Aplicando Consciencia a la enfermedad



Maria Pinar Merino Martin

21/05/2022

La Consciencia. He aquí un ingrediente imprescindible dentro del proceso de desarrollo personal. La consciencia es la clave de la evolución y no es otra cosa que darse cuenta, saber el porqué de las cosas, conocerse uno mismo, identificar sus potencialidades y límites para encauzarlas hacia el progreso y el mejoramiento. Si cada persona fuera consciente de que participa en la creación de su propia realidad y de que esa realidad incluye el mantenimiento de su salud habríamos logrado un gran avance.



Foto de Emma Simpson en Unsplash
Claro que para completar ese camino que nos lleve a lograr la expansión de nuestra consciencia habremos de dar varios pasos fundamentales. Uno de ellos obtener la identificación del poder personal, es decir, de ese potencial que nos permite salir de cualquier situación por adversa que sea en la certeza de que somos responsables de nosotros mismos, de nuestra vida, de nuestros logros y fracasos y, ¡cómo no!, de nuestra salud. En definitiva, cada persona debe asumir la responsabilidad de su propia vida.
Otro punto importante es la facultad de encontrar el aprendizaje que conlleva cada experiencia que vivimos. Porque es verdad que a veces nos encontramos inmersos en situaciones dolorosas y aparentemente injustas que, además, parece que se repiten a lo largo de nuestra vida... pero sólo si desciframos la lección que representa ese hecho y asumimos su enseñanza habremos roto el círculo vicioso. Sencillamente porque cuando se asimila una experiencia no es necesario volver a repetirla. Aunque el mayor paso consistirá en aprender a abrirse al amor, a dar y recibir la energía de mayor poder que existe en el universo, dejando que fluya en nosotros y en nuestras relaciones interpersonales.

Mirar al enfermo de forma global

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Ya hemos dicho que la Medicina Holística o Integral considera al ser humano como un ser en interacción constante con otros campos energéticos y no como una máquina aislada y autónoma. Por tanto, procura tratar las causas y no sólo los síntomas. El médico holístico no es ya una autoridad en materia de salud sino un amigo que establece una relación de confianza y afecto. Y que además piensa que es el enfermo y no él quien debe reestablecer su propio equilibrio.
El cuerpo y el espíritu, pues, forman junto con el entorno, el medio, un conjunto; y la enfermedad es considerada el resultado de la ausencia de armonía entre esos tres factores. El dolor no sería, en este contexto, sino una señal de alarma de esa falta de armonía. Con lo que el sufrimiento proviene simplemente de que nos olvidamos de la existencia de un Yo que no está separado del universo al que pertenece, sino que es una pieza fundamental y única dentro de él.
En suma, la Medicina Holística o Integral incorpora algunos de los planteamientos tradicionales, pero incorpora, desde esta nueva concepción del ser humano y de la Realidad toda una serie de nuevas terapias encaminadas a reequilibrar el cuerpo físico, el energético, las emociones y la mente de la persona sin olvidar atender también su proyección transcendente.
En definitiva, cuando aparecen los primeros síntomas y el médico pronuncia su diagnóstico es importante afrontar la situación desde la realidad porque para sanar de cualquier dolencia es necesario primero reconocerla y aceptarla. No aceptarla de manera permanente o inevitable, por supuesto, sino ser conscientes de que hemos de prestarla la atención necesaria. Es decir, no se trata de obviar la enfermedad o ignorar los síntomas sino, por el contrario, asumir la desarmonía que se ha producido y buscar los medios más adecuados para resolverlo.

