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Néstor era un elefante muy simpático y trabajador, pero sentía que le faltaba algo en la vida. No se trataba de conseguir un yate, un coche último modelo o algo así… Cariño tenía de sobra, porque se sentía el rey de la casa, así que tampoco iba por ahí la cosa… Quería hacer algo que le apasionara, con lo que pudiera disfrutar y que al mismo tiempo fuera original. “¿Qué puedo hacer?”, se preguntaba mientras repasaba libros y revistas con la esperanza de toparse con alguna gran idea. Fue una tarde tranquila de verano cuando surgió la chispa. Es decir, cuando hizo acto de presencia una curiosa ocurrencia en su cerebro, mientras mataba el rato contemplando un cansino programa de deportes por televisión. Se sentía al borde del precipicio del aburrimiento más absoluto cuando vio en la pantalla una joven jirafa patinando… Hacía giros, brincaba, y la cámara seguía sus evoluciones entre los aplausos del público de la sabana africana, compuesto principalmente por otras jirafas, un rebaño de ñus y unas cuantas cebras. Era la primera vez que veía algo así… “¡Qué buena idea! ¡Quiero aprender a patinar!”, exclamó, mientras su abuela entreabría los ojos, saliendo del letargo caluroso de la siesta. La señora estaba bastante sorda, pero la voz del nieto fue lo suficientemente potente como para sobrepasar el umbral de su deteriorada sensibilidad auditiva. La mujer se había quedado dormida porque, entre otros motivos, sólo se sentía animada cuando emitían las películas de su admirado actor Paco Elefántez Soria, al que llamaba “el viejecito”, con las que se reía mucho. Las historias del típico elefante cateto de pueblo que sabe más de lo que parece y que tiene un gran corazón. Todos lo demás programas le parecían “líos de políticos”, según ella, y los deportes tampoco le gustaban.
Cuando el chico comentó a sus padres su ocurrencia, pensaron que estaba como una cabra (él pensó que estaba en realidad como una jirafa), que aquello era un disparate, que nunca se había visto a ningún elefante patinando por ahí y haciendo el idiota de esa manera. “¡Qué vergüenza, un elefante con patines!”, dijo la madre con gesto de desaprobación, intentando quitarle la idea de la cabeza. “¡Lo que faltaba, anda, anda, déjate de chorradas, ponte a estudiar qué es lo que tienes que hacer o búscate un trabajo!” … Pero Néstor era un elefante adolescente con mucha personalidad y contestó con velocidad felina (o debería decir elefantina...): “Yo ya lo tengo decidido, como diría Elefantón Mandela, yo soy el amo de mi destino y el capitán de mi alma, además no le hago daño a nadie”. Aprovechando la época de las rebajas en los centros comerciales, nuestro amiguito se fue a una gran tienda de artículos deportivos, situada en la esquina entre la octava avenida selvática y la ruta de los elefantes, y allí encontró los cuatro patines que necesitaba (todo el mundo sabe que un elefante necesita cuatro patines y no dos como los pringados humanos).
El mejor sitio para practicar su nueva afición era, sin lugar a dudas, el parque/sabana de María Luisa, en el que se podía correr sin molestar a nadie. Allí iba la gente a pasear o a practicar algún deporte convencional. Al principio la experiencia fue muy difícil. Qué mal rato pasó Néstor cuando se puso sus patines de ruedas por primera vez… “Puede que no haya sido una buena idea”, pensó. El primer día se pasó más tiempo en el suelo que patinando. No conseguía mantener el equilibrio y sus voluminosas patas se le abrían y daba con su barriga en tierra. Volvió a su casa cubierto de polvo y con su honor herido. Al final parecía que su madre tenía razón, que aquello no podía salir bien. Pero nuestro protagonista no era de rendirse a la primera. Nadie escala una gran montaña el primer día que se pone a ello o consigue una meta difícil sin trabajar antes. Esto lo comprendió el muchacho pronto e hizo acto de presencia en él un coraje desconocido, un instinto de superación que le impulsaba a seguir, aunque todo pareciera en contra. Su padre lo acompañaba al parque cuando podía para animarlo, porque sentía que su hijo tenía que desarrollar su propia personalidad y que esta actividad, aunque rara, lo fortalecía y despertaba sus valores, que no tenían por qué ser los convencionales o los de su familia.
