Benditos ascensores



José Luis Pérez Torralba

22/11/2024

Cuando el tejado viejo de un edificio se derrumba, el cielo queda a la vista, listo para ser contemplado en toda su profundidad y belleza.
Llenamos nuestra vida de cachivaches: enseres de diseño, adornos superfluos, tecnología puntera… Caemos en el error de que encerrados en nuestra cueva y rodeados de todos estos artilugios estamos seguros. Pero casi siempre todo aquello con lo que nos rodeamos no son sino cadenas que nos atan, lapas que se aferran a nuestro ser y lastre que no nos deja volar con libertad.
Cuando todo ese envoltorio superfluo se rompe y muestra su inutilidad es cuando verdaderamente nos sentimos libres.



Foto de Elijah Webster en Unsplash
Me viene a la memoria la ilusión y la inocencia con las que comencé mi vida laboral. Yo venía de un servicio militar obligatorio en el que no estuve nada a gusto (aunque hay que reconocer que aprendí muchas cosas para la vida). Mis primeros encuentros con las aulas fueron como viajar sobre nubes de algodón. Todo era idílico, expectativas interesantes, sueños cumplidos, energía y fuerza, entrega sin límites en una tarea que yo consideraba poco menos que una “cruzada” en pro de la Sabiduría y de la Humanidad. El encuentro con mis alumnos en la clase era cada día una fiesta que luego disfrutaba en casa preparando actividades para el día siguiente. Buscaba, investigaba, imaginaba, diseñaba, exprimiendo aquellas tardes por tierras de La Mancha, en las que no había que cumplimentar tanto “papeleo” como hemos tenido que hacer en estos últimos tiempos.
 
Uno de los colegios donde trabajé mis primeros años de docencia estaba ubicado en un pequeño pueblo de montaña de apenas 1.000 habitantes, en las estribaciones del Sistema Ibérico, alejado por más de un centenar de kilómetros de cualquier núcleo grande de población. El colegio era pequeño, la matrícula reducida y los niveles académicos se agrupaban de dos en dos en la misma aula a cargo de un mismo tutor. La mayoría de los habitantes del pueblo eran ganaderos y poseían granjas familiares cuyo producto era gestionado por varias cooperativas. No era infrecuente que los niños ayudaran en el negocio familiar y cuando de jóvenes dejaban sus estudios obligatorios, a los 15 o 16 años, pasaban a trabajar en dicho negocio con pleno derecho.

La experiencia de estudiar sobre el terreno

Yo daba clases por aquel entonces a alumnos y alumnas de 13, 14, 15 y 16 años. El trato entre nosotros era cordial y cariñoso y no fue difícil que un maestro joven entablara cierta relación de amistad con sus alumnos. Ellos, a pesar del ambiente poco propicio para la cultura en el que se desenvolvían, aceptaban de buen grado mis propuestas en clase, descubrían el placer de aprender cosas nuevas y no les disgustaban los estudios. Una de mis grandes pasiones ha sido siempre la geología (se lo debo a un excelente profesor que tuve en mi época de estudiante). Y en las explicaciones a mis alumnos vivía apasionadamente la geología. Pero la geología no es una materia para estudiar sólo en los libros, lo es para estudiarla, ante todo, sobre el terreno. Yo sacaba a mis alumnos en horas de clase y fuera de ellas a recorrer el curso de un arroyo cercano, y allí aprendimos la erosión de las aguas; los llevaba a buscar fósiles en un yacimiento no lejano, y allí aprendimos las eras geológicas; quedaba con ellos a las 12 de la noche con linternas y un mapa estelar, y así aprendimos astronomía… Pero los alrededores se me quedaban cortos, por lo que solicité un programa de viajes subvencionado por la Administración con la esperanza de que alguno de los destinos pedidos y que eran de mi interés nos fuese concedido. La resolución de la convocatoria llegó y en el listado de agraciados me vi yo con mi grupo de 15 alumnos seleccionados. ¡Nos íbamos a Gran Canaria! ¡Con todos los gastos pagados y teniendo a nuestra disposición profesorado de la tierra que haría de guía didáctico durante una semana!
 
Recuerdo que todos nos pusimos muy nerviosos: el colegio mezcló los nervios con alegría, los alumnos los mezclaron con ilusión, las familias con temor… y yo con sensaciones contradictorias: entusiasmo, gozo radiante, dudas, incertidumbre hacia lo desconocido, temor a lo imprevisto… El viaje era perfecto, cinco días en el corazón de una importantísima zona volcánica… pero en esos cinco días estaba yo sólo para lidiar con 15 adolescentes que apenas habían salido de su pueblo, que nunca habían viajado en avión, que tenían que atravesar media España en varios medios de transporte público…  Y mi papel no sólo debía ser el de cuidador y vigilante, sino también el de profesor, enseñante, compañero, enfermero ocasional… y, sería deseable, el de “amigo” con el que compartir una bonita experiencia.
 
El viaje llegó. Muchos fueron los momentos entrañables: las risas al despertar, las tardes en las playas de arena negra, las marchas entre roques y plataneras, los encuentros con artistas locales, las visitas a fábricas y museos, las puestas en común después de las actividades, las confidencias de unos y otros llegada la hora de dormir… Pero de todos aquellos momentos que conservo en fotografía, en la memoria y en el corazón os quiero relatar uno muy especial. 