El lenguaje del cuerpo

Foto de Mitchell Hartley en Unsplash
Los doctores alemanes Thorwald Dethlefsen -psicólogo- y Rudiger Dahlke -médico y psicoterapeuta- publicaron en los años ochenta un libro llamado La enfermedad como camino en el que planteaban lo que llamaron el Método de la interrogación profunda, propugnando la necesidad de establecer un diálogo con los síntomas de la enfermedad. Método que podríamos simplificar en cuatro fases.
La primera sería la valoración del síntoma de forma cualitativa y subjetiva:
¿Qué es? ¿Cómo es? ¿Cómo se manifiesta? ¿Qué me hace sentir?
En la segunda fase habría que centrarse en el momento en que apareció el síntoma:
¿Qué sucedió antes de que apareciera? ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Con quién estaba? ¿Cuándo comenzó? ¿Cuáles eran mis pensamientos y sentimientos en aquel momento? ¿Cuáles eran mis miedos o frustraciones? ¿Cuáles mis fantasías o mis sueños?
La tercera etapa nos plantea:
La necesidad de observar con atención las palabras y el tono que empleamos, los giros y las expresiones que utilizamos para verbalizar el proceso. No olvidemos que según la Programación Neurolingüística (PNL) somos animales idiomáticos y que el lenguaje personal es profundamente psicosomático.
La cuarta y última fase del proceso de análisis lleva a un replanteamiento personal:
¿Qué me está impidiendo hacer este síntoma? ¿Qué me está obligando a hacer? ¿Qué estoy obteniendo gracias a él? ¿Podría obtener lo mismo sin necesidad de esta enfermedad?
Porque no podemos olvidar que hay muchas ocasiones en que la enfermedad oculta deseos de atención, manipulación de situaciones, miedos encubiertos, venganzas, problemas de infravaloración o baja autoestima, necesidad de sentirnos queridos... Innumerables razones que en cada persona encontrarán una u otra vía de expresión dependiendo de las características de su biología.

Las interpretaciones genéricas del significado de la enfermedad

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Si consideramos que la enfermedad no aparece fortuitamente, sino que es un indicativo de que algo necesita ser modificado en nuestro ser integral es importante que analicemos los síntomas para su posterior interpretación. Evidentemente, cada persona somatizará sus disfunciones emocionales o mentales de forma distinta y según dónde se localice la enfermedad en el cuerpo cabrá hacer una lectura u otra. Pero ello no justifica la tendencia de algunos especialistas a generalizar.
Es lo que sucede cuando, por ejemplo, entienden que una persona con una afección en los ojos que le impide la visión debe ser interpretada como su negativa inconsciente a ver algo que no hace bien en la vida. O que quien tiene problemas en los pies es porque se niega a avanzar. O que quien sufre problemas digestivos es porque no puede digerir todo lo que está "tragándose" en sus relaciones con los demás.
Y la crítica es comprensible porque los ejemplos anteriores suponen caer en una simplificación excesiva ya que cada persona es un complejo mundo único e irrepetible formado por su físico, sus componentes genéticos, sus energías, sus emociones y sus procesos mentales. Y al igual que no se puede extrapolar atendiendo a la interpretación de los sueños –según la vieja Psicología- que todo el que sueña con agua es porque tiene conflictos emocionales tampoco podemos guiarnos por esa serie de libros que acumulan listas de dolencias y sus correspondencias con estados psicológicos. Incluido el de los dos autores mencionados.

Nuestras capacidades innatas

Foto de Kristina V en Unsplash
La influencia de la mente sobre la materia está sobradamente demostrada. Sabemos incluso que la actitud mental, los deseos y los pensamientos de un experimentador en el laboratorio influyen en el comportamiento de las partículas de su experimento. Algo que corrobora el postulado de que todo es energía manifestándose en distintos planos vibratorios y que cualquier incidencia en uno de ellos tiene una correspondencia armónica en los demás.
Pues bien, la Medicina Holística o Integral se basa en esos mismos principios y plantea que si son los problemas emocionales y psicológicos los que terminan somatizándose en el organismo y provocando las dolencias, armonizando la mente y las emociones es posible sanar el cuerpo. Es decir, que trabajando sobre los campos más sutiles se incide más fácilmente en los más densos.
En cualquier caso, hay que decir que esta nueva concepción de la salud y la enfermedad no pretende sin más que el enfermo busque vías alternativas para resolver sus problemas, sino que se produzca un cambio en su forma de ver la realidad, de concebir la vida.
El aprendizaje de técnicas como la relajación, la visualización, la meditación, el control mental, la introspección, etc., tienen pues como objetivo descubrir nuevas capacidades innatas en el ser humano que están casi inexploradas en estos momentos. Y, sobre todo, estas técnicas tienen un único objetivo: implicar al paciente en su propia curación, hacerle consciente de que el médico o sanador favorece la curación, ayuda y proporciona remedios, pero no es quien cura realmente. De hecho, la palabra terapeuta significa acompañante, aquel que te sigue en el proceso de sanación. Premisa clave para que funcionen tanto los tratamientos tradicionales como las terapias alternativas. Si ese cambio de actitud no se produce ni la farmacopea, ni la cirugía serán capaces de sanar las dolencias emocionales o psicológicas, las experiencias traumáticas del pasado o las actitudes negativas.
Es siempre el propio enfermo quien debe actuar utilizando como apoyo las técnicas o terapias que considere más adecuadas para él.