Las tardes que podía practicar, Néstor se escapaba y se esforzaba por mejorar, aunque fuera muy lentamente. Demasiado lentamente... Empezó a resultar habitual verlo aparecer por el paisaje súbitamente y desaparecer entre los árboles, propulsado por sus patines. Ocurría en un abrir y cerrar de ojos y solía acabar con un estruendo de ramas rotas, cuando nuestro amigo se precipitaba descontrolado contra un árbol (pobre árbol) o contra el suelo. Ruido y polvo, golpe y rabia.
Las semanas y los meses pasaron y Néstor aprendió a patinar. Costó trabajo, pero mereció la pena. Incluso fue más allá de lo que había imaginado, dando grandes saltos y giros en el aire. Sus padres lo miraron boquiabiertos el día en el que los convocó en el parque para una demostración de sus avances. Fue un éxito total. Hasta su madre, tan reacia al principio, terminó aceptando que la afición de su hijo no estaba nada, pero que nada mal. Al chico no se le borraba la sonrisa de satisfacción del rostro. Se sentía sobre las nubes… Él mismo se autodenominaba “Néstor Magno”, copiando el nombre del famoso conquistador Alejandro Elefante Magno.
Todo el revuelo de elefante para arriba y elefante para abajo con sus patines, causó un gran impacto mediático en el parque. Muchos se asustaban cuando lo veían venir rodando por el paseo o cruzando el horizonte con su trompa levantada y entonando su característico bramido victorioso: “¡WRAAAAAGREIIIMMMBBOOOOOOOOO FOFFFGFFFFFFIIIGIHD!” “¡Qué numerito!”, decía Carmen, la paloma. “No gana una para sustos con estos locos de los patines a toda velocidad”. Alberto, el palomo le comentó: “El ayuntamiento empezó con los carriles bici y ahora ya tenemos los carriles elefantes… Nos van a llevar a todos al traumatólogo…”
El ejemplo de Néstor sirvió para remover las conciencias de otros animales que vivían su día a día sin hacer nada del otro mundo, comiendo hierba y poco más… Por ejemplo, las mariposas… Una de ellas llamada Ainhoa, la más grande y bella de todas, de color dorado, animó a sus amigas a hacer algo nuevo, por ejemplo, cantar. “¿Cantar?, ¿Qué se supone que canta una mariposa, una jota aragonesa?”, bromeó una amiga. La preciosa y ocurrente mariposa dorada contestó: “Yo había pensado que podíamos tararear juntas las Cuatro Estaciones de Vivaldi”. Después de muchos debates y deserciones, una docena de mariposas empezó a ensayar todos los días. Teníais que haberlas visto… Ainhoa era la directora del coro y las demás la respetaban y admiraban por su coraje y simpatía. Para ella todo era posible y se daba mucho arte para infundir aliento en las demás. Al principio, como es natural, no daban ni una. ¡Qué desastre! Si Vivaldi levantara la cabeza se tiraría de las orejas con desesperación… Los gatos escuchaban y se partían de la risa. Al mes de ensayos la Primavera de Vivaldi ya se parecía a la Primavera de Vivaldi… Poco a poco se convirtió en algo habitual entrar en el parque y escuchar esta melodía, que no se sabía muy bien de dónde venía… “TATATATATATATAAAAAÁ, TATATATATATÁ, TARARÁTARARÁTATÁAAAAA, TATÁ TARARÁTATATA, TARÁTARARÁTATATA, TATATA, TARÁTARARÁTATÁAAAA.” Aparte, de pronto aparecía de cualquier parte Néstor patinando, desapareciendo entre los árboles como había llegado para volver a aparecer un poco más lejos y volver a desaparecer…
Pero aquí no acabó la cosa. El cocodrilo Juan José estaba terriblemente aburrido en su estanque. Desde que vio a Néstor empezar a practicar, algo se iluminó en su cerebro reptiliano. “¿Qué puedo hacer yo?”, se preguntaba. Un buen día le comentó a su compadre Miguel que había decidido practicar atletismo… “¿Atletismo?, ¿Un cocodrilo de carreras?, ¿qué has bebido?”, le respondió el amigo, acostumbrado a su cansina forma de vivir. “Que sí, que quiero correr, además lo haré sobre las patas traseras, como los humanos”. El colega lo miró incrédulo y le dijo: “Lo que faltaba, mariposas cantando, un elefante haciendo el idiota patinando y un cocodrilo haciendo footing… ¡La repera!”
