Párese un momento a pensar en lo que ha estado haciendo a lo largo del día. Posiblemente ha tenido que realizar tareas que no podían esperar, cosas urgentes que le han absorbido toda su atención, quedando todas las demás facetas que forman parte de su vida en un segundo o tercer plano, cosas como los hijos, los amigos, las aficiones... Ahora pregúntese qué hubiera ocurrido si debido a la tensión del momento hubiera sufrido un infarto de miocardio y estuviera ingresado en un hospital. Lo más probable es que “esas cosas” que estaban en un segundo o tercer plano de su interés sean las que realmente se preocupen por usted, y eso tan urgente, tan vital que no le permitía pensar en nada más, sea solucionado por otra persona... al día siguiente.
La relatividad de las cosas es una de las válvulas de escape con las que contamos los seres humanos para desengancharnos de las “urgencias vitales” que nos asaltan diariamente. Lo que hoy es absolutamente imprescindible, inevitable, inaplazable, etc., se puede convertir, por mor de un saludable “click” mental, en algo postergable o moderamente inevitable, sobre todo si lo comparamos con aquellas otras cosas que lo son realmente, como es el caso de las relaciones afectivas, los juegos compartidos o los viajes sorpresa con la persona que más queremos y a las que hace tanto tiempo renunciamos porque creíamos que sólo las hacían los inconscientes o los que no tenían problemas económicos.
Las empresas modernas, que han descubierto que el capital más importante del que pueden disponer es la capacidad mental de sus empleados, su potencia creativa, su libre imaginación para desarrollar esas “locuras” que les harán ganar millones, saben que las prisas nunca fueron buenas consejeras, que frente a los suculentos sueldos y la formación continuada que ofrecían a sus mejores ejecutivos para que gestionaran sus recursos durante los años 70 y 80 del pasado siglo, actualmente se están distinguiendo por la cultura del ocio, ofreciendo tiempo libre para que sus cerebros, libres de tensiones, puedan producir las genialidades que les posicionen en el mercado por encima de la competencia.
Napoleón decía a su Ayuda de cámara: “vísteme despacio que tengo prisa” resumiendo en una frase una verdad que el que más y el que menos ha vivido en propia carne. Recuerdo un epidosio que viví hace unos cuantos años, cuando trabajaba en publicidad, y en el que por poco no acabo en el hospital: tenía que recibir unas pruebas de imprenta antes de las seis de la tarde, para que las aprobara el cliente y se pudiera empezar a imprimir a las siete, pues el trabajo tenía que estar terminado al día siguiente. Las seis, las seis y media y las pruebas no sólo no llegaban sino que además en la imprenta nadie daba señales de vida. Las siete menos cuarto..., de pronto empecé a tener problemas respiratorios. Me faltaba el aire y además sentía que el corazón latía de una forma acelerada. Por un momento pensé “me estoy muriendo”. Busqué un sitio para sentarme pues me faltaban las fuerzas e hice el ejercicio de preguntarme si las pruebas de imprenta, el cliente o la propia agencia eran más importantes que mi vida, si todo esto que estaba pasando o lo que podía pasarme si no me tranquilizaba merecía la pena y, obviamente, la respuesta fue “no”. A partir de ese momento empecé a respirar más profundamente y el corazón volvió poco a poco a su ritmo normal. Dejé la publicidad meses más tarde.
Los bloqueos producidos por el estrés o la tensión son señales inequívocas de que algo en nuestra vida debe ser revisado. El cerebro de las personas necesita funcionar a unos ritmos biológicamente correctos para que no sufra irritaciones perniciosas. Las gentes del sur saben de lo que estoy hablando. Hablo de la importancia de las cosas, de una escala de valores distorsionada que necesita reacondicionarse para que el hombre vuelva a ocupar la primera posición, seguida de los seres vivos, para continuar con las cosas inertes, que son las que siempre tienen prisa. ¿No se han dado cuenta de que cada día inventan un sistema para que los paquetes lleguen más pronto de un punto al otro del planeta? Si fuésemos tan diligentes para solucionar los problemas que aquejan a los seres humanos -enfermedad, hambre, incultura, soledad...- posiblemente no habría tantos infartos, tanto cáncer, ni tanta muerte, aunque los paquetes tardasen un poco más en llegar a las manos temblorosas de ese pobre ser que aún no se ha dado cuenta de que todo es “absolutamente” relativo.