¿Cómo funciona el sistema inmunológico?

Foto de am JD en Unsplash
Son muchos los profesionales de la salud que han comprobado cómo los desequilibrios psicológicos y emocionales afectan al sistema inmunológico. De tal manera que los estados de felicidad y alegría, así como las actitudes positivas producen un fortalecimiento de nuestro sistema de defensa mientras que el pesimismo, la depresión o la angustia provocan inmunosupresión, es decir, supresión de las defensas naturales del organismo. Recordemos al respecto que existen en nuestro cerebro determinadas áreas que, al ser estimuladas, generan sustancias analgésicas y estimulantes naturales muy potentes.
Otro ejemplo significativo del poder de la mente lo tenemos en el efecto que los placebos tienen sobre la sanación. Cuando el enfermo cree que está recibiendo la medicación que el médico –en quien confía ciegamente- le prescribe, inconscientemente pone en marcha mecanismos que tienen efectos inmediatos sobre su cuerpo. Las estadísticas son espectaculares y alcanzan en algunos casos el 80-90% de efectividad, observándose incluso que el paciente puede llegar a sentir los efectos secundarios que normalmente produciría el medicamento que cree estar tomando, algo que demuestra que son las creencias que tiene lo que en realidad está poniendo en marcha los mecanismos para su curación. Se demuestra así que muchas veces lo más importante para el enfermo es la fe en el fármaco y la confianza en el médico.

EL SISTEMA INMUNOLÓGICO

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El sistema inmunológico es la base defensiva de nuestro organismo. Reacciona frente a cualquier tipo de partícula extraña al cuerpo que pudiera representar una amenaza para nuestra integridad, sea una bacteria, un virus o cualquier otro tipo de sustancia potencialmente peligrosa.
Ante la más mínima sospecha de invasión, el organismo tiene tres tipos de respuesta. Primero, la anatómica, que constituye la primera línea de defensa y está representada por la piel, las sustancias defensivas de la saliva y los jugos gástricos.
Luego, si el agresor -germen o toxina- sobrepasa esa barrera, se encuentra con la segunda línea defensiva: la respuesta inflamatoria, que consiste en un aumento del calor local y una serie de cambios que procuran hacer difícil o imposible la proliferación del "enemigo" viral o bacteriano en el cuerpo.
Y, por fin, si todo falla, el organismo cuenta con la respuesta inmunológica, la más profunda y sofisticada. Esta respuesta está centrada en una serie de células de la sangre altamente especializadas -los leucocitos o glóbulos blancos- que actúan en las distintas fases de la respuesta defensiva inmunológica.
La primera fase, la más directa, está representada por los macrófagos y los neutrófilos (dos tipos de leucocito), que actúan como verdaderos soldados de un ejército defensivo persiguiendo, englobando y digiriendo las partículas extrañas -virus y bacterias- con lo que en muchos casos resuelven el problema.
Pero los sistemas defensivos del organismo no se limitan a esa acción básica. Una vez que los leucocitos defensivos engullen al virus, partículas de este son depositadas desde el interior en la superficie de la célula. Partículas conocidas como antígenos. Esos antígenos son inmediatamente reconocidos por las células defensivas más sofisticadas de nuestro cuerpo, los linfocitos, encargados de transportar, adaptar y fabricar las sustancias defensivas o anticuerpos, destruyéndolos.
Hay dos tipos de linfocitos: los linfocitos B, responsables de las llamadas inmunoproteínas, que llevan el peso de los sistemas defensivos generales de nuestro organismo y los linfocitos T (originados por la misteriosa glándula timo y de larga vida) que producen antígenos defensivos sólo contra determinadas infecciones; es decir, son más específicos.
 
Continuará….






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