Juan José no se lo pensó más y se compró un equipo completo (y de marca) en unos grandes almacenes. Su cinta para el sudor, sus buenos botines, sus calzonas y una camiseta con un diseño inspirado en su cantante favorito: Michael Cocodrilackson. Como le pasó a Néstor, el aprendizaje del cocodrilo fue bastante penoso al principio… Tuvo que mantenerse en equilibrio sobre sus dos patas traseras, cosa bastante difícil para un cocodrilo originario del Nilo. Al menos su familia decía que provenía de Egipto, que a un antepasado suyo muy remoto se le ocurrió emigrar a España porque ya había demasiada densidad de población por la tierra de los faraones. Durante semanas no consiguió gran cosa, hasta que aprendió a colocarse correctamente y a repartir el peso de su cuerpo de manera que no se lastimara y ayudara en el desplazamiento. A los dos meses, nuestro amigo ya daba sus carreritas y casi sin darse cuenta ya conseguía darle tres vueltas al parque sin parar…
Hagamos recuento… Un elefante patinando, unas mariposas cantando música clásica y un cocodrilo haciendo footing… No está mal.
Después las hienas se organizaron para formar una banda de cornetas y tambores, os lo puedo asegurar… Luis, la hiena más risueña, soñaba con tocar el tambor con un redoble como el de su admirado Pepe Hiena Hidalgo, el mejor tambor de la Semana Santa de todos los tiempos… Había que ver a ese conjunto de hienas cómo empezaron y cómo acabaron unos meses más tarde. Aquello era una maravilla… La gente se paraba a escuchar sus emocionantes marchas, entre redobles de tambor y solos de corneta muy inspirados. Quién se iba a imaginar que esta panda de gandules iba a llegar tan lejos… Algunos no habían hecho otra cosa en su vida que incordiar, pero ahora se habían vuelto responsables y trabajadores. ¡Un milagro!
Tras las hienas, los patos se organizaron para crear un teatro… El Gran Teatro Patero. Se ubicaron cerca de su estanque y en poco tiempo consiguieron montar un escenario muy bonito, con ramas y palmas que decoraron con pinturas. Eligieron interpretar como primera obra “Don Juan Pato Tenorio”, una historia sobre un pato ligón y temerario del siglo XVII. A primera vista la cosa prometía poco, porque no se imagina uno a dos patos batiéndose con espadas, pero fue un éxito de público…
Un buen día, una familia humana paseaba por el parque y se quedó asombrada al ver todo lo que se organizaba por allí. No se podían imaginar que, al traspasar la vieja verja de hierro de la entrada, se iban a encontrar con un elefante patinando, un cocodrilo corriendo, mariposas interpretando “Aida” de Verdi, una banda de hienas tocando marchas de Semana Santa, patos interpretando obras de teatro (“La vida es un patosueño”), hormigas desfilando, pavos reales dando pases de modelos y mil cosas más. Víctor, el niño mayor, miró incrédulo a su hermanito Darío y los dos sonrieron. ¡Que locura! “Oye, Papá, ¿Tú crees que podría escribir una redacción para el cole con lo que hemos visto aquí hoy?”. El padre lo miró un poco ensimismado, ya que aún no terminaba de salir de su asombro. “Pues no sé qué decirte, hijo, creo que nadie te va a creer...”
Cuando el chico comentó a sus padres su ocurrencia, pensaron que estaba como una cabra (él pensó que estaba en realidad como una jirafa), que aquello era un disparate, que nunca se había visto a ningún elefante patinando por ahí y haciendo el idiota de esa manera. “¡Qué vergüenza, un elefante con patines!”, dijo la madre con gesto de desaprobación, intentando quitarle la idea de la cabeza. “¡Lo que faltaba, anda, anda, déjate de chorradas, ponte a estudiar qué es lo que tienes que hacer o búscate un trabajo!” … Pero Néstor era un elefante adolescente con mucha personalidad y contestó con velocidad felina (o debería decir elefantina...): “Yo ya lo tengo decidido, como diría Elefantón Mandela, yo soy el amo de mi destino y el capitán de mi alma, además no le hago daño a nadie”. Aprovechando la época de las rebajas en los centros comerciales, nuestro amiguito se fue a una gran tienda de artículos deportivos, situada en la esquina entre la octava avenida selvática y la ruta de los elefantes, y allí encontró los cuatro patines que necesitaba (todo el mundo sabe que un elefante necesita cuatro patines y no dos como los pringados humanos).
