Foto de bruce mars en Unsplash
Sin embargo, la realidad luego suele ser otra, pues tan pronto nos hemos levantado y nos hemos aseado, empezamos a trastocar los planes y realizamos el bonito juego de cambiar las prioridades para dar paso a eso tan humano que es la improvisación e incluso –apelando a las circunstancias- cambiar lo que con todo lujo de detalles teníamos que hacer.
La verdad es que cuando llega la noche y nos vamos a la cama, surgen los remordimientos y el “mea culpa” por no haber hecho nada o casi nada de lo que teníamos previsto ¡No hay tiempo para nada! Decimos, ¡la culpa la tiene las prisas, los despistes, el cansancio…!
¿Cómo es posible que con una diferencia de 8 o 10 horas puedan cambiar tanto las cosas? Por la mañana al despertarnos todo lo tenemos colocado; a media tarde todo medio descolocado y, por la noche, nos damos cuenta de que de lo previsto sólo hemos hecho un porcentaje, generalmente bajo. La verdad es que querer encajar en un tiempo limitado todas las cosas que hemos proyectado hacer, es un ejercicio generalmente condenado al fracaso.
La vida es movimiento, acción, aparentemente un caos del que llegamos a pensar que todo se ha puesto en nuestra contra. Tengo una amiga a la que le encanta tener todo muy bien organizado, no sólo lo suyo sino que, si puede, también lo de los demás; no deja nada a la improvisación, en ese sentido es casi perfecta, lástima que no tenga en cuenta que los demás no lo somos y que nos encanta improvisar, sobre todo por el aquél de ser un poco flexibles, como lo es la misma vida.
Nos encanta organizar las tareas, hacer planes y, cuando los hacemos, nos sentimos satisfechos porque las cosas que hemos colocado tan bien en nuestra cabeza nos dan seguridad, por eso nos fastidia tanto tener que cambiar de planes, porque los cambios nos producen inquietud e inseguridad. Es nuestro cerebro de reptil el que nos produce desasosiego. Esa parte de nuestro cerebro que hemos heredado de nuestros remotos antepasados está diseñada para protegernos de las agresiones externas, sean éstas físicas o mentales. A nuestro cerebro de reptil no le gustan los cambios, su función es la de tratar de satisfacer nuestras necesidades primarias: comer, dormir y reproducirnos, además de hacer que se generen en nuestro organismo los recursos necesarios para repeler una agresión o salir huyendo si la amenaza es insuperable, cualquier otra cosa le supone un esfuerzo que no puede afrontar, sobre todo si se trata de resolver conflictos emocionales, quedando situados éstos en la órbita de nuestro sistema límbico, que es conectado con el cerebro del corazón que es, en definitiva, el que nos va conduciendo por ese laberinto inextricable de la aparente improvisación y que nos lleva a enfrentarnos con la realidad que nos marca la mente, siempre dispuesta a enjuiciar nuestras acciones.
Como decía, nuestros impulsos primarios están controlados por nuestro cerebro de reptil, por tanto, aquellas personas que tienen una mayor influencia de esta zona cerebral serán personas a las que los cambios les ponen enfermos: un cambio de casa, de trabajo, de pareja… Conozco a alguna persona, y seguramente vosotros también, que tienen esa forma de relacionarse con la vida y, por extensión, con los demás seres humanos. Pero claro, su cerebro de reptil no le permite otra forma de ser, es superior a su capacidad. Una serpiente que aprende el camino desde su madriguera hasta el árbol donde puede cazar, siempre hará el mismo recorrido, nunca improvisará y cualquier imprevisto le hará ponerse agresiva.
La flexibilidad mental es un recurso muy saludable para no sentirse frustrado, sobre todo teniendo en cuenta que el sistema de vida actual nos está obligando permanentemente a adoptar posturas no previstas, todo va a una velocidad tal que nuestro cerebro de reptil se ve incapaz de absorber la multitud de impulsos que le llegan cada día, de ahí los niveles de estrés que padecemos y la cantidad de enfermedades que se generan por no saber adaptarnos a los cambios imprevistos.
Así pues, amigo lector, revisa la forma en que te relacionas con la vida en todos sus sentidos. La vida es cambio constante, todos los días son nuevos, imprevisibles por mucho que creamos que tenemos todo controlado. La resiliencia, el aceptar que nada es inmutable, nos puede salvar de tener algún que otro contratiempo físico o emocional. No obstante todo lo anterior, no se debe renunciar a los placeres que es capaz de producirnos nuestro cerebro de reptil, esos que se derivan por ejemplo de una buena comida, de una conversación inteligente o de unas satisfactorias relaciones personales… En definitiva, esas cosas que a nadie le gusta cambiar ¿o no?.
