Dios viaja en un tren de Cercanías



Luis Arribas Mercado

06/10/2019

Si nos preocupamos de estar atentos a las señales que van surgiendo a cada momento a nuestro alrededor, nos daremos cuenta que son puntos de referencia que nos pueden ayudar a entender mejor el papel que jugamos en este entramado que llamamos VIDA.



Photo by Charles Forerunner on Unsplash
Hace unos días, durante una cena familiar, mi hijo mayor me comentó una anécdota que había presenciado en el tren de cercanías que le llevaba de vuelta a su casa. Al parecer, frente a su asiento se acomodó un joven de unos treinta años, con aspecto de ejecutivo, que llevaba un maletín colocado sobre sus piernas. Al poco de arrancar el tren, el joven abrió su maletín y mi hijo pudo comprobar que se trataba de un ordenador portátil. El joven se puso a escribir en él ajeno por completo a todo cuanto sucedía a su alrededor y, curiosamente, una de las cosas que sucedía a su alrededor era que en la otra fila de asientos, una señora abría también un maletín que llevaba sobre las piernas y sacando de él una hoja grande de papel y unos lápices de colores, se dispuso a dibujar la puesta de sol que estaba contemplando desde la ventanilla del vagón. La fila donde estaba situado el joven era la izquierda según la dirección del tren, por consiguiente la señora estaba situada en la fila de la derecha. ¿Curioso, no? En un momento determinado, ambos dieron por concluido su trabajo y al mismo tiempo cerraron sus respectivos maletines.
 
Cuando terminó de narrarme la anécdota, no pude por menos que establecer una analogía entre el comportamiento de esos dos seres humanos y la manifestación de nuestra mente. Me imaginaba el vagón de tren como un cerebro en el que se están produciendo simultáneamente cientos de procesos mentales, unos más inconscientes que otros; incluso siempre hay alguien que va durmiendo, como ocurre con algunas de nuestras áreas cerebrales. La lógica, simbolizada por el joven ejecutivo, enclavada en el hemisferio izquierdo; la creatividad y la imaginación situada en el derecho y simbolizada por la señora dibujante; el área de observación independiente y desapasionada simbolizada por mi hijo... Un poco más adelante de donde estaba sucediendo esa escena, una pareja se hacían arrumacos, una señora mayor leía un libro, una estudiante repasaba sus lecciones y hasta el área del inconsciente, simbolizada por el revisor, se hizo presente como queriendo comprobar que todo funcionaba correctamente... Era como si Dios, haciendo un alarde de sincretismo, hubiera querido patentizarse en aquel vagón de tren.
 
La verdad es que la rutina nos vuelve ciegos. El tran-tran de cada día va difuminando, hasta hacerlos irreconocibles, los paisajes que la vida nos ofrece como un regalo. La rutina diaria hace que no nos parezcan merecedoras de atención cosas tan importantes como respirar libremente, a pleno pulmón, aire sin contaminar o beber agua que no esté embotellada, y hasta tenemos integrado en nuestro paisaje sonoro el sonido de las sirenas de ambulancia, como si el dolor ajeno fuera algo que no nos incumbiera. Estamos tan acostumbrados a que no nos duela nada, que sólo el día en que algo nos molesta o en que caemos enfermos, es cuando nos damos cuenta lo importante que es la salud o, lo que es lo mismo, el equilibrio. Diariamente nos cruzamos con cientos de personas que no son para nosotros más que vagas sombras o incluso obstáculos que impiden nuestro caminar. Nos creemos que somos algo ajeno a ellas, cuando, en realidad, somos células del mismo tejido.
 
Una de las cosas buenas que tiene el haber saludado de lejos a la Dama Blanca de la Muerte, según dicen quienes lo han hecho, es que se empieza a percibir la vida con otras tonalidades más brillantes. El mundo pasa a ser cualquier cosa menos difuso; el día a día deja de ser rutina para convertirse en oportunidad y el ego deja de ser algo significativo para convertirse en moneda fuera de la circulación, con la que ya no se puede comprar nada; el agua adquiere su verdadera dimensión vital, mientras el vino nos conecta, desde el primer sorbo, con la esencia madre de la Naturaleza. Y hasta  hacer el amor se convierte en el deseo de devolver un poco de la felicidad recibida durante tantos años.
 
Y es que somos afortunados de ser Dios y poder manifestarlo, seamos o no conscientes de ello. La vida y la muerte, como el amor y el odio, el agua y el vino, el ordenador y la puesta de sol o Dios y el ser humano, forman parte de una misma esencia de la que desgraciadamente no siempre somos conscientes. Nos pasamos la vida tratando de identificar los caminos por los que tendríamos que andar y no nos damos cuenta de que mientras lo hacemos no andamos. La vida siempre nos pone delante los caminos por los que debemos caminar, aunque nos parezcan tortuosos. Al fin y al cabo, los buenos conductores se muestran en caminos difíciles, no en autopistas. Es por eso que los sabios que en el mundo han sido no se han cansado de repetir a lo largo de los siglos que debemos observar cada momento de nuestra existencia como algo sumamente importante, irrepetible; porque cada momento nos estará dando la oportunidad de aprender algo de nosotros mismos y del mundo que hemos elegido para vivir.






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