El mejor sitio para practicar su nueva afición era, sin lugar a dudas, el parque/sabana de María Luisa, en el que se podía correr sin molestar a nadie. Allí iba la gente a pasear o a practicar algún deporte convencional. Al principio la experiencia fue muy difícil. Qué mal rato pasó Néstor cuando se puso sus patines de ruedas por primera vez… “Puede que no haya sido una buena idea”, pensó. El primer día se pasó más tiempo en el suelo que patinando. No conseguía mantener el equilibrio y sus voluminosas patas se le abrían y daba con su barriga en tierra. Volvió a su casa cubierto de polvo y con su honor herido. Al final parecía que su madre tenía razón, que aquello no podía salir bien. Pero nuestro protagonista no era de rendirse a la primera. Nadie escala una gran montaña el primer día que se pone a ello o consigue una meta difícil sin trabajar antes. Esto lo comprendió el muchacho pronto e hizo acto de presencia en él un coraje desconocido, un instinto de superación que le impulsaba a seguir, aunque todo pareciera en contra. Su padre lo acompañaba al parque cuando podía para animarlo, porque sentía que su hijo tenía que desarrollar su propia personalidad y que esta actividad, aunque rara, lo fortalecía y despertaba sus valores, que no tenían por qué ser los convencionales o los de su familia.
Las tardes que podía practicar, Néstor se escapaba y se esforzaba por mejorar, aunque fuera muy lentamente. Demasiado lentamente... Empezó a resultar habitual verlo aparecer por el paisaje súbitamente y desaparecer entre los árboles, propulsado por sus patines. Ocurría en un abrir y cerrar de ojos y solía acabar con un estruendo de ramas rotas, cuando nuestro amigo se precipitaba descontrolado contra un árbol (pobre árbol) o contra el suelo. Ruido y polvo, golpe y rabia.
Las semanas y los meses pasaron y Néstor aprendió a patinar. Costó trabajo, pero mereció la pena. Incluso fue más allá de lo que había imaginado, dando grandes saltos y giros en el aire. Sus padres lo miraron boquiabiertos el día en el que los convocó en el parque para una demostración de sus avances. Fue un éxito total. Hasta su madre, tan reacia al principio, terminó aceptando que la afición de su hijo no estaba nada, pero que nada mal. Al chico no se le borraba la sonrisa de satisfacción del rostro. Se sentía sobre las nubes… Él mismo se autodenominaba “Néstor Magno”, copiando el nombre del famoso conquistador Alejandro Elefante Magno.
Todo el revuelo de elefante para arriba y elefante para abajo con sus patines, causó un gran impacto mediático en el parque. Muchos se asustaban cuando lo veían venir rodando por el paseo o cruzando el horizonte con su trompa levantada y entonando su característico bramido victorioso: “¡WRAAAAAGREIIIMMMBBOOOOOOOOO FOFFFGFFFFFFIIIGIHD!” “¡Qué numerito!”, decía Carmen, la paloma. “No gana una para sustos con estos locos de los patines a toda velocidad”. Alberto, el palomo le comentó: “El ayuntamiento empezó con los carriles bici y ahora ya tenemos los carriles elefantes… Nos van a llevar a todos al traumatólogo…”
El ejemplo de Néstor sirvió para remover las conciencias de otros animales que vivían su día a día sin hacer nada del otro mundo, comiendo hierba y poco más… Por ejemplo, las mariposas… Una de ellas llamada Ainhoa, la más grande y bella de todas, de color dorado, animó a sus amigas a hacer algo nuevo, por ejemplo, cantar. “¿Cantar?, ¿Qué se supone que canta una mariposa, una jota aragonesa?”, bromeó una amiga. La preciosa y ocurrente mariposa dorada contestó: “Yo había pensado que podíamos tararear juntas las Cuatro Estaciones de Vivaldi”. Después de muchos debates y deserciones, una docena de mariposas empezó a ensayar todos los días. Teníais que haberlas visto… Ainhoa era la directora del coro y las demás la respetaban y admiraban por su coraje y simpatía. Para ella todo era posible y se daba mucho arte para infundir aliento en las demás. Al principio, como es natural, no daban ni una. ¡Qué desastre! Si Vivaldi levantara la cabeza se tiraría de las orejas con desesperación… Los gatos escuchaban y se partían de la risa. Al mes de ensayos la Primavera de Vivaldi ya se parecía a la Primavera de Vivaldi… Poco a poco se convirtió en algo habitual entrar en el parque y escuchar esta melodía, que no se sabía muy bien de dónde venía… “TATATATATATATAAAAAÁ, TATATATATATÁ, TARARÁTARARÁTATÁAAAAA, TATÁ TARARÁTATATA, TARÁTARARÁTATATA, TATATA, TARÁTARARÁTATÁAAAA.” Aparte, de pronto aparecía de cualquier parte Néstor patinando, desapareciendo entre los árboles como había llegado para volver a aparecer un poco más lejos y volver a desaparecer…
Pero aquí no acabó la cosa. El cocodrilo Juan José estaba terriblemente aburrido en su estanque. Desde que vio a Néstor empezar a practicar, algo se iluminó en su cerebro reptiliano. “¿Qué puedo hacer yo?”, se preguntaba. Un buen día le comentó a su compadre Miguel que había decidido practicar atletismo… “¿Atletismo?, ¿Un cocodrilo de carreras?, ¿qué has bebido?”, le respondió el amigo, acostumbrado a su cansina forma de vivir. “Que sí, que quiero correr, además lo haré sobre las patas traseras, como los humanos”. El colega lo miró incrédulo y le dijo: “Lo que faltaba, mariposas cantando, un elefante haciendo el idiota patinando y un cocodrilo haciendo footing… ¡La repera!”