La verdad es que cuando llega la noche y nos vamos a la cama, surgen los remordimientos y el “mea culpa” por no haber hecho nada o casi nada de lo que teníamos previsto ¡No hay tiempo para nada! Decimos, ¡la culpa la tiene las prisas, los despistes, el cansancio…!
¿Cómo es posible que con una diferencia de 8 o 10 horas puedan cambiar tanto las cosas? Por la mañana al despertarnos todo lo tenemos colocado; a media tarde todo medio descolocado y, por la noche, nos damos cuenta de que de lo previsto sólo hemos hecho un porcentaje, generalmente bajo. La verdad es que querer encajar en un tiempo limitado todas las cosas que hemos proyectado hacer, es un ejercicio generalmente condenado al fracaso.
La vida es movimiento, acción, aparentemente un caos del que llegamos a pensar que todo se ha puesto en nuestra contra. Tengo una amiga a la que le encanta tener todo muy bien organizado, no sólo lo suyo sino que, si puede, también lo de los demás; no deja nada a la improvisación, en ese sentido es casi perfecta, lástima que no tenga en cuenta que los demás no lo somos y que nos encanta improvisar, sobre todo por el aquél de ser un poco flexibles, como lo es la misma vida.
Nos encanta organizar las tareas, hacer planes y, cuando los hacemos, nos sentimos satisfechos porque las cosas que hemos colocado tan bien en nuestra cabeza nos dan seguridad, por eso nos fastidia tanto tener que cambiar de planes, porque los cambios nos producen inquietud e inseguridad. Es nuestro cerebro de reptil el que nos produce desasosiego. Esa parte de nuestro cerebro que hemos heredado de nuestros remotos antepasados está diseñada para protegernos de las agresiones externas, sean éstas físicas o mentales. A nuestro cerebro de reptil no le gustan los cambios, su función es la de tratar de satisfacer nuestras necesidades primarias: comer, dormir y reproducirnos, además de hacer que se generen en nuestro organismo los recursos necesarios para repeler una agresión o salir huyendo si la amenaza es insuperable, cualquier otra cosa le supone un esfuerzo que no puede afrontar, sobre todo si se trata de resolver conflictos emocionales, quedando situados éstos en la órbita de nuestro sistema límbico, que es conectado con el cerebro del corazón que es, en definitiva, el que nos va conduciendo por ese laberinto inextricable de la aparente improvisación y que nos lleva a enfrentarnos con la realidad que nos marca la mente, siempre dispuesta a enjuiciar nuestras acciones.
Como decía, nuestros impulsos primarios están controlados por nuestro cerebro de reptil, por tanto, aquellas personas que tienen una mayor influencia de esta zona cerebral serán personas a las que los cambios les ponen enfermos: un cambio de casa, de trabajo, de pareja… Conozco a alguna persona, y seguramente vosotros también, que tienen esa forma de relacionarse con la vida y, por extensión, con los demás seres humanos. Pero claro, su cerebro de reptil no le permite otra forma de ser, es superior a su capacidad. Una serpiente que aprende el camino desde su madriguera hasta el árbol donde puede cazar, siempre hará el mismo recorrido, nunca improvisará y cualquier imprevisto le hará ponerse agresiva.
La flexibilidad mental es un recurso muy saludable para no sentirse frustrado, sobre todo teniendo en cuenta que el sistema de vida actual nos está obligando permanentemente a adoptar posturas no previstas, todo va a una velocidad tal que nuestro cerebro de reptil se ve incapaz de absorber la multitud de impulsos que le llegan cada día, de ahí los niveles de estrés que padecemos y la cantidad de enfermedades que se generan por no saber adaptarnos a los cambios imprevistos.
Así pues, amigo lector, revisa la forma en que te relacionas con la vida en todos sus sentidos. La vida es cambio constante, todos los días son nuevos, imprevisibles por mucho que creamos que tenemos todo controlado. La resiliencia, el aceptar que nada es inmutable, nos puede salvar de tener algún que otro contratiempo físico o emocional. No obstante todo lo anterior, no se debe renunciar a los placeres que es capaz de producirnos nuestro cerebro de reptil, esos que se derivan por ejemplo de una buena comida, de una conversación inteligente o de unas satisfactorias relaciones personales… En definitiva, esas cosas que a nadie le gusta cambiar ¿o no?.