¿Qué queréis que hagamos?

Para coger el avión de Madrid a Gran Canaria tuvimos que madrugar y tomar primero un autobús, luego un tren que nos dejó en la estación madrileña de Atocha, a la cual vendría otro autobús a recogernos y llevarnos al aeropuerto de Barajas. Pero entre nuestra llegada en tren y el momento de la recogida del autobús había unas 6 horas de diferencia. ¿Qué hacer con mis alumnos en Madrid en ese tiempo? Tomar el bocadillo de la comida se daba por descontado, pero… ¿cómo llenar el resto? Anduvimos algo por las modernas avenidas madrileñas. Ellos miraban a un lado y a otro comiéndose Madrid con los ojos. Para muchos de ellos era la primera vez que estaban allí. Al llegar a un determinado cruce reuní al grupo y les dije. “Nos queda tiempo. ¿Qué queréis que hagamos? ¿Vamos hacia la derecha y vemos la fachada del museo del Prado y la puerta de Alcalá o hacia la izquierda y visitamos El Corte Inglés?”. La repuesta fue explosiva y unánime: “¡El Corte Inglés!”. Y allá que nos fuimos, al edificio principal de El Corte Inglés, siete plantas llenas de productos expuestos al público en un alarde de ingenio para captar la atención de los posibles consumidores. Al entrar volví a reunirlos, les recordé las normas elementales de comportamiento en un lugar público, les rogué que no hicieran nada que dejara al colegio en mal lugar, les comenté cómo se compraba en este tipo de grandes almacenes y les dejé que marcharan por grupos quedando todos en vernos al cabo de una hora en el punto de encuentro.
 
La hora pasó y todos acudieron puntuales a lugar en el que los estaba esperando. Como de costumbre cada vez que realizábamos alguna actividad interesante, les pregunte sobre su experiencia. “Nosotros no hemos salido de esta planta, molan mucho las cosas que hay”, “pues nosotras nos hemos dado una vuelta por todo y Mónica se ha fijado en un chico que estaba muy bueno y lo hemos estado siguiendo”, “mira José Luís lo que he comprado yo para mi madre” … “Y vosotros, ¿qué habéis hecho?”, pregunté a un grupo de tres chicos que permanecían callados. “Pues verás, profe. Es la primera vez que estamos en unos almacenes como estos y hemos visto que hay ascensores. Nunca habíamos montado en ascensor, todo lo más en escaleras mecánicas cuando hemos ido a comprar con nuestros padres a la capital. Por eso, cuando veíamos que alguien montaba en el ascensor, entrábamos nosotros también y subíamos o bajábamos con él. Así se nos ha pasado la hora, mirando a la gente y subiendo y bajando en el ascensor”.

Lo pequeño es hermoso

Aquellas inocentes palabras resonaron en mi cabeza durante mucho tiempo, aún hoy resuenan fuerte enseñándome algo importante. Por un lado, me hace reconocer que gran parte de nosotros llena su vida de experiencias enriquecedoras, se mueve en ambientes propicios, contacta con gente motivadora y recibe gran cantidad de estímulos que contribuyen a un desarrollo positivo de su persona. Por el contrario, hay gente a la que la vida le niega esas experiencias, esos ambientes y esos contactos. El contraste de estas dos situaciones debería generar en nosotros un agradecimiento continuo, una toma de conciencia de lo que tenemos porque se nos ha dado gratuitamente y una responsabilidad que implique el aprovechamiento óptimo de todos esos recursos y esas vivencias en orden a nuestro desarrollo personal y el desarrollo de los que tenemos alrededor.
 
Pero hay otra enseñanza que leo entre líneas. Y es que, por muy trivial que sea, aquello que nos impacta llega muy dentro de nosotros, nos toca el corazón y es capaz de provocar en nosotros una entusiasta entrega y un gozo sin límites. Lo que entra en nosotros como torrente de vida, genera en nuestro interior ríos de energía vitalizadora y nos mueve por caminos de una intensa satisfacción personal. Vivencia, reflexión, asimilación, respuesta… ¡gozo!
 
Gracias, mis queridos alumnos de aquellos primeros años por todo vuestro cariño, por vuestra inocencia compartida, por haberme dejado entrar un poquito en vuestras vidas. Gracias compañeros de aprendizaje de aquel tiempo pasado en un pueblo de la sierra alejado de autovías, de prisas… y de ascensores. Gracias porque vosotros me llevasteis con vuestra presencia a un mundo sencillo donde en las calles no se oían motores, sino balidos de ovejas cuando pasaba el rebaño; en el que por las mañanas no se olía el humo del tráfico, sino el aroma de los pinos cuando el leñador los cortaba para su estufa; en el que por la noche mirabas al cielo y veías multitud de estrellas; en el que ir al bar era encontrarse en familia; en el que los ascensores quedaban muy lejos…
 
El viaje terminó. A los pocos días tuvimos en clase examen de los temas de vulcanismo. Con alegría y emoción pude ver que, al contrario de otros años en los que aprobaban el 70 % aproximadamente con una media de 7 o 7,5, aquel año aprobaron el 100 % con una media de 9. Y es que en otras ocasiones los alumnos estudiaron el vulcanismo en los libros, pero en ésta los alumnos sintieron el vulcanismo a flor de piel y lo vivieron en primera persona.






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