Juan José no se lo pensó más y se compró un equipo completo (y de marca) en unos grandes almacenes. Su cinta para el sudor, sus buenos botines, sus calzonas y una camiseta con un diseño inspirado en su cantante favorito: Michael Cocodrilackson. Como le pasó a Néstor, el aprendizaje del cocodrilo fue bastante penoso al principio… Tuvo que mantenerse en equilibrio sobre sus dos patas traseras, cosa bastante difícil para un cocodrilo originario del Nilo. Al menos su familia decía que provenía de Egipto, que a un antepasado suyo muy remoto se le ocurrió emigrar a España porque ya había demasiada densidad de población por la tierra de los faraones. Durante semanas no consiguió gran cosa, hasta que aprendió a colocarse correctamente y a repartir el peso de su cuerpo de manera que no se lastimara y ayudara en el desplazamiento. A los dos meses, nuestro amigo ya daba sus carreritas y casi sin darse cuenta ya conseguía darle tres vueltas al parque sin parar…
Hagamos recuento… Un elefante patinando, unas mariposas cantando música clásica y un cocodrilo haciendo footing… No está mal.
Después las hienas se organizaron para formar una banda de cornetas y tambores, os lo puedo asegurar… Luis, la hiena más risueña, soñaba con tocar el tambor con un redoble como el de su admirado Pepe Hiena Hidalgo, el mejor tambor de la Semana Santa de todos los tiempos… Había que ver a ese conjunto de hienas cómo empezaron y cómo acabaron unos meses más tarde. Aquello era una maravilla… La gente se paraba a escuchar sus emocionantes marchas, entre redobles de tambor y solos de corneta muy inspirados. Quién se iba a imaginar que esta panda de gandules iba a llegar tan lejos… Algunos no habían hecho otra cosa en su vida que incordiar, pero ahora se habían vuelto responsables y trabajadores. ¡Un milagro!
Tras las hienas, los patos se organizaron para crear un teatro… El Gran Teatro Patero. Se ubicaron cerca de su estanque y en poco tiempo consiguieron montar un escenario muy bonito, con ramas y palmas que decoraron con pinturas. Eligieron interpretar como primera obra “Don Juan Pato Tenorio”, una historia sobre un pato ligón y temerario del siglo XVII. A primera vista la cosa prometía poco, porque no se imagina uno a dos patos batiéndose con espadas, pero fue un éxito de público…
Un buen día, una familia humana paseaba por el parque y se quedó asombrada al ver todo lo que se organizaba por allí. No se podían imaginar que, al traspasar la vieja verja de hierro de la entrada, se iban a encontrar con un elefante patinando, un cocodrilo corriendo, mariposas interpretando “Aida” de Verdi, una banda de hienas tocando marchas de Semana Santa, patos interpretando obras de teatro (“La vida es un patosueño”), hormigas desfilando, pavos reales dando pases de modelos y mil cosas más. Víctor, el niño mayor, miró incrédulo a su hermanito Darío y los dos sonrieron. ¡Que locura! “Oye, Papá, ¿Tú crees que podría escribir una redacción para el cole con lo que hemos visto aquí hoy?”. El padre lo miró un poco ensimismado, ya que aún no terminaba de salir de su asombro. “Pues no sé qué decirte, hijo, creo que nadie te va a creer...”