tenemos delante a alguien que, como buen pastor, nos indica el camino a seguir, sea con buenas palabras o con la punta del látigo. Y quizás los representantes más cualificados de esos buenos pastores sean tanto el estamento religioso como el militar. Ambos nos piden obediencia, sumisión, disciplina… en ocasiones, bajo la amenaza de perder la vida terrenal o la eterna.
Estamos acostumbrados desde pequeños a seguir pautas de conducta preestablecidas por la tradición, por unas leyes -promulgadas o no- que quizás tuvieran sentido en su día, en un determinado contexto social, pero que hoy carecen totalmente de sentido. Recuerdo un pequeño relato de Anthony de Mello titulado “El canto del pájaro” que decía así:
«Cuando, cada tarde, se sentaba el gurú para las prácticas del culto, siempre andaba por allí el gato del ashram distrayendo a los fieles. De manera que ordenó el gurú que ataran al gato durante el culto de la tarde.
Mucho después de haber muerto el gurú, seguían atando al gato durante el referido culto. Y cuando el gato murió, llevaron otro gato al ashram para poder atarlo durante el culto vespertino.
Siglos más tarde, los discípulos del gurú escribieron doctos tratados acerca del importante papel que desempeña el gato en la realización de un culto como es debido.»
También tengo noticia de algunas “decisiones castrenses” que realmente moverían a la hilaridad si no fuera porque los implicados suelen ser siempre personas que no tienen posibilidad de quejarse abiertamente. Tal es el caso de un cuartel ubicado en la provincia de León que cuenta, desde hace años, entre sus puestos de guardia, uno junto a un banco que se halla en uno de los paseos del acuartelamiento. La razón para su existencia es que un buen día se pintó el banco, por lo que la autoridad competente mandó colocar junto a él a un soldado que impidiera que alguien se sentara mientras la pintura estaba fresca. La costumbre, la tradición, el “vaya usted a saber” hizo que, a partir de ese momento, siempre hubiera un soldado montando guardia junto al banco. Lo que no me comentaron es si se sigue impidiendo a la gente que se siente en él…
También parece ser de uso corriente la costumbre de arrestar no sólo a soldados por faltas de disciplina, sino también a aquellas cosas que, dentro del cuartel, hayan causado algún perjuicio como, por ejemplo, bordillos de acera sobre los que hubiera tropezado un general, máquinas de tabaco que no devolviera el cambio, etc. No, no se crean que exagero o que estoy de broma. Pregunten a alguien que forme parte de ese mundo y verán lo que les cuentan… Y es que en determinadas instituciones no está permitido el opinar; se obedece y punto.
¿Por qué se ha llegado a este estado de cosas?, ¿por qué hemos hecho de la “abdicracia” un estilo de vida?, ¿dónde está nuestro libre albedrío, nuestro criterio?, ¿es el miedo el que nos impide ser libres o es que tenemos miedo a la libertad?
Una sociedad más evolucionada probablemente contará entre sus postulados el diálogo frente a la orden imperativa, la posibilidad de discrepar frente al “porque lo digo yo” al que estamos acostumbrados desde pequeños, incluso dentro de nuestra propia familia.
No se trata de una rebeldía infantil, se trata fundamentalmente de reconocer en nosotros la facultad de manifestarnos sin cortapisas -aunque en ello nos vaya mucho en juego-, de poder mirar a nuestros hijos sin miedo en los ojos, de poder mirarnos al espejo cada mañana sin avergonzarnos por haber dejado de ser borregos y habernos convertido en águilas.
La masa crítica -o número de personas implicadas en el cambio de paradigmas- está creciendo con la levadura que le ha proporcionado un movimiento imparable en forma de conspiración silenciosa formada por millones de personas que decidieron un buen día pensar por ellas mismas y no aceptar “porque sí” los dictados de quienes han tenido por costumbre pensar por los demás.
Estamos acostumbrados desde pequeños a seguir pautas de conducta preestablecidas por la tradición, por unas leyes -promulgadas o no- que quizás tuvieran sentido en su día, en un determinado contexto social, pero que hoy carecen totalmente de sentido. Recuerdo un pequeño relato de Anthony de Mello titulado “El canto del pájaro” que decía así:
«Cuando, cada tarde, se sentaba el gurú para las prácticas del culto, siempre andaba por allí el gato del ashram distrayendo a los fieles. De manera que ordenó el gurú que ataran al gato durante el culto de la tarde.
Mucho después de haber muerto el gurú, seguían atando al gato durante el referido culto. Y cuando el gato murió, llevaron otro gato al ashram para poder atarlo durante el culto vespertino.
Siglos más tarde, los discípulos del gurú escribieron doctos tratados acerca del importante papel que desempeña el gato en la realización de un culto como es debido.»
También tengo noticia de algunas “decisiones castrenses” que realmente moverían a la hilaridad si no fuera porque los implicados suelen ser siempre personas que no tienen posibilidad de quejarse abiertamente. Tal es el caso de un cuartel ubicado en la provincia de León que cuenta, desde hace años, entre sus puestos de guardia, uno junto a un banco que se halla en uno de los paseos del acuartelamiento. La razón para su existencia es que un buen día se pintó el banco, por lo que la autoridad competente mandó colocar junto a él a un soldado que impidiera que alguien se sentara mientras la pintura estaba fresca. La costumbre, la tradición, el “vaya usted a saber” hizo que, a partir de ese momento, siempre hubiera un soldado montando guardia junto al banco. Lo que no me comentaron es si se sigue impidiendo a la gente que se siente en él…
También parece ser de uso corriente la costumbre de arrestar no sólo a soldados por faltas de disciplina, sino también a aquellas cosas que, dentro del cuartel, hayan causado algún perjuicio como, por ejemplo, bordillos de acera sobre los que hubiera tropezado un general, máquinas de tabaco que no devolviera el cambio, etc. No, no se crean que exagero o que estoy de broma. Pregunten a alguien que forme parte de ese mundo y verán lo que les cuentan… Y es que en determinadas instituciones no está permitido el opinar; se obedece y punto.
¿Por qué se ha llegado a este estado de cosas?, ¿por qué hemos hecho de la “abdicracia” un estilo de vida?, ¿dónde está nuestro libre albedrío, nuestro criterio?, ¿es el miedo el que nos impide ser libres o es que tenemos miedo a la libertad?
Una sociedad más evolucionada probablemente contará entre sus postulados el diálogo frente a la orden imperativa, la posibilidad de discrepar frente al “porque lo digo yo” al que estamos acostumbrados desde pequeños, incluso dentro de nuestra propia familia.
No se trata de una rebeldía infantil, se trata fundamentalmente de reconocer en nosotros la facultad de manifestarnos sin cortapisas -aunque en ello nos vaya mucho en juego-, de poder mirar a nuestros hijos sin miedo en los ojos, de poder mirarnos al espejo cada mañana sin avergonzarnos por haber dejado de ser borregos y habernos convertido en águilas.
La masa crítica -o número de personas implicadas en el cambio de paradigmas- está creciendo con la levadura que le ha proporcionado un movimiento imparable en forma de conspiración silenciosa formada por millones de personas que decidieron un buen día pensar por ellas mismas y no aceptar “porque sí” los dictados de quienes han tenido por costumbre pensar por los demás.