La relatividad de las cosas es una de las válvulas de escape con las que contamos los seres humanos para desengancharnos de las “urgencias vitales” que nos asaltan diariamente. Lo que hoy es absolutamente imprescindible, inevitable, inaplazable, etc., se puede convertir, por mor de un saludable “click” mental, en algo postergable o moderamente inevitable, sobre todo si lo comparamos con aquellas otras cosas que lo son realmente, como es el caso de las relaciones afectivas, los juegos compartidos o los viajes sorpresa con la persona que más queremos y a las que hace tanto tiempo renunciamos porque creíamos que sólo las hacían los inconscientes o los que no tenían problemas económicos.
Las empresas modernas, que han descubierto que el capital más importante del que pueden disponer es la capacidad mental de sus empleados, su potencia creativa, su libre imaginación para desarrollar esas “locuras” que les harán ganar millones, saben que las prisas nunca fueron buenas consejeras, que frente a los suculentos sueldos y la formación continuada que ofrecían a sus mejores ejecutivos para que gestionaran sus recursos durante los años 70 y 80 del pasado siglo, actualmente se están distinguiendo por la cultura del ocio, ofreciendo tiempo libre para que sus cerebros, libres de tensiones, puedan producir las genialidades que les posicionen en el mercado por encima de la competencia.
Napoleón decía a su Ayuda de cámara: “vísteme despacio que tengo prisa” resumiendo en una frase una verdad que el que más y el que menos ha vivido en propia carne. Recuerdo un epidosio que viví hace unos cuantos años, cuando trabajaba en publicidad, y en el que por poco no acabo en el hospital: tenía que recibir unas pruebas de imprenta antes de las seis de la tarde, para que las aprobara el cliente y se pudiera empezar a imprimir a las siete, pues el trabajo tenía que estar terminado al día siguiente. Las seis, las seis y media y las pruebas no sólo no llegaban sino que además en la imprenta nadie daba señales de vida. Las siete menos cuarto..., de pronto empecé a tener problemas respiratorios. Me faltaba el aire y además sentía que el corazón latía de una forma acelerada. Por un momento pensé “me estoy muriendo”. Busqué un sitio para sentarme pues me faltaban las fuerzas e hice el ejercicio de preguntarme si las pruebas de imprenta, el cliente o la propia agencia eran más importantes que mi vida, si todo esto que estaba pasando o lo que podía pasarme si no me tranquilizaba merecía la pena y, obviamente, la respuesta fue “no”. A partir de ese momento empecé a respirar más profundamente y el corazón volvió poco a poco a su ritmo normal. Dejé la publicidad meses más tarde.
Los bloqueos producidos por el estrés o la tensión son señales inequívocas de que algo en nuestra vida debe ser revisado. El cerebro de las personas necesita funcionar a unos ritmos biológicamente correctos para que no sufra irritaciones perniciosas. Las gentes del sur saben de lo que estoy hablando. Hablo de la importancia de las cosas, de una escala de valores distorsionada que necesita reacondicionarse para que el hombre vuelva a ocupar la primera posición, seguida de los seres vivos, para continuar con las cosas inertes, que son las que siempre tienen prisa. ¿No se han dado cuenta de que cada día inventan un sistema para que los paquetes lleguen más pronto de un punto al otro del planeta? Si fuésemos tan diligentes para solucionar los problemas que aquejan a los seres humanos -enfermedad, hambre, incultura, soledad...- posiblemente no habría tantos infartos, tanto cáncer, ni tanta muerte, aunque los paquetes tardasen un poco más en llegar a las manos temblorosas de ese pobre ser que aún no se ha dado cuenta de que todo es “absolutamente